35
Lo de ir a Japón me pareció una idea estupenda. De todos modos, tenía que estar en Los Ángeles a la semana siguiente para trabajar en la película, así que allí estaría a medio camino. Y estaba peleándome tanto con Janelle que quería descansar un poco de ella. Sabía que se tomaría mi marcha a Japón como un insulto personal, y eso me complacía.
Vallie me preguntó cuánto tiempo estaría en Japón, y le dije que más o menos una semana. A ella no le importaba que fuese; nunca le importaba nada. De hecho, siempre se sentía feliz al verme marchar, y yo estaba demasiado inquieto en casa, le destrozaba los nervios. Ella pasaba mucho tiempo visitando a sus padres y a otros miembros de su familia, y se llevaba a los niños con ella.
Cuando llegué a Las Vegas, Cully estaba esperándome con el Rolls Royce en la pista misma, así que ni siquiera tuve que ir andando hasta los edificios del aeropuerto. Esto disparó algún timbre de alarma en mi cabeza.
Mucho tiempo atrás, Cully me había explicado por qué esperaba a veces a algunas personas dentro mismo del campo de aterrizaje. Lo hacía para eludir las cámaras ocultas con las que el FBI controlaba a los pasajeros.
Donde convergían todos los pasillos, en la sala de espera central del aeropuerto, había un inmenso reloj. Detrás del reloj, en cabinas especiales construidas para este fin, había cámaras cinematográficas que registraban los grupos de ansiosos jugadores que llegaban de todo el mundo a Las Vegas. De noche, el equipo de servicio del FBI repasaba la cinta y la cotejaba con su lista de personas buscadas. Ladrones de banco, estafadores, falsificadores de moneda, raptores y extorsionistas se quedaban asombrados al verse atrapados antes de tener posibilidad de jugarse sus ganancias mal habidas.
Cuando le pregunté a Cully cómo sabía esto, me dijo que tenía a un antiguo agente de alto nivel del FBI trabajando como jefe de seguridad en el hotel. Así de simple.
También me di cuenta de que Cully había conducido él mismo el Rolls. No traía chófer. Condujo el coche hasta la zona de equipajes y allí nos quedamos sentados mientras esperábamos a que sacasen mis cosas. Entonces, Cully me informó.
Primero me advirtió que no dijese a Gronevelt que íbamos a ir a Japón a la mañana siguiente. Luego me habló de nuestra misión, los dos millones de dólares en yens que tendríamos que sacar ilegalmente del Japón, y de los peligros que corríamos.
—Mira —dijo con toda sinceridad—, no creo que haya ningún peligro, pero quizás tú no pienses lo mismo. Si no quisieras ir, lo entendería.
Pero él sabía que yo no tenía ninguna posibilidad de rechazarle. Le debía el favor. En realidad, le debía dos favores. Le debía el no estar en la cárcel, y le debía el haberme entregado de nuevo mis treinta mil dólares cuando terminaron los problemas. Me los había dado en metálico, en billetes de veinte dólares, y yo había metido el dinero en cuentas de ahorro de Las Vegas. La coartada sería que lo había ganado jugando, y Cully y su gente estaban dispuestos a cubrirme. Pero nunca llegó a darse el caso. Todo el escándalo del ejército de la reserva murió.
—Siempre quise ir a Japón —dije—. No me importa ser tu guardaespaldas, ¿tengo que llevar revólver?
—¿Quieres que nos maten? —dijo Cully horrorizado—. Si quisieran quitarnos el dinero, tendríamos que dejarles. Nuestra protección es el secreto y la rapidez de movimientos. Lo tengo todo pensado.
—¿Entonces para qué me necesitas? —le pregunté. Sentía curiosidad y cierta inquietud. No tenía sentido.
Cully suspiró.
—El viaje a Japón es muy largo —dijo Cully—. Necesito compañía. Podemos jugar en el avión, y andar por Tokio y divertirnos un poco. Además, tú eres un gran tipo, y si se nos acerca algún raterillo aficionado puedes asustarle.
—De acuerdo —dije. Pero no me convencía del todo el asunto.
Aquella noche cenamos con Gronevelt. No tenía buen aspecto. Pero estuvo muy simpático, contando historias de sus primeros tiempos en Las Vegas. Cómo había hecho su fortuna en dólares libres de impuestos antes de que el gobierno federal enviase un ejército de espías y contables a Nevada.
—Hay que hacerse rico en la oscuridad —dijo Gronevelt. Era su constante obsesión, algo parecido al premio Nobel de Osano.
—En este país todo el mundo tiene que hacerse rico en la oscuridad —insistió—. Hay miles de pequeños negocios y tiendas que se dedican a evadir dinero, y luego las grandes empresas que crean una llanura legal de oscuridad.
Pero en ningún sitio había tantas oportunidades como en Las Vegas. Gronevelt sacudió el habano y dijo con satisfacción:
—Ésa es la fuerza de Las Vegas. Aquí puedes hacerte rico en la oscuridad mejor que en ningún sitio. Ahí está su fuerza.
—Merlyn se queda sólo por esta noche —dijo Cully—. Creo que iré a Los Ángeles mañana con él a comprar antigüedades. Y de paso puedo ver a esa gente de Hollywood que nos debe dinero.
Gronevelt dio una larga chupada al habano.
—Buena idea —dijo—. Estoy quedándome sin regalos. ¿Sabes cómo se me ocurrió esa idea de hacer regalos? Pues lo leí en un libro sobre juego que se publicó en 1870. La cultura es una gran cosa.
Se levantó con un suspiro; la señal para que nos fuéramos. Veíamos el Strip desde allí, con sus millones de luces rojas y verdes, y a lo lejos las oscuras montañas del desierto.
—Él sabe que vamos —dije a Cully.
—Si lo sabe, que lo sepa —dijo Cully—. Nos veremos para desayunar a las ocho. Hay que salir temprano.
A la mañana siguiente volamos de Las Vegas a San Francisco. Cully llevaba una cartera de magnífico cuero marrón, con los cantos de metal mate. Tenía también tiras metálicas. El cierre era sólido y pesado. Tenía un aspecto formidable.
—No se abrirá —dijo Cully—. Y nos será siempre fácil localizarla entre las otras maletas.
Yo jamás había visto una maleta como aquélla, y se lo dije:
—Es antigua; la encontré en Los Ángeles —me dijo Cully muy satisfecho.
Subimos en el avión de las líneas aéreas japonesas, con sólo quince minutos de tiempo. Cully lo había programado todo muy justo deliberadamente. En el largo viaje jugamos al gin; cuando aterrizamos en Tokio le había ganado seis mil dólares. Pero parecía no importarle. Se limitó a darme una palmada en la espalda y a decirme:
—Ya ganaré yo en el viaje de vuelta.
Fuimos en un taxi a nuestro hotel de Tokio. Yo estaba deseando ver la fabulosa ciudad del lejano oriente. Pero aquello era un Nueva York más mísero y más contaminado. Parecía también un Nueva York a escala más pequeña, con gente más pequeña, edificios más bajos, el oscuro horizonte era como una versión en miniatura del familiar y sobrecogedor horizonte neoyorkino. Cuando llegamos al centro de la ciudad, vi que algunos hombres llevaban máscaras blancas de gasa quirúrgica. Tenían un aire extraño. Cully me dijo que los japoneses de los centros urbanos llevaban esas máscaras para protegerse de las infecciones pulmonares provocadas por la atmósfera muy contaminada.
Pasamos ante edificios y tiendas que parecían de madera, como decorados de película, y mezclados con ellos había modernos rascacielos y edificios de oficinas. Las calles estaban llenas de gente, la mayoría con ropa occidental; algunos, principalmente mujeres, con diversos tipos de kimonos. Era una mezcla desconcertante de estilos.
El hotel fue decepcionante. Era moderno y norteamericano. El inmenso vestíbulo tenía una alfombra color chocolate y grandes sillones de cuero negro. En la mayoría de estos sillones había pequeños japoneses que vestían trajes negros como los de los hombres de negocios norteamericanos y que llevaban carteras. Podría haber sido el Hilton de Nueva York.
—¿Esto es oriente? —dije a Cully.
Cully movió la cabeza impaciente.
—Esta noche tenemos que dormir bien. Mañana haré mi negocio y por la noche te enseñaré cómo es de verdad Tokio. Lo pasarás muy bien, no te preocupes.
Tomamos una suite de dos dormitorios. Deshicimos las maletas y me di cuenta de que Cully llevaba muy poca cosa en su monstruo de cuero y metal. Los dos estábamos cansados del viaje y, aunque sólo eran las seis, hora de Tokio, nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente, sentí llamar a la puerta de mi dormitorio.
—Vamos —dijo Cully—. Es hora de levantarse.
Amanecía en aquel momento.
Pidió desde la habitación el desayuno, que me decepcionó. Empecé a hacerme a la idea de que no iba a ver gran cosa del Japón. Nos dieron huevos con tocino, café y zumo de naranja e incluso unos bollos ingleses. Lo único oriental eran unos pasteles. Los pasteles eran inmensos y el doble de gruesos de lo que debían ser. Parecían más bien inmensas planchas de pan, y tenían un color amarillo rancio muy raro. Probé uno y juro que sabía como a pescado.
—¿Qué demonios es esto? —le dije a Cully.
—Son pasteles, pero hechos con aceite de pescado —dijo.
—Paso —dije yo, y empujé el plato hacia él.
Cully los terminó con verdadero gusto.
—Lo único que hay que hacer es acostumbrarse a ellos —dijo.
Mientras tomábamos café, le pregunté:
—¿Cuál es el programa?
—Hace un día maravilloso —dijo Cully—. Daremos un paseo y te lo explicaré.
Me di cuenta de que no quería hablar en la habitación. Temía que pudiese estar controlada.
Salimos del hotel. Aún era muy temprano. Acababa de salir el sol. Doblamos una esquina, entramos por una calle lateral, y, de pronto, me vi en oriente. Por todas partes había casas pequeñas, y a lo largo de la acera se extendían enormes montones de basura de color verde que formaban una pared.
En las calles había poca gente. Pasó a nuestro lado un hombre en bicicleta, con su kimono negro flotando detrás. Aparecieron de pronto ante nosotros dos tipos musculosos con pantalones y camisas caqui y máscaras de gasa. Tuve un pequeño sobresalto y Cully se echó a reír mientras los dos hombres doblaban por otra calle lateral.
—Demonios —dije—, esas máscaras son tan raras.
—Ya te acostumbrarás a ellas —dijo Cully—. Ahora escucha atentamente. Quiero que sepas todo lo que va a pasar, para que no cometas ningún error.
Mientras seguíamos caminando a lo largo del muro de basura gris verdosa, Cully me explicó que iba a sacar de contrabando dos millones de dólares en yens japoneses y que el gobierno tenía normas muy estrictas sobre la exportación de la moneda nacional.
—Si me cazan, voy a la cárcel —dijo Cully—. A menos que Fummiro pueda resolverlo. O a menos que Fummiro vaya a la cárcel conmigo.
—¿Y yo? —dije—. Si te cogen a ti, ¿no me cogerán a mí?
—Tú eres un escritor famoso —dijo Cully—. Los japoneses sienten un gran respeto por la cultura. Se limitarán a echarte del país. Tú mantén la boca cerrada.
—Así que estoy aquí sólo para divertirme —dije. Sabía que era mentira y quería que él se diera cuenta de que lo sabía.
Luego se me ocurrió otra cosa:
—¿Cómo demonios vamos a pasar la aduana norteamericana? —dije.
—No lo haremos —dijo Cully—. El dinero lo soltaremos en Hong Kong. Es puerto franco. Los únicos que tienen que pasar por aduana son los que viajan con pasaportes de Hong Kong.
—Demonios —dije—. Ahora me dices que vamos a Hong Kong. ¿Y adónde iremos después, al Tíbet?
—Vamos, seriedad —dijo Cully—. No te asustes. Hice esto hace un año con un poco de dinero, sólo para probar.
—Proporcióname un revólver —dije—. Tengo mujer y tres hijos, cabrón, dame una oportunidad para poder luchar.
Pero lo decía en broma. Cully me tenía bien cogido.
Sin embargo, Cully no comprendió que yo bromeaba.
—No puedes llevar un arma —dijo—. Todas las líneas aéreas japonesas tienen un sistema electrónico de seguridad para controlar a los pasajeros y al equipaje de mano. Y la mayoría hacen pasar el equipaje que les entregas por rayos X.
Hizo una pequeña pausa y luego añadió:
—La única empresa que no pasa el equipaje por rayos X es Zathay. Así que si me pasa algo, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Ya me imagino solo en Hong Kong con dos millones —dije—. Tendría a otros tantos hombres persiguiéndome.
—No te preocupes —dijo suavemente Cully—. Nada pasará. Será una fiesta.
Me eché a reír, pero también estaba preocupado.
—En caso de que pase algo —dije—, ¿qué tengo que hacer en Hong Kong?
—Ir al Banco Futaba —dijo Cully— y preguntar por el vicepresidente. Él cogerá el dinero y lo cambiará por dólares de Hong Kong. Te dará un recibo y quizás te cobre veinte grandes. Luego convertirá los dólares de Hong Kong en dólares norteamericanos y te cargará otros cincuenta mil. Los dólares norteamericanos se enviarán a Suiza y te darán otro recibo. Al cabo de una semana, el Hotel Xanadú recibirá un giro del banco suizo por dos millones, menos lo que cobre el banco de Hong Kong. ¿Te das cuenta de lo fácil que es?
Pensé en el asunto mientras regresábamos al hotel. Por último, volví a mi pregunta original.
—¿Y para qué demonios me necesitas a mí?
—No me hagas más preguntas, haz exactamente lo que te digo —dijo Cully—. Me debes un favor, ¿no?
—Sí —dije. Y no hice más preguntas.
Cuando volvimos al hotel, Cully hizo algunas llamadas telefónicas, hablando en japonés, y luego me dijo que se iba.
—Volveré sobre las cinco —dijo—. Pero puede que me retrase un poco. Espérame aquí en la habitación. Si no he vuelto por la noche, coge por la mañana el avión de vuelta, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije.
Intenté leer en el dormitorio de la suite y luego creí oír ruidos en el salón, así que fui a leer allí. Pedí que me subieran la comida y cuando acabé de comer llamé a los Estados Unidos. Sólo tardaron cinco minutos en ponerme, lo cual me sorprendió. Creí que llevaría lo menos una hora.
Vallie cogió inmediatamente el teléfono, y noté por su tono que estaba encantada de que la hubiese llamado.
—¿Cómo es el misterioso oriente? —preguntó—. ¿Estás pasándolo bien? ¿Has ido ya a una casa de geishas?
—Aún no —dije—. Hasta ahora no hemos visto más que la basura de Tokio por la mañana. Y llevo desde entonces esperando a Cully. Está fuera por cuestión de negocios. Al menos, he conseguido ganarle seis grandes jugando al gin.
—Estupendo —dijo Valerie—. Puedes comprarnos a mí y a los niños algunos de esos fabulosos kimonos. Ah, por cierto, ayer te llamó un hombre que dijo que era amigo tuyo de Las Vegas. Dijo que esperaba verte allí. Le dije que estabas en Tokio.
Se me encogió el corazón. Luego dije, con tono indiferente:
—¿Dio su nombre?
—No —dijo Valerie—. No te olvides de nuestros regalos.
—No me olvidaré —dije yo.
Pasé el resto de la tarde preocupado. Llamé a las líneas aéreas pidiendo reserva de billete para volver a Estados Unidos a la mañana siguiente. De pronto, no estaba seguro de que Cully volviese. Comprobé en su dormitorio. La gran maleta había desaparecido.
Empezaba a oscurecer cuando entró Cully en la suite. Se frotó las manos, contento y feliz.
—Todo listo —dijo—. No hay que preocuparse. Esta noche nos divertiremos y mañana levantaremos el vuelo. Pasado mañana en Hong Kong.
—Llamé a mi mujer —dije—. Tuvimos una breve charla. Me dijo que había llamado un tipo de Las Vegas y había preguntado por mí. Ella le dijo que yo estaba en Tokio.
Esto le enfrió. Se quedó pensativo. Luego se encogió de hombros.
—¡Debió ser Gronevelt! —dijo Cully—. Es muy propio de él. Quería comprobar si su suposición era correcta. Es el único que tiene tu número de teléfono.
—¿Confías en Gronevelt en un asunto como éste? —le pregunté, e inmediatamente me di cuenta de que me había sobrepasado.
—¿Qué demonios quieres decir? —dijo Cully—. Ese hombre ha sido como un padre para mí durante todos estos años. Él fue quien me hizo. Demonios, confiaría en él más que en nadie. Más que en ti, incluso.
—Bien, bien —dije—. Entonces, ¿por qué no le dijiste cuándo venías? ¿Por qué le contaste ese cuento de que íbamos a Los Ángeles a comprar antigüedades?
—Fue él quien me enseñó a operar así —dijo Cully—. Jamás le digas a nadie algo que no tenga que saber. Se sentirá orgulloso de mí por eso, aunque lo descubra. Hice las cosas como es debido.
Luego pareció tranquilizarse.
—Vamos —dijo—. Vístete. Esta noche vas a pasarlo como nunca en tu vida.
Por alguna razón, eso me recordó a Eli Hemsi.
Como todo el que ha visto películas sobre el oriente, yo había fantaseado con una noche en una casa de geishas. Mujeres hermosas e inteligentes consagradas a procurarme placer. Cuando Cully me dijo que iríamos con unas geishas, yo esperaba que me llevase a una de esas casas de alegre decorado y extrañas esquinas que había visto en las películas. Me quedé muy sorprendido, por tanto, cuando el chófer paró frente a un pequeño restaurante con fachada sobre una de las calles principales de Tokio. Parecía un restaurante chino de la parte baja de Manhattan. Pero un empleado nos guió a través del atestado local hasta una puerta que llevaba a un comedor privado. La estancia estaba lujosamente amueblada, a estilo japonés. Había farolillos de colores colgando del techo; una larga mesa que se elevaba sólo unos tres centímetros del suelo, decorada con platos exquisitamente coloreados, pequeñas copas, palillos de marfil. Había cuatro japoneses, los cuatro varones, que vestían kimonos. Uno de ellos era el señor Fummiro. Él y Cully se dieron la mano. Los otros se inclinaron. Cully me los presentó a todos. Yo había visto a Fummiro jugando en Las Vegas, pero nunca nos habían presentado. Luego entraron seis geishas, corriendo, con pasitos cortos. Estaban maravillosamente vestidas, con gruesos kimonos de brocado que llevaban bordadas flores de vivísimos colores. Tenían la cara maquillada con un polvo blanco. Se sentaron en cojines alrededor de la mesa, uno para cada una.
Siguiendo el ejemplo de Cully, me senté en uno de los cojines que había alrededor de la mesa. Las mujeres que servían trajeron unas bandejas inmensas de pescado y verdura. Cada geisha alimentaba al varón que tenía asignado. Usaban los palillos de marfil, cogiendo trozos de pescado y pequeños fragmentos de verdura. Nos limpiaban la boca y la cara con incontables servilletitas que eran como paños de cocina. Estaban húmedas y perfumadas.
Mi geisha se había colocado muy cerca de mí; apoyaba su cuerpo en el mío y, con una sonrisa encantadora y simpáticos gestos, me dio de comer y beber. Seguía llenando mi copa con una especie de vino, el famoso sake, supuse. El vino tenía muy buen gusto, pero la comida sabía demasiado a pescado, hasta que nos trajeron platos de carne de buey, cortada en cuadraditos y empapada en una salsa deliciosa.
Al verla de cerca, me di cuenta de que mi encantadora geisha debía tener por lo menos cuarenta años. Aunque apretaba su cuerpo contra el mío, sólo podía sentir el grueso brocado de su kimono; estaba amortajada como una momia egipcia.
Después de cenar, las chicas fueron haciendo turnos para entretenernos. Una tocó un instrumento musical parecido a una flauta. Yo había bebido ya tanto vino que aquella extraña música me sonaba como una gaita. Otra chica recitó lo que debía de ser un poema. Todos los hombres aplaudieron. Luego se levantó mi geisha. La animé. Se puso a dar unas sorprendentes volteretas.
De hecho, me asustó muchísimo saltando por encima de mi cabeza. Luego hizo igual con Fummiro, pero él la cogió en pleno vuelo e intentó darle un beso o algo parecido a un beso. Yo estaba demasiado borracho para ver claramente las cosas. Ella le eludió y le dio una leve palmada en la mejilla como reproche y ambos rieron alegremente.
Luego las geishas organizaron a los hombres en equipos. Comprendí con asombro que era un juego que se hacía con una naranja sobre un palo; tenías que morder la naranja con las manos a la espalda. Cuando lo hacías, una geisha intentaba hacer lo mismo por el otro lado. Como la naranja se movía entre los dos, las dos caras se rozaban en una caricia que hacía reír a las geishas.
Cully, que estaba detrás de mí, dijo en voz baja:
—Vaya, pues, la próxima vez jugaremos a hacer rodar la botella.
Pero sonreía efusivamente a Fummiro, que parecía estar pasándolo muy bien, gritándoles a las chicas en japonés e intentando agarrarlas. Había otro juego con palos y bolas, y yo estaba tan borracho que me divertía tanto como Fummiro. En determinado momento, caí en un montón de cojines y mi geisha me cogió la cara en el regazo y me la enjugó con una servilletita muy perfumada.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el coche con Cully y el chófer. Recorríamos calles oscuras, y luego el coche se detuvo frente a una gran mansión de la zona residencial. Cully indicó la verja y la puerta se abrió mágicamente. Vi entonces que estábamos en una verdadera casa oriental. La habitación no tenía más muebles que colchonetas de dormir. Las paredes eran realmente puertas correderas de madera fina. Caí en una de las colchonetas. Sólo quería dormir. Cully se arrodilló a mi lado.
—Pasaremos la noche aquí —murmuró—. Ya te despertaré por la mañana. Quédate aquí y duerme. Yo me ocuparé de todo.
Pude ver tras él el rostro sonriente de Fummiro. Me di cuenta de que Fummiro ya no estaba borracho y eso hizo sonar un timbre de alarma en mi mente. Intenté incorporarme en la colchoneta, pero Cully me obligó a echarme de nuevo. Y luego oí decir a Fummiro:
—Su amigo necesita compañía.
Me hundí en la colchoneta. Estaba demasiado cansado. Todo me daba igual. Me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo dormí. Me despertó el ligero silbido de unas puertas correderas. A la luz difusa de los farolillos, vi a dos jóvenes japonesas con kimonos en tonos azul claro y amarillo que cruzaban la puerta. Llevaban una bañerita de madera llena de agua humeante. Me desvistieron y me lavaron de pies a cabeza, frotando mi cuerpo con sus dedos, masajeando todos los músculos. Mientras lo hacían tuve una erección; ellas se rieron y una me dio una palmadita. Luego, recogieron la bañera y desaparecieron.
Estaba lo bastante despierto para preguntarme dónde demonios estaría Cully, pero no lo bastante sobrio como para levantarme y buscarle. Daba igual. La pared se abrió de nuevo al correrse las puertas. Esta vez era una sola chica, nueva, y con sólo mirarla comprendí cuál sería su función.
Vestía un kimono verde, largo y flotante, que ocultaba su cuerpo. Pero era muy guapa de cara y además el exótico maquillaje realzaba aún más sus encantos. Su lindo pelo negro azabache se amontonaba en un moño en la parte superior de la cabeza, coronado con una brillante peineta que parecía hecha con piedras preciosas. Se acercó a mí y, antes de arrodillarse, pude ver que estaba descalza y que sus pies eran pequeños y muy bien formados. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro.
Las luces parecieron hacerse más difusas, y de pronto vi que estaba desnuda. Su cuerpo era de un blanco puro y lechoso, los pechos pequeños y plenos y los pezones de un rosa asombrosamente claro, como si estuviesen pintados. Se inclinó, se sacó la peineta del pelo y sacudió la cabeza. Cayeron largas guedejas negras que cubrieron su cuerpo; entonces empezó a besarme y a lamerme la piel, meneando la cabeza con pequeñas sacudidas, haciendo que el espeso y sedoso pelo negro me azotase los muslos. Me eché de espaldas. Tenía cálida la boca, áspera la lengua. Cuando intenté moverme, me empujó para que me estuviese quieto. Cuando terminó, se tendió a mi lado y apoyó mi cabeza en su pecho. Luego, durante la noche, desperté e hice el amor con ella. Cruzó las piernas detrás de mí y empujó con ferocidad, como si fuese una batalla entre nuestros dos órganos sexuales. Fue un polvo feroz y cuando alcanzamos el orgasmo ella lanzó un gritito y caímos fuera de la colchoneta. Luego, nos quedamos dormidos abrazados.
Me despertó otra vez la puerta al deslizarse. La habitación se llenó con la primera luz del día. La chica no estaba. Pero a través de la puerta abierta, en la habitación contigua, vi a Cully sentado sobre su inmensa maleta. Aunque estaba bastante lejos, pude ver que sonreía.
—Bueno, Merlyn, arriba que ya es hora —dijo—. Salimos para Hong Kong esta mañana.
La maleta era tan pesada que tuve que subirla yo al coche, Cully no podía con ella. No había chófer. Conducía Cully. Cuando llegamos al aeropuerto, dejó el coche aparcado a la entrada. Yo llevé la maleta, Cully iba delante para abrirme paso y guiarme hasta donde recogían los equipajes. Yo aún estaba groggy, y la inmensa maleta no hacía más que golpearme en las espinillas. En consignación, adjudicaron la maleta a mi billete. Pensé que daría igual, así que no dije nada al ver que Cully no se daba cuenta.
Luego, salimos a la pista para coger el avión. Pero no subimos. Cully esperó hasta que rodeó el edificio un camión cargado de equipajes. Pudimos ver nuestra inmensa maleta arriba del todo. Estuvimos viendo cómo los empleados la trasladaban a la bodega del avión. Luego subimos.
Tardamos cuatro horas en llegar a Hong Kong. Cully estaba nervioso y le gané otros cuatro mil dólares a las cartas. Mientras jugábamos, le hice algunas preguntas:
—Me dijiste que salíamos mañana —dije.
—Sí, eso creía yo —dijo Cully—. Pero Fummiro consiguió reunir el dinero antes de lo que yo pensaba.
Sabía que era un cuento.
—Me gustó mucho la fiesta de las geishas —dije.
Cully soltó un gruñido. Fingía estudiar las cartas, pero yo sabía que no estaba pensando en el juego.
—Una mierda de fiesta, para escolares —dijo—. Eso de las geishas es un cuento, prefiero Las Vegas.
—No sé qué decirte —contesté yo—. A mí me pareció muy agradable. Pero he de admitir que el último episodio, lo de después, fue mucho mejor.
Cully se olvidó de las cartas.
—¿A qué te refieres? —dijo.
Le expliqué lo de las chicas de la mansión. Se echó a reír.
—Eso fue Fummiro. Qué suerte tienes, cabrón. Y yo corriendo por ahí toda la noche —hizo una breve pausa—. Así que al fin caíste. Apuesto a que es la primera vez que le eres infiel a esa tía que te conseguiste en Los Ángeles.
—Sí —dije—. Pero, qué demonios, todo lo que sucede a más de cuatro mil kilómetros de distancia no cuenta.
Luego, cuando aterrizamos en Hong Kong, Cully me dijo:
—Vete a lo de los equipajes y espera la maleta. Yo me quedaré junto al avión hasta que descarguen. Luego seguiré al camión de los equipajes. De ese modo nadie podrá echarle el guante.
Crucé rápidamente el aeropuerto hasta la zona de entrega de equipajes. El aeropuerto estaba lleno de gente, pero las caras eran distintas de las del Japón, aunque orientales la mayoría. La cinta sinfín de los equipajes empezó a moverse y yo observé atentamente para ver si aparecía la gran maleta. Al cabo de diez minutos empecé a preguntarme por qué no había aparecido Cully. Miré a mi alrededor, agradeciendo que nadie llevase máscaras de gasa; aquellos chismes me asustaban. Pero no vi a nadie que me pareciese peligroso.
Y por fin salió la maleta. La cogí en cuanto pasó a mi lado. Aún seguía pesando. La revisé para asegurarme de que no la hubieran forzado. Al hacerlo, me di cuenta de que llevaba colgando del asa una tarjetita cuadrada. La tarjeta decía «John Merlyn» y debajo del nombre mi dirección y el número del pasaporte. Por fin supe la causa de que Cully me hubiese pedido que le acompañara al Japón. Si alguien iba a la cárcel, sería yo.
Me senté en la maleta y al cabo de unos tres minutos apareció Cully. Resplandecía de satisfacción al verme.
—Magnífico —dijo—. Tengo un taxi esperando. Vamos al banco.
Esta vez cogió la maleta él y la sacó sin ningún problema del aeropuerto.
El taxi bajó culebreando por pequeñas calles llenas de gente. Yo no decía nada. Le debía a Cully un gran favor y ahora quedábamos en paz. Me ofendía que me hubiese engañado y me hubiese expuesto a un riesgo tan grave, pero Gronevelt se habría sentido orgulloso de él. Y, siguiendo la misma tradición, decidí no decirle a Cully lo que sabía. Él debía haber supuesto que yo lo descubriría. Tendría una historia preparada.
El taxi paró frente a un destartalado edificio de una gran arteria. En el escaparate decía, con letras doradas: «Banco Internacional Futaba». A ambos lados de la puerta había hombres uniformados con metralletas.
—Una ciudad dura, Hong Kong —dijo Cully, indicando a los guardias. Trasladó él mismo la maleta al banco.
Una vez dentro, Cully recorrió el pasillo, llamó a una puerta y luego entramos. Un individuo pequeño de raza euroasiática, de barba, sonrió muy alegre a Cully y le dio la mano. Cully nos presentó, pero el nombre era una extraña combinación de sílabas. Luego el euroasiático nos condujo hasta una inmensa sala donde había una gran mesa de conferencias. Cully puso la maleta en la mesa y la abrió. He de admitir que el espectáculo era impresionante. La maleta estaba llena de crujientes billetes japoneses, de letras negras sobre papel gris azulado.
El euroasiático descolgó un teléfono y ladró unas cuantas órdenes, supongo que en chino. Al cabo de unos minutos, se llenó aquello de empleados del banco. Quince, todos con trajes de un negro resplandeciente. Se lanzaron sobre la maleta. Tardaron, entre todos, tres horas en contar y tabular el dinero, volver a contarlo, y revisarlo. Luego, el euroasiático nos llevó otra vez a su oficina y sacó un montón de papeles que firmó, selló y luego entregó a Cully. Cully miró los documentos y los guardó en el bolso. El paquete de documentos era el «pequeño» recibo.
Por fin nos vimos fuera del banco, en la calle, bajo la luz del sol. Cully estaba emocionadísimo.
—Lo conseguimos —decía—. Podemos volver a casa en cuanto queramos.
Yo meneé la cabeza.
—¿Cómo pudiste correr un riesgo tan grande? —dije—. Es un modo absurdo de manejar tanto dinero.
Cully me sonrió.
—¿Qué clase de negocio crees tú que es dirigir un casino en Las Vegas? Todo es riesgo. Tengo un trabajo de mucho riesgo. Y en esto había un gran porcentaje para mí que no podía perder.
Entramos en un taxi, y Cully le dijo al taxista que nos llevase al aeropuerto.
—Pero hombre —dije—, hemos recorrido medio mundo y ni siquiera voy a poder comer en Hong Kong.
—No abusemos de la suerte —dijo Cully—. Alguien puede creer que aún llevamos el dinero. Vámonos enseguida.
En el largo viaje de vuelta en avión, Cully tuvo mucha suerte y recuperó siete de los diez grandes que me debía. Lo habría recuperado todo si yo no hubiese interrumpido el juego.
—Vamos —dijo—. Dame la posibilidad de recuperarme. Sé justo.
Le miré directamente a los ojos.
—No —dije—. Quiero aprovecharme de ti por lo menos una vez en este viaje.
Eso le afectó un poco y me dejó dormir el resto del trayecto hasta Los Ángeles. Le acompañé mientras esperaba su vuelo a Las Vegas. Mientras yo dormía, él debió pensarse las cosas e imaginar que yo había visto mi nombre en la maleta.
—Oye —dijo—, tienes que creerme. Si hubieses tenido problemas en el viaje, yo, Gronevelt y Fummiro te habríamos sacado del apuro. Pero aprecio lo que hiciste. Sin ti no habría podido hacer este viaje. No habría tenido valor.
Me eché a reír.
—Me debes tres grandes del gin —dije—. Ingrésalos en la caja del Xanadú y los utilizaré para jugar al bacarrá.
—Cuenta con ello —dijo Cully, y luego añadió—: Oye, ¿es ésa la única manera de que puedas engañar a tus chicas y sentirte seguro, con cuatro mil kilómetros por medio? El mundo no es lo bastante grande para que las engañes más que otras dos veces.
Los dos nos echamos a reír y nos estrechamos la mano antes de que él subiese al avión. Aún era un amigo, el viejo Cully Cuenta Atrás. No podía confiar en él siempre. Había que tener en cuenta siempre cómo era y aceptar su amistad. ¿Cómo podía enfadarme cuando él no hacía más que ser fiel a su carácter?
Crucé el aeropuerto y me detuve junto a los teléfonos. Tenía que llamar a Janelle y decirle que estaba en la ciudad. No sabía si contarle lo del Japón. Al final decidí no hacerlo. Seguiría la tradición de Gronevelt. Y luego recordé otra cosa. No llevaba ningún regalo de oriente para Valerie y los niños.