25
El perrillo no murió, así que la mujer no llevó adelante ninguna denuncia. No parecía importarle que le partiesen la cara, ni era algo en lo que ella y su marido se detuvieran mucho. Quizás le hubiese gustado, incluso. Envió a Osano una nota cordial, dejando la puerta abierta para una posible entrevista. Osano soltó un gruñidito y tiró la nota a la papelera.
—¿Por qué no le das una oportunidad? —le dije—. Quizás resulte interesante.
—No me gusta pegar a las mujeres —dijo Osano—. Esa zorra quiere que la utilice como un saco de entrenamiento.
—Podría ser otra Wendy —dije.
Sabía que Wendy ejercía siempre una especie de fascinación sobre él, pese a llevar tantos años divorciado y pese a los disgustos que le daba.
—Dios mío —dijo Osano—. Eso es precisamente lo que necesito.
Pero sonrió. Sabía lo que quería decir. Que quizás el pegar a las mujeres no le desagradase tanto, aunque quería demostrarme que me equivocaba.
—Wendy fue la única mujer de todas las que tuve que me hizo pegarle —dijo—. Las demás jodían con mis mejores amigos, me robaban dinero, me exigieron pensión, contaron mentiras sobre mí, pero nunca les pegué. Ni siquiera las odié. Soy buen amigo de todas ellas. Pero esa jodida Wendy es un caso especial. No se parece a ninguna. Si hubiese seguido casado con ella, habría acabado matándola.
Pero el caso del estrangulamiento del perro de aguas había corrido por los círculos literarios de Nueva York. Osano temía que pudiese afectar a sus posibilidades de conseguir el Nobel.
—A esos jodidos escandinavos les encantan los perros —decía.
Aceleró su campaña activa por el Nobel mandando cartas a todos sus amigos y conocidos del gremio. Siguió escribiendo artículos y comentarios sobre las obras de crítica más importantes en nuestra publicación. Además de ensayos sobre literatura que a mí siempre me parecieron pura palabrería. Muchas veces, al entrar en su oficina, le veía trabajando en su novela, llenando hojas pautadas amarillas. Su gran novela, porque era lo único que escribía con calma. El resto se limitaba a teclearlo con dos dedos en la máquina, en aquella mesa suya de ejecutivo, atestada de libros. Nunca vi escribir a nadie tan deprisa a máquina pese a que escribía con sólo dos dedos. Era literalmente como una ametralladora. Y escribiendo así, como una ametralladora, redactó la definición de lo que debía ser la gran novela norteamericana, explicó por qué Inglaterra ya no producía grandes obras de ficción, salvo en el género de espionaje, desmenuzó las últimas obras y a veces la obra completa de tipos como Faulkner, Mailer, Styron, Jones, cualquiera que pudiese significar competencia para el Nobel. Era tan inteligente, manejaba un lenguaje tan intenso, que convencía. Publicando toda aquella basura, destrozaba a sus adversarios y dejaba el campo despejado para él. El único problema era que cuando se acudía a su propia obra, sólo sus dos primeras novelas, publicadas veinte años atrás, podían darle base seria para una reputación literaria. El resto de sus novelas y ensayos no era tan bueno.
La verdad era que en los últimos diez años había perdido bastante de su popularidad y de su reputación literaria. Había publicado demasiados libros hechos precipitadamente, se había hecho demasiados enemigos por aquel pretencioso modo suyo de dirigir la publicación. Incluso cuando adulaba, alabando a figuras literarias poderosas, lo hacía con tal arrogancia y menosprecio, mezclándose él mismo de algún modo (su artículo sobre Einstein, por ejemplo, había versado tanto sobre Einstein como sobre él mismo), que se ganaba la enemistad de la gente a la que estaba dando coba. Escribió una cosa que provocó un auténtico escándalo. Dijo que la inmensa diferencia entre la literatura francesa y la inglesa del siglo XIX era que los escritores franceses tenían abundantes relaciones sexuales y los ingleses no. Nuestros lectores se enfurecieron.
Y para colmo de males, su conducta personal era escandalosa. Los editores de la publicación se habían enterado del incidente del avión, que se había filtrado en las columnas de chismorreo social. En una de sus conferencias en una universidad de California, conoció a una estudiante de literatura de diecinueve años que más parecía una aspirante a artista que una amante de los libros, aunque lo fuese realmente. Se la llevó a Nueva York a vivir con él. Ella aguantó unos seis meses; durante ese tiempo, la llevó a todas las fiestas literarias. Osano andaba por los cincuenta y tantos, y aunque aún no tenía el pelo canoso sí tenía una barriga respetable. Al verles juntos, uno se sentía incómodo. Sobre todo cuando Osano se emborrachaba y ella tenía que llevarle a casa. Además, Osano bebía en la oficina, durante el trabajo. Y estaba engañando a esa novia de diecinueve años con una novelista de cuarenta que acababa de publicar un libro que había sido un éxito de ventas. En realidad, el libro no era gran cosa, pero Osano escribió un ensayo de una página en nuestra publicación proclamándola futura gloria de la literatura norteamericana.
Y además, hacía algo que a mí me repugnaba profundamente. Escribía un comentario sobre cada amigo que se lo pedía. Así que aparecían pésimas novelas con un comentario de Osano que decía, por ejemplo: «ésta es la primera novela sureña desde Yace en la oscuridad de Styron». O «un libro estremecedor que le impresionará», lo cual era pura astucia porque intentaba cubrir las dos posibilidades, hacer un favor al amigo e intentar al mismo tiempo advertir al lector con un comentario ambiguo.
Yo veía claramente que, en cierto modo, estaba desmoronándose. Pensaba que quizás se estuviese volviendo loco. Pero no sabía por qué. Tenía un aire enfermizo, abotargado; sus ojos verdes tenían un brillo que no era realmente normal. Y había algo raro en su forma de andar, un fallo en el ritmo o un ligero balanceo hacia la izquierda, a veces. Me preocupaba. Porque, pese a desaprobar sus obras, a su lucha por el Nobel con todas las maniobras sucias, a su pretensión de joderse a todas las señoras con quienes entraba en contacto, le tenía afecto. Solía hablarme de la novela que yo estaba escribiendo, alentarme, aconsejarme; intentó prestarme dinero, aunque yo sabía que él estaba empeñado hasta las orejas y gastaba una suma enorme en mantener a sus cinco ex esposas y a sus ocho o nueve hijos.
Me sobrecogía la cantidad de lo que publicaba, aunque no fuesen nada del otro mundo. Aparecía siempre en una de las revistas mensuales, y a veces en dos o tres; publicaba todos los años un libro de ensayos sobre algún tema que los editores considerasen «en el candelero». Dirigía nuestra publicación y todas las semanas hacía un largo artículo de crítica. Trabajaba también algo para el cine; ganaba enormes sumas, pero estaba siempre sin un céntimo. Y yo sabía que debía una fortuna. No sólo en dinero que le habían prestado, sino en adelantos sobre futuros libros. Una vez se lo mencioné, le dije que estaba cavándose una fosa de la cual no podría salir, pero él se limitó a rechazar la idea con impaciencia.
—Tengo mi as en la manga —dijo—. Tengo la gran novela casi terminada. La acabaré en un año, quizás. Y entonces volveré a ser rico. Y me iré a Escandinavia a por el Nobel. Piensa en todas las rubias grandotas que nos joderemos.
Siempre me incluía en el viaje a recoger el Nobel.
Nuestras mayores discusiones surgían cuando me preguntaba mi opinión sobre alguno de sus ensayos generales sobre literatura. Y yo le enfurecía con mi declaración ya proverbial de que era sólo un narrador.
—Eres un artista con inspiración divina —le decía—. Eres un intelectual, tienes un jodido cerebro que podría soltar palabrería suficiente para dar cien cursos sobre literatura moderna. Yo soy sólo un ladrón de cajas de caudales. Aplico el oído y esperó a oír el clic.
—Tú y tus cuentos —decía Osano—. No es más que una reacción contra mí. Tienes ideas. Eres un verdadero artista. Pero te gusta eso de ser un mago, un ilusionista, lo de que puedes controlarlo todo, lo que escribes, tu vida en general, que puedes eludir todas las trampas. Así es como operas tú.
—Tienes una idea errónea de lo que es un mago. Un mago hace magia —le dije—. Nada más.
—¿Y tú crees que eso basta? —preguntó Osano. Sonreía con cierta tristeza.
—Para mí basta —dije.
Osano denegó con la cabeza.
—Sabes, yo fui en tiempos un gran mago, lee mi primer libro. Todo magia, ¿no?
Me alegraba poder estar de acuerdo. Me gustaba aquel libro.
—Magia pura —dije.
—Pero no fue bastante —dijo Osano—. A mí no me bastó.
Entonces allá tú, pensé. Y pareció leer mi pensamiento.
—No, no es como tú crees —dijo—. Sencillamente no podría hacerlo otra vez porque no quiero hacerlo, o no puedo quizás. Después de ese libro, ya no fui un mago. Me convertí en escritor.
Me encogí de hombros con cierta displicencia, supongo. Osano se dio cuenta y dijo:
—Y mi vida se convirtió en una mierda, pero eso ya lo ves tú. Envidio tu vida. Lo tienes todo controlado. No bebes, no fumas, no andas detrás de las tías. Sólo escribes y juegas, y haces el papel de buen padre y buen marido. Eres un mago muy poco lucido, Merlyn. Un mago muy normal. Una vida normal, libros normales; has hecho desaparecer la desesperación.
Desde luego, yo le irritaba un poco. Pensaba que él iba hasta el tuétano. No sabía que la mitad de aquello era simple palabrería. Y a mí no me importaba, eso quería decir que mi magia estaba funcionando. Eso era todo lo que él podía ver, y eso estaba bien para mí. Él creía que yo tenía mi vida controlada, que no sufría o no me lo permitía, que no sentía los ramalazos de soledad que le empujaban a él a distintas mujeres, al trago, a aspirar cocaína. Había dos cosas que él no podía entender: que sufría porque realmente estaba volviéndose loco, no por sufrimiento. La otra, que todos los demás habitantes del mundo sufrían, estaban solos y hacían cuanto podían con su situación. Que no era nada admirable. De hecho, podías decir que la vida misma no era nada admirable, pese a su jodida literatura.
Y luego, de pronto, los problemas me llegaron de un sector inesperado. Un día que estaba en la oficina recibí una llamada de la mujer de Artie, Pam. Dijo que quería verme para algo importante. Y que quería verme sin Artie. ¿Podía ir inmediatamente? Sentí verdadero pánico. En el fondo del pensamiento, siempre estaba preocupado por Artie. Era realmente un ser frágil y siempre parecía cansado. Por su delicada belleza, traslucía la tensión más claramente que la mayoría. Tanto miedo me dio, que le supliqué a Pam que me dijese por teléfono lo que pasaba, pero no quiso. Me dijo que no había ningún problema físico, ningún diagnóstico médico amenazador, que era un asunto personal entre Artie y ella, y necesitaba que la ayudara.
Sentí de inmediato un alivio egoísta. Sin duda ella tenía un problema, pero Artie no. De todos modos, salí temprano del trabajo y fui en coche a Long Island a verla. Artie vivía en la orilla norte de Long Island y yo en la orilla sur. Así que, en realidad, no había mucha distancia. Pensé que podría escuchar lo que me contase y estar en casa para cenar, aunque llegara un poco tarde. No me molesté en llamar a Valerie.
Siempre me gustaba ir a casa de Artie. Sus cinco hijos eran buenos chicos y tenían muchos amigos que siempre andaban por allí, y a Pam no parecía importarle. Tenía grandes cantidades de bollos para darles y muchas botellas de leche. Había niños mirando la televisión y otros jugando en el césped. Les dije hola y me contestaron. Pam me llevó a la cocina, que tenía un gran ventanal. Había preparado café y me sirvió un poco. Estaba cabizbaja, pero de pronto alzó la mirada hacia mí y me dijo:
—Artie tiene una amante.
Pese a haber tenido cinco hijos, Pam tenía aún un aspecto muy juvenil y muy buen tipo. Alta, esbelta, y con una de esas caras sensuales con cierto aire de virgen. Procedía de una ciudad del Medio Oeste, Artie la había conocido en la universidad y su padre era presidente de un pequeño banco.
En las tres últimas generaciones de su familia, nadie había tenido más de tres hijos y ella, con sus cinco hijos, era para sus padres una heroína mártir. Los padres no podían entenderlo, pero yo sí. Una vez le había preguntado a Artie y él me había dicho:
—Detrás de esa cara de madonna hay una de las mujeres más calientes de Long Island. Y a mí me pasa igual.
Si cualquier otro marido hubiese dicho eso de su mujer, me hubiese parecido ofensivo.
—Suerte que tienes —le dije yo.
—Sí —dijo Artie—. Pero creo que ella lo lamenta por mí, sabes, la cosa del orfanato. Y quiere que no vuelva a sentirme solo nunca. Es más o menos eso.
—Suerte, tienes mucha suerte —había dicho yo.
Y así pues, cuando Pam hizo su acusación, me enfadé un poco. Conocía a Artie. Sabía que no era posible que engañara a su mujer, que él jamás pondría en peligro aquella familia que había creado, ni la felicidad que le proporcionaba.
Pam estaba avergonzada, con los ojos llenos de lágrimas. Pero me miraba a la cara. Si Artie tenía un ligue, yo era el único a quien se lo contaría. Y ella esperaba que yo traicionase el secreto con algún gesto.
—Eso no es verdad —dije—. Artie siempre tuvo a las mujeres detrás de él y siempre le molestó. Es el tipo más honrado del mundo. Sabes que yo no intentaría encubrirle. No le delataría, pero tampoco le encubriría.
—Ya lo sé —dijo Pam—. Pero viene a casa tarde tres veces por semana como mínimo. Anoche tenía carmín en la camisa. Y hace llamadas telefónicas después de que yo me voy a la cama, a las tantas de la noche. ¿Te llama a ti?
—No —dije. Y entonces me sentí mal. Podía ser cierto. Aún no lo creía, pero tenía que aclararlo.
—Y está gastando dinero extra que nunca gastaba —dijo Pam—. Ay, Dios mío.
Y se puso a llorar abiertamente.
—¿Vendrá hoy a cenar a casa? —pregunté.
Pam asintió. Cogí el teléfono de la cocina, llamé a Valerie y le dije que me quedaba a cenar en casa de Artie. Lo hacía de vez en cuando, tomando la decisión sobre la marcha, cuando tenía urgencia de verle, así que Valerie no hizo ninguna pregunta. Cuando colgué el teléfono, le dije a Pam:
—¿Tienes cena para mí?
Ella sonrió y asintió con un gesto.
—Por supuesto —dijo.
—Bajaré y le esperaré en la estación —dije—. Y aclararemos todo esto antes de cenar.
Intentando darle un aire cómico al asunto, añadí:
—Mi hermano es inocente.
—Sí, claro —dijo Pam. Pero sonrió.
Abajo, en la estación, mientras esperaba que llegara el tren, sentí lástima de Pam y Artie. Había cierta complacencia en mi piedad. Artie siempre tenía que ayudarme y, por fin, ahora tenía yo que ayudarle a él. Pese a todas las pruebas (el carmín en la camisa, el llegar tarde y las llamadas telefónicas, los gastos extra), yo sabía que Artie era básicamente inocente. Lo más que podía haber era alguna jovencita que hubiese insistido tanto que él al final hubiera cedido un poco. Pero de todos modos, aún no podía creerlo. Y, con la piedad, se mezclaba la envidia que siempre me había producido el hecho de que Artie resultase tan atractivo para las mujeres de una forma que yo no lo sería nunca. Con cierta satisfacción, pensé que no estaba mal del todo ser un poco feo.
Artie no se sorprendió mucho al verme cuando bajó del tren. Había hecho aquello muchas veces: visitarle inesperadamente e ir a esperarle al tren. Me agradaba hacerlo, y él siempre se alegraba de verme. Y siempre me hacía sentirme bien comprobar que él se alegraba de que estuviera esperándole. Pero aquel día, mirándole con detenimiento, pude darme cuenta de que no se alegraba tanto como otras veces.
—Vaya, ¿qué haces tú aquí? —dijo, pero me dio un abrazo y me sonrió.
Tenía una sonrisa sumamente dulce para ser hombre, su sonrisa infantil de siempre que no había cambiado.
—Vine a salvarte —dije alegremente—. Pam te ha descubierto al fin.
Se echó a reír.
—Dios santo, ese cuento otra vez —los celos de Pam eran siempre motivo de risa.
—Sí —dije—. Tus llegadas tarde, esas llamadas telefónicas a las tantas, y ahora, por último, la prueba clásica: carmín en la camisa.
Me sentía muy bien porque, mirando a Artie y hablando con él, me daba cuenta de que todo era un error.
Pero de pronto Artie se sentó en uno de los bancos de la estación. Parecía muy cansado. Me quedé de pie junto a él, y empecé a sentirme un poco inquieto.
Artie alzó la vista hacia mí. Vi en su cara una extraña expresión de lástima.
—No te preocupes —le dije—. Yo lo arreglaré todo.
Intentó sonreír.
—Merlin el Mago —dijo—. Será mejor que te pongas tu jodido sombrero mágico. Por lo menos siéntate, anda.
Encendió un cigarrillo. Pensé de nuevo que Artie fumaba mucho. Me senté a su lado. Oh, demonios, pensé. Mi pensamiento giraba vertiginosamente intentando dar con un medio de arreglar las cosas entre él y Pam. Pero estaba seguro de algo: no quería mentirle a ella ni que Artie le mintiera.
—No estoy engañando a Pam —dijo Artie—. Y eso es todo lo que quiero decirte.
Yo le creía, desde luego. Nunca me había mentido.
—Está bien —dije—. Pero tienes que decirle lo que pasa porque, si no, va a volverse loca. Me llamó al trabajo.
—Si se lo digo a Pam, tendré que decírtelo a ti —dijo Artie—. Y tú no quieres saberlo.
—Vamos, dímelo —dije—. ¿Qué demonios más da? Siempre me lo has contado todo. ¿Qué es lo que pasa?
Artie dejó caer el cigarrillo en el suelo de cemento del andén.
—De acuerdo —dijo.
Me puso una mano en el brazo y sentí de pronto una súbita sensación de amenaza. Cuando éramos niños y estábamos solos, siempre hacía aquello para consolarme.
—Déjame acabar. No me interrumpas —dijo.
—Está bien —dije yo. Sentía de pronto calor en la cara. No podía imaginar qué me iba a decir.
—Durante los últimos dos años he estado intentando encontrar a nuestra madre —dijo Artie—. Saber quién es, dónde está, qué somos. Hace un mes la encontré.
Me levanté. Aparté mi brazo del suyo. Artie se levantó e intentó calmarme.
—Es una borracha —dijo—. Se pinta los labios. Tiene muy buen aspecto, pero está absolutamente sola en el mundo. Quiere verte, dice que no pudo evitar…
Pero le interrumpí.
—No me digas más —dije—. No vuelvas a decirme nunca nada de este asunto. Tú haz lo que quieras, pero yo la veré en el infierno antes de verla viva.
—Bueno, vamos, vamos —dijo Artie.
Intentó cogerme del brazo otra vez, pero me aparté y enfilé hacia el coche. Artie me siguió. Entramos y conduje hasta la casa. Cuando llegamos, ya me había tranquilizado y pude darme cuenta de que Artie estaba nervioso, así que le dije:
—Será mejor que se lo cuentes a Pam.
—Lo haré —dijo Artie.
Paré frente a la entrada.
—¿Vienes a cenar? —preguntó Artie.
Estaba de pie junto a la ventanilla abierta, y de nuevo me apoyó la mano en el brazo.
—No —dije.
Le vi entrar en su casa, con el mayor de los niños, que aún estaba jugando en el césped cuando llegamos. Entonces me fui. Conduje lenta y cuidadosamente; había procurado acostumbrarme durante toda mi vida a ser más cuidadoso cuando la mayoría de la gente lo era menos. Cuando llegué a casa, me di cuenta por la cara de Vallie que sabía lo ocurrido. Los niños estaban en la cama, y ella me había puesto mi cena en la mesa de la cocina. Cuando estaba comiendo, me acarició la nuca y el cuello al pasar. Luego se sentó enfrente, a tomar café, esperando que yo empezase a hablar del asunto. De pronto, recordó algo:
—Pam quiere que la llames.
Llamé. Pam quería disculparse por haberme metido en aquel lío. Le dije que no era ningún lío, y le pregunté si se sentía mejor ahora que sabía la verdad. Rió entre dientes y dijo:
—Demonios, creo que hubiese preferido una amante.
Estaba contenta de nuevo. Y ahora nuestros papeles se habían invertido. Por la mañana de aquel día, había sentido lástima por ella. Ella era quien estaba en un terrible peligro y yo el que iba a rescatarla o a intentar ayudarla. Ahora ella parecía pensar que era injusto el que los papeles se hubiesen cambiado. Por eso quería disculparse. Le dije que no se preocupara.
Pam pasó a lo que quería decirme después:
—Merlyn, supongo que no dirás en serio lo de tu madre, lo de que no quieres verla.
—¿Me cree Artie? —le pregunté.
—Dice que lo ha sabido siempre —dijo Pam—. Que no te lo habría dicho antes de prepararte. Que yo fui la causa de que lo hiciera. Ahora me echa a mí la culpa de todo.
Me eché a reír.
—Mira —dije—, el día empezó mal para ti y ahora acaba mal para mí. Él es la parte ofendida. Mejor él que tú.
—Sí, claro —dijo Pam—. Mira, de veras que lo siento.
—No tiene nada que ver conmigo —dije.
Y Pam dijo que muy bien, que muchas gracias, y colgó.
Valerie estaba esperándome. Me miraba atentamente. Pam le había informado y puede que hubiese hablado incluso con Artie y éste le hubiese explicado cómo debía manejar las cosas. Por eso ella actuaba con precaución. Pero creo que no captaba realmente el asunto. Sin duda, ella y Pam eran buenas mujeres, pero no entendían. Sus padres habían puesto objeciones a que se casaran con huérfanos sin antecedentes rastreables. Yo imaginaba las historias horribles que debían contarse sobre casos similares. ¿Y si hubiese una enfermedad o locura hereditaria en nuestra familia? O sangre negra o sangre judía, o sangre protestante, en fin toda esa mierda. Pues bien, ahora aparecía una magnífica prueba cuando ya no hacía falta. Pensé que Pam y Valerie no debían sentirse demasiado felices con el romanticismo de Artie y su afán de dar con el eslabón perdido de una madre.
—¿Quieres que venga a casa para que vea a los niños? —preguntó Valerie.
—No —dije yo.
Parecía apesadumbrada y un poco temerosa. Me di cuenta que pensaba en la posibilidad de que sus hijos la rechazasen algún día.
—Es tu madre —dijo Valerie—. Ha tenido que ser muy desgraciada.
—¿Sabes lo que significa la palabra huérfano? —dije yo—. ¿La has buscado alguna vez en el diccionario? Significa un niño que ha perdido a sus padres por muerte. O la cría de un animal que ha sido abandonada o que ha perdido a su madre. ¿Cuál prefieres?
—De acuerdo —dijo Valerie.
Parecía horrorizada. Fue a ver a los niños y luego entró en nuestro dormitorio. La oí entrar en el baño y prepararse para irse a la cama. Me quedé hasta tarde leyendo y tomando notas, y cuando me acosté ella estaba profundamente dormida.
Todo terminó en un par de meses. Artie me llamó un día y me contó que su madre había desaparecido otra vez. Quedamos en vernos en la ciudad y cenar juntos para poder hablar a solas. Nunca podíamos hablar de aquello con nuestras esposas delante, como si nos diese demasiada vergüenza que ellas se enteraran. Artie parecía contento. Me dijo que ella había dejado una nota. Me explicó también que ella bebía muchísimo y que siempre quería ir a los bares a buscar hombres. Que era una buscona de mediana edad, pero que le agradaba. Había conseguido que dejara de beber, le había comprado ropa nueva, le había alquilado un apartamento muy bien amueblado, le había estado pasando una pensión. Ella le había contado cuanto le había sucedido. En realidad, no había sido culpa suya. Ahí le interrumpí. No quería oír más.
—¿Vas a buscarla otra vez? —le pregunté.
Artie esbozó su triste y dulce sonrisa.
—No —dijo—. Sabes, en realidad no hice más que molestarla. En el fondo no le agradaba tenerme al lado. Al principio, cuando la encontré, se dedicó a interpretar el papel que yo quería que interpretase, creo, por cierto sentimiento de culpabilidad, pensando quizás que de algún modo me ayudaba dejándome que me cuidara de ella. Pero creo que no le gustaba. Incluso se me insinuó una vez, creo, sólo por divertirse un poco —se echó a reír—. Yo quería que viniese a casa, pero no quiso. En realidad, da igual.
—¿Y cómo se tomó Pam todo el asunto? —pregunté.
Artie soltó una carcajada.
—Ay Dios mío, estaba celosa hasta de mi madre. Tendrías que haber visto qué cara de alegría puso cuando le dije que todo había terminado. Y he de confesarte algo, hermano, recibiste la noticia sin inmutarte.
—Porque de todos modos me importa un carajo —dije.
—Sí —dijo Artie—. Ya sé. Da igual. Además, no creo que te hubiese gustado ella.
Seis meses después, Artie tuvo un ataque al corazón. Fue un ataque de gravedad media, pero se pasó varias semanas en el hospital y luego un mes sin trabajar. Iba a verle todos los días al hospital, y él no hacía más que insistir en que había sido una especie de indigestión, en que se trataba de un caso indefinido. Yo bajé a la biblioteca y leí cuanto pude sobre ataques cardíacos. Descubrí que su reacción era corriente entre las víctimas de ataques cardíacos y que a veces tenían razón. Pero Pam estaba aterrada. Cuando Artie salió del hospital, le sometió a una dieta rigurosa, tiró todos los cigarrillos que había en casa y dejó de fumar para que Artie pudiese hacerlo también. A él le resultó duro, pero lo dejó. Y puede que el ataque le asustara porque a partir de entonces empezó a cuidarse más. Daba los largos paseos que le había recomendado el médico, comía moderadamente y ni siquiera tocaba el tabaco. Seis meses después, tenía mejor aspecto que nunca en su vida. Y Pam y yo dejamos de dirigirnos miradas asustadas siempre que él salía de la habitación.
—Ha dejado de fumar, gracias a Dios —decía Pam—. Fumaba tres paquetes al día. Ésa fue la causa.
Yo decía que sí, pero no lo creía. Siempre creí que la verdadera causa fueron aquellos dos meses que se pasó intentando recuperar a su madre.
Y en cuanto Artie se puso bien, empezaron los problemas para mí. Me quedé sin trabajo en la publicación literaria. No por culpa mía, sino porque echaron a Osano y tuvieron que echar también a su brazo derecho.
Osano había capeado todas las tormentas. Su desprecio por los círculos literarios más poderosos del país, la intelectualidad política, los fanáticos de la cultura, los liberales, los ecologistas, el movimiento de liberación de la mujer, los izquierdistas; sus escapadas sexuales, sus apuestas, su utilización del puesto que ocupaba para prestigiarse con vistas al Nobel. Más un libro de ensayo que publicó en defensa de la pornografía, no por su valor social redentor, sino como placer antielitista de los intelectualmente pobres. Por todo ello, a los editores les hubiese gustado echarle, pero la circulación del suplemento se había duplicado desde que él se hiciera cargo de la dirección.
Por entonces, yo ganaba bastante dinero. Escribía muchos artículos que firmaba Osano. Podía imitar perfectamente su estilo y él me adoctrinaba con una charla de quince minutos indicándome lo que pensaba sobre un tema particular, opiniones siempre brillantes y disparatadas. Me resultaba fácil escribir el artículo basándome en lo que él me explicaba. Luego, él llegaba, le daba unos toques magistrales y nos repartíamos el dinero. Y ese dinero, la mitad de lo que él cobraba, era el doble de lo que me pagaban a mí por un artículo.
Pero ni siquiera fue éste el motivo de que nos echaran. La causante fue Wendy, su ex mujer. Aunque quizá sea injusto decir esto, Osano nos liquidó; Wendy le dio el cuchillo.
Osano había pasado cuatro semanas en Hollywood y entre tanto yo había dirigido la publicación en su lugar. Él estaba completando una especie de acuerdo con la gente del cine, y durante las cuatro semanas utilizamos un correo para pasarle los artículos de crítica con el fin de que les diese el visto bueno antes de publicarlos. Cuando Osano volvió por fin a Nueva York, dio una fiesta a los amigos para celebrar su regreso y la gran cantidad de dinero que había ganado en Hollywood. La fiesta se hizo en su casa del East Side, que utilizaba su última mujer con sus tres hijos. Osano vivía en un pequeño apartamento-estudio del Village, todo lo que podía permitirse, que era demasiado pequeño para la fiesta.
Yo fui porque él insistió en que fuese. Valerie no fue. No le gustaba Osano ni le gustaban las fiestas fuera de su círculo familiar. Con el tiempo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. Nos excusábamos mutuamente las vidas sociales respectivas siempre que era posible. Mi motivo era que estaba demasiado ocupado trabajando en mi novela, mi trabajo fijo y las colaboraciones libres en las revistas. Su excusa era que tenía que cuidar de los niños y no confiaba en baby-sitters. Ambos estábamos satisfechos del acuerdo. Para ella era más fácil que para mí, puesto que yo no tenía ninguna vida social, salvo mi hermano Artie y la oficina.
En fin, la fiesta de Osano fue uno de los grandes acontecimientos del mundo literario de Nueva York. Acudió la gente más destacada de New York Times Books Review, los críticos de casi todas las revistas y novelistas con los que Osano aún tenía amistad. Yo estaba sentado en un rincón hablando con la última ex mujer de Osano cuando vi entrar a Wendy y pensé: demonios, problemas. Sabía que no estaba invitada.
Osano la localizó a la vez que yo y se dirigió hacia ella con aquellos andares suyos peculiares que había adoptado los últimos meses. Estaba un poco borracho, y temí que pudiese perder el control y montar un número o hacer una locura, así que me levanté y me uní a ellos. Llegué justo a tiempo de oír a Osano saludarla.
—¿Qué coño quieres tú? —dijo.
Osano podía ser terrible cuando se enfadaba, pero por lo que me había contado de Wendy sabía que era la única persona que disfrutaba sacándole de quicio. Sin embargo, la reacción de Wendy me sorprendió.
Wendy llevaba vaqueros, jersey y un pañuelo a la cabeza. Esto daba a su carita oscura un aire de Medea. Su pelo negro escapaba del pañuelo como una masa de negras serpientes.
Miró a Osano con una calma mortífera que respiraba malévolo triunfalismo. Estaba comida por el odio. Contempló pausadamente a su alrededor como si bebiese aquello de lo que ahora ya no podía pretender formar parte, el resplandeciente mundo literario de Osano, del que éste la había expulsado materialmente. Y miraba satisfecha a su alrededor. Luego le dijo a Osano:
—Tengo que decirte algo muy importante.
Osano dejó su whisky. Le hizo una desagradable mueca.
—Venga, suéltalo y lárgate a tomar por el culo.
—Son malas noticias —dijo Wendy muy seria.
Osano soltó una sonora y sincera carcajada. Le hacía gracia realmente.
—Tú siempre eres una mala noticia —dijo, y se echó a reír otra vez.
Wendy le miró con tranquila satisfacción.
—Tengo que decírtelo en privado.
—Oh, mierda —dijo Osano.
Pero conocía a Wendy. A ella le encantaría montar una escena. Así que la llevó a su estudio. Más tarde pensé que no se la llevó a uno de los dormitorios porque en el fondo tenía miedo a intentar tirársela, pues en ese sentido ella aún le tenía enganchado, en cierto modo. Y Osano sabía perfectamente lo que disfrutaría Wendy rechazándole. De todos modos, fue un error llevarla al estudio. Era la habitación preferida de Osano, y aún se la conservaba como lugar de trabajo. Tenía un gran ventanal por el que le gustaba mirar mientras escribía, y contemplar lo que pasaba abajo en la calle.
Me quedé esperando al pie de las escaleras. En realidad no sabía por qué, pero tenía la sensación de que Osano iba a necesitar ayuda. Por eso fui el primero en oír el grito de terror de Wendy y el primero que reaccionó ante aquel grito. Subí corriendo las escaleras y abrí de una patada la puerta del estudio.
Llegué a tiempo justo de ver a Osano coger a Wendy. Ella braceaba, intentando eludirle. Sus manos huesudas estaban crispadas como garras e intentaba arañarle la cara. Estaba aterrada, pero disfrutando al mismo tiempo. Me di cuenta de ello. Osano tenía dos largos arañazos en la mejilla derecha y sangraba. Antes de que pudiese pararle, pegó a Wendy en la cara de modo que ella se tambaleó y cayó hacia él. Con un movimiento terriblemente rápido, Osano la cogió como si fuese una muñeca que no pesase nada y la lanzó contra el ventanal con tremenda fuerza. El cristal se hizo pedazos y Wendy cayó a la calle.
No sé si me horrorizó más la visión del pequeño cuerpo de Wendy atravesando el cristal o la expresión de furia demente de Osano. Salí corriendo al salón y grité:
—Llamad a una ambulancia.
Luego cogí un abrigo del recibidor y corrí a la calle. Wendy estaba tirada en la acera como un insecto con las piernas rotas. Cuando salía de la casa, ella intentaba incorporarse apoyada en manos y piernas, pero sólo consiguió ponerse de rodillas. Se quedó así, como una araña que intentase caminar, y luego cayó otra vez.
Me arrodillé junto a ella y la cubrí con el abrigo. Me quité la chaqueta y se la coloqué doblada bajo la cabeza. Tenía dolores, pero no sangraba por la boca ni por los oídos, ni tenía esa especie de película mortecina en los ojos que mucho tiempo atrás, durante la guerra, yo identificaba como una clara señal de peligro. Su cara parecía al fin tranquila y en paz consigo misma. Le tomé una mano y estaba caliente; abrió los ojos.
—No tienes nada —dije—. Ahora vendrá la ambulancia. No hay problema.
Abrió los ojos y me sonrió. Estaba muy guapa, y por primera vez comprendí que Osano estuviese fascinado por ella. Tenía dolores pero sonreía:
—Esta vez está listo ese hijoputa —dijo.
En el hospital descubrieron que tenía roto un dedo del pie y fractura de clavícula. Su estado le permitió explicar lo que había pasado, y la policía fue a por Osano y se lo llevó. Llamé a su abogado. Éste me dijo que no dijese una palabra y que él lo arreglaría. Conocía a Osano y a Wendy desde hacía mucho y lo comprendió todo antes que yo. Me dijo que me quedase donde estaba hasta tener noticias suyas.
La fiesta, claro está, se deshizo cuando los policías interrogaron a algunas personas, entre ellas a mí.
Dije que sólo había visto a Wendy caer por la ventana. No, no había visto a Osano junto a ella, les dije. Y dejaron las cosas así. La ex esposa de Osano me sirvió de beber y se sentó junto a mí en el sofá. Tenía una sonrisilla extraña en el rostro.
—Siempre supe que pasaría esto —dijo.
El abogado tardó casi tres horas en llamarme. Dijo que había sacado a Osano bajo fianza, pero que sería aconsejable que alguien estuviese con él un par de días. Osano se iría a su apartamento-estudio del Village. ¿Querría yo hacerle compañía e impedir que hablase con la prensa? Le dije que sí. Entonces el abogado me informó. Osano había declarado que Wendy le había atacado y que él la había empujado para apartarla de sí y que entonces ella había perdido el equilibrio y había caído por la ventana. Ésta fue la versión que se comunicó a la prensa. El abogado estaba seguro de que podría conseguir que Wendy, por su propio interés, confirmase esta versión. Si Osano iba a la cárcel, perdería dinero en la pensión del divorcio y en la de los niños. Si se impedía que Osano dijese algo escandaloso, todo se arreglaría en un par de días. Osano tardaría una hora en llegar a su apartamento, el propio abogado le acompañaría.
Salí pues de aquella casa y llegué en taxi al Village. Esperé en la entrada del edificio de apartamentos a que llegase el coche con chófer del abogado. Salió de él Osano.
Tenía un aspecto espantoso. Los ojos desorbitados, la piel de un blanco mortecino. Pasó delante de mí y entré con él en el ascensor. Sacó las llaves, pero le temblaban las manos y tuve que abrir yo por él.
En cuanto entramos en su pequeño estudio, Osano se tumbó en el sofá. Aún no me había dicho una palabra. Se quedó allí tumbado, cubriéndose la cara con las manos, por el agotamiento, no por la desesperación. Contemplé el estudio y pensé: aquí está Osano, uno de los escritores más famosos del mundo, y vive en este agujero. Pero luego recordé que pocas veces vivía allí. En realidad, vivía en su casa de los Hamptons o en Provincetown. O con una de las ricas divorciadas con las que tenía un ligue durante unos meses.
Me senté en un polvoriento sillón y desplacé con el pie una pila de libros al rincón.
—Les dije a los polis que no había visto nada —expliqué a Osano.
Osano se incorporó. Se quitó las manos de la cara. Desconcertado, pude ver que sonreía.
—Dios mío, ¿verdad que te gustó verla volar así por el aire? Siempre dije que era una bruja. No la tiré con tanta fuerza. Volaba por su propia voluntad.
Le miré fijamente.
—Creo que estás perdiendo el juicio —le dije—. Sería mejor que te viera un médico.
Mi tono era frío. No podía olvidar a Wendy tirada en la calle.
—Qué coño. Se pondrá bien enseguida —dijo Osano—. Y no preguntes por qué. ¿O te crees que me dedico a tirar a todas mis ex esposas por la ventana?
—Eso no tiene excusa —dije.
Osano rió entre dientes.
—Cómo se ve que no conoces a Wendy. Apuesto veinte pavos a que cuando te lo cuente me dices que tú habrías hecho lo mismo.
—Apostado —dije.
Entré en el baño, mojé un paño y se lo pasé. Se enjuagó cara y cuello y suspiró con placer al sentir el frescor del agua.
Luego se acomodó en el sofá.
—Me recordó que me había escrito cartas, los dos últimos meses, pidiéndome dinero para nuestro hijo. Por supuesto, no le mandé dinero porque se lo gastaría en cosas para ella. Entonces me dijo que no había querido molestarme mientras estaba ocupado en Hollywood, pero que nuestro hijo más pequeño había enfermado de meningitis y, como no tenía bastante dinero, le había ingresado en la sección de beneficencia del hospital municipal, Bellevue, nada menos. ¿Te das cuenta, la muy zorra? No me ha querido comunicar que estaba enfermo porque pensaba montarme después todo este número, echarme toda la culpa a mí.
Yo sabía cuánto quería Osano a todos sus hijos, los de todas sus mujeres. Esta capacidad suya para el amor me sorprendía. Siempre les mandaba regalos en los cumpleaños y siempre pasaban los veranos con él. E iba a verlos esporádicamente para llevarles al cine o a cenar o a ver un partido. Y me sorprendía también el que no estuviese preocupado por el niño enfermo. Se dio cuenta de lo que yo pensaba, pues dijo:
—El niño sólo tenía fiebre muy alta, una infección respiratoria. Mientras tú ayudabas tan galantemente a Wendy, antes de que llegara la policía, llamé al hospital. Me dijeron que no me preocupara. Llamé a mi médico y se llevó al niño a una clínica particular. Así que todo está resuelto.
—¿Quieres que me quede contigo aquí? —pregunté.
Osano movió la cabeza.
—Tengo que ver a mi hijo y ocuparme de los otros ahora que su madre no está con ellos. Aunque ella saldrá del hospital mañana, la muy zorra.
Antes de irme, le pregunté a Osano:
—Cuando la tiraste por la ventana, ¿recordaste que sólo había dos pisos hasta la calle?
Me sonrió de nuevo.
—Claro —dijo—. Y además, en ningún momento pensé que caería por la ventana. Te digo que es una bruja.
Todos los periódicos de Nueva York dieron la noticia al día siguiente en primera página. Osano aún era lo bastante famoso para que le trataran así. Al final, no fue a la cárcel porque Wendy retiró las acusaciones. Dijo que quizás hubiese tropezado y se hubiese caído por la ventana. Pero eso fue al día siguiente y el daño ya estaba hecho. En el trabajo hicieron dimitir a Osano y yo tuve que dimitir con él. Un columnista, que quería hacerse el gracioso, dijo que si Osano ganaba el premio Nobel, sería el primer premio Nobel que había tirado a su mujer por la ventana. Pero lo cierto era que todo el mundo sabía que aquella pequeña comedia ponía fin a cualquier esperanza de Osano en ese sentido. No podían conceder el respetable Nobel a un personaje sórdido como Osano. Y Osano no ayudó a arreglar las cosas, porque poco después escribió un artículo satírico sobre los diez mejores modos de asesinar a una esposa.
Pero en aquel momento, los dos nos enfrentamos a un problema. Yo tenía que ganarme la vida trabajando por mi cuenta, sin un sueldo fijo. Osano tenía que esconderse en algún sitio donde la prensa no le acosara. Yo pude resolver el problema de Osano. Llamé a Cully a Las Vegas, le expliqué lo que había pasado y le pregunté si podía tener a Osano en el Hotel Xanadú un par de semanas. Sabía que nadie iría a buscarle allí. Y Osano aceptó. Nunca había estado en Las Vegas.