30

Cuando Janelle se fue a California con Doran Rudd, tenía un problema: su hijo. Con sólo tres años era demasiado pequeño para poder llevárselo. Lo dejó con su ex marido. En California Janelle vivió con Doran. Éste le prometió introducirla en el cine y le consiguió algunos pequeños papeles, o creyó conseguírselos. En realidad, él estableció los contactos y el encanto y el ingenio de Janelle hicieron el resto. Durante ese tiempo, ella le fue fiel, pero él evidentemente la engañaba con la primera que se ponía a tiro. De hecho, en una ocasión intentó convencerla para que se acostase con otro hombre y con él al mismo tiempo. A ella le repugnó la idea. No por cuestión moral, sino porque ya era bastante malo sentirse utilizada por un hombre como objeto sexual y la idea de dos hombres aprovechándose de su cuerpo le resultaba repugnante. Entonces, decía ella, era demasiado poco refinada para darse cuenta de que tendría ocasión de ver a dos hombres haciendo el amor juntos. Si lo hubiese comprendido, quizás lo hubiese considerado… aunque sólo fuese por ver cómo le daban a Doran por el culo, pues se lo merecía de sobra.

Ella estaba convencida de que el clima de California era el principal responsable de lo que había sido su vida. La gente era extraña, solía decirle a Merlyn cuando le contaba historias. Y se veía claramente que a ella le encantaba que fuese extraña por mucho daño que le hubiesen hecho.

Doran intentaba meter el pie en la puerta como productor, y para ello quería montar un tinglado completo. Había comprado un guión horrible de un escritor desconocido, cuya única virtud era que había aceptado un porcentaje neto en vez de dinero en efectivo por adelantado. Doran convenció a un director que había sido famoso en otros tiempos para que dirigiese la película, y a un actor ya acabado para que interpretase el papel principal.

Por supuesto, ningún estudio quería aceptar el proyecto. Era una de esas propuestas que sólo parecían adecuadas para los inocentes. Doran era un excelente vendedor e intentó conseguir dinero de fuera. Un día, encontró un buen candidato, un hombre alto, tímido y apuesto, de unos treinta y cinco años. Muy callado y suave. Nada amigo de contar cuentos. Pero era ejecutivo de una sólida institución financiera especializada en inversiones. Se llamaba Theodore Lieverman, y se enamoró de Janelle en una cena.

Cenaron en Chasen’s. Doran cogió la factura y se fue enseguida porque estaba citado con el escritor y el director. Estaban trabajando en el guión, dijo Doran frunciendo el ceño con aire preocupado. Doran había aleccionado a Janelle: «Este tío puede conseguirnos un millón de dólares para la película. Sé amable con él. Recuerda que tú interpretas el segundo papel femenino».

Esa era la técnica de Doran. Prometía el segundo papel femenino para tener así un cierto poder de regateo. Si Janelle se ponía difícil, le prometería el primer papel. No es que eso significara nada. En caso necesario renegaría de ambas promesas.

Janelle no tenía intención alguna de ser amable en el sentido de Doran, pero le sorprendió descubrir que Theodore Lieverman era un tipo muy agradable. No hacía chistes procaces sobre las aspirantes a estrella. No intentó asediarla. Era realmente tímido. Y quedó abrumado por la belleza y la inteligencia de Janelle, lo cual dio a ésta una gran sensación de poder. Cuando la acompañó a casa después de cenar, ella le invitó a tomar una copa. Se comportó como un perfecto caballero. Así pues, a Janelle le gustó. Siempre le interesaba la gente, encontraba a todo el mundo fascinante. Y, por Doran, sabía que Ted Lieverman heredaría veinte millones de dólares algún día. Lo que Doran no le había dicho era que estaba casado y tenía dos hijos. Se lo dijo el propio Lieverman. Muy tímidamente le dijo:

—Estamos separados. Nuestro divorcio está pendiente porque sus abogados piden demasiado dinero.

Janelle sonrió, con aquella sonrisa contagiosa que solía desarmar a la mayoría de los hombres, salvo a Doran.

—¿Qué es demasiado dinero?

Y Theodore Lieverman dijo, con una mueca:

—Un millón de dólares. No hay problema. Pero lo quiere en efectivo, y mis abogados consideran que es un momento poco adecuado para liquidar.

—Demonios —dijo Janelle riendo—. Tienes un millón de dólares. ¿Cuál es la diferencia?

Lieverman se animó realmente por primera vez.

—No entiendes —dijo—. La mayoría de la gente no entiende. Es cierto que tengo unos dieciséis, quizás dieciocho millones. Pero no tengo tanta liquidez. Mira, poseo bienes inmobiliarios, y acciones y empresas, pero no puedes retirar todo el dinero de ellas. Así que en realidad tengo muy poco capital líquido. Me gustaría poder gastar dinero como Doran. Además Los Ángeles es un sitio carísimo para vivir.

Janelle se dio cuenta de que había conocido al personaje típico de novela, al millonario tacaño. Y puesto que no era ingenioso ni simpático, ni tenía atractivo sexual, puesto que, en suma, no tenía más gancho que su amabilidad y su dinero (que mostraba claramente que no estaba dispuesto a compartir así por las buenas), se libró de él después de la siguiente copa. Cuando Doran volvió a casa aquella noche se enfadó muchísimo.

—Maldita sea, podría haber sido para nosotros la comida segura —le dijo a Janelle.

Entonces fue cuando decidió dejarle.

Al día siguiente, encontró un pequeño apartamento en Hollywood cerca de los estudios de la Paramount y consiguió por su cuenta un pequeño papel en una película. Después de terminar su trabajo de unos cuantos días, como tenía muchas ganas de ver a su hijo y cierta nostalgia de su pueblo, volvió de visita por dos semanas, que era todo lo que podía aguantar en Johnson City.

Estuvo pensando si llevarse al niño con ella, pero acabó convenciéndose de que era imposible, así que volvió a dejarle con su ex marido. Resultaba muy doloroso dejarle, pero estaba decidida a ganar algo de dinero y a hacer algún tipo de carrera antes de formar un hogar.

Su ex marido estaba aún claramente hechizado por sus encantos. Ella tenía mejor aspecto, parecía más refinada. Le incitó deliberadamente y luego, cuando él intentó llevársela a la cama, le rechazó. Se fue de muy mal humor. Ella le despreciaba. Le había amado sinceramente, y él la había traicionado con otra mujer cuando estaba embarazada. Había rechazado la leche de su pecho, aquella leche que ella había querido que compartiese con el niño.

—Espera un momento —dijo Merlyn—. Cuéntame eso otra vez.

—¿El qué? —preguntó Janelle. Rió entre dientes.

Merlyn esperó.

—Bueno, yo tenía unos pechos muy grandes después del parto. Y me fascinaba la leche. Quería que él la probara. Ya te lo conté.

Cuando se divorciaron, ella se negó a aceptar la pensión por puro desprecio.

Cuando Janelle volvió a su apartamento de Hollywood, encontró dos recados en su servicio telefónico. Uno de Doran y otro de Theodore Lieverman.

Llamó primero a Doran y le encontró en casa. A Doran le sorprendió que hubiese vuelto a Johnson City, pero no hizo ni una pregunta sobre sus amigos íntimos. Estaba demasiado interesado, como siempre, en lo que era importante para él.

—Escucha —dijo—. Ese T. Lieverman está realmente loco por ti. No es broma. Está locamente enamorado, no sólo de tu lindo culito. Si juegas las cartas como es debido, puedes casarte con veinte millones de dólares. Está intentando ponerse en contacto contigo y le di tu número. Llámale. Puedes ser una reina.

—Está casado —dijo Janelle.

—Su divorcio se resolverá el mes próximo —dijo Doran—. Ya lo comprobé. Es un tipo muy recto y muy tradicional. Si te prueba en la cama, le tendrás enganchado y tendrás sus millones para siempre.

Todo esto era superficial. Janelle no era más que una de sus cartas.

—Eres asqueroso —dijo Janelle.

Doran procuraba ser lo más encantador posible.

—Vamos, vamos, querida. No te preocupes, lo nuestro se acabó. Aunque seas la tía más buena que he tenido en mi vida. Mucho mejor que todas estas tías de Hollywood. Te echo de menos. Créeme, comprendo perfectamente que te fueras. Pero eso no significa que no podamos seguir siendo amigos. Lo que quiero es ayudarte. Tienes que dejar de portarte como una niña. Dale a ese tío una oportunidad, es todo lo que pido.

—Bien, le llamaré —dijo Janelle.

Janelle nunca se había preocupado por el dinero en el sentido de querer ser rica, pero ahora pensaba en lo que podría proporcionarle el dinero. Podría traer a su hijo a vivir con ella y tener servicio que se cuidase de él mientras ella trabajaba. Podría estudiar arte dramático con los mejores profesores. Gradualmente, había llegado a amar el cine. Sabía lo que quería hacer de su vida.

Su pasión por interpretar era algo de lo que ni siquiera a Doran le había hablado, pero que él percibía. Janelle había sacado obras de teatro y libros sobre teatro y cine de la biblioteca y los había leído todos. Se enroló en un pequeño taller de cine cuyo director se daba tales aires de importancia que a ella le divertía e incluso le encantaba. Cuando le dijo que era uno de los mejores talentos naturales que había visto, casi se enamoró y se acostó con él con la mayor naturalidad.

Soso, tacaño y rico, Theodore Lieverman tenía una llave de oro que abría todas las puertas a las que Janelle llamó. Y aceptó ir a cenar con él aquella noche. Janelle encontró a Lieverman amable, tranquilo y tímido; tomó ella la iniciativa. Por fin consiguió que se decidiera a hablar de sí mismo. Contó algunas cosas. Había tenido dos hermanas gemelas, unos años más pequeñas que él, y las dos habían muerto en un accidente de aviación. Aquella tragedia le había provocado una crisis nerviosa. Ahora su mujer quería el divorcio, un millón de dólares en efectivo y parte de sus valores. Poco a poco, fue exponiendo una vida emocionalmente pobre, una niñez y una adolescencia económicamente rica que le habían convertido en un ser débil y vulnerable. Lo único que hacía bien era ganar dinero. Tenía un plan para financiar la película de Doran que era absolutamente firme y seguro. Pero tenía que llegar el momento oportuno, porque los inversores eran muy escurridizos. Él, Lieverman, pondría el dinero en efectivo, el dinero necesario para iniciarlo todo.

Siguieron saliendo casi todas las noches durante dos o tres semanas, y él siempre se mostraba amable y tímido, hasta el punto de que Janelle llegó a sentirse impaciente. Después de todo, le había enviado flores después de cada cita. Le había comprado un alfiler en Tiffany’s, un encendedor de Gucci y un anillo de oro antiguo de Roberto’s. Y estaba locamente enamorado de ella. Janelle intentó llevárselo a la cama y se quedó asombrada al ver que él se mostraba reacio. Ella sólo podía mostrar su disposición a hacerlo, hasta que al fin él le pidió que le acompañase a Nueva York y a Puerto Rico. Tenía que ir en un viaje de negocios de su empresa. Ella comprendió que, por alguna razón, él no podía hacer el amor con ella, inicialmente, en Los Ángeles. Quizás se sintiera culpable. Había hombres así. Sólo podían ser infieles cuando estaban a miles de kilómetros de sus esposas. Al menos la primera vez. A Janelle esto le parecía divertido e interesante.

Pararon en Nueva York y él la llevó a sus reuniones financieras. Ella le vio negociar los derechos cinematográficos de una nueva novela de un guión escrito por un autor famoso. Era astuto, muy suave, y Janelle se dio cuenta de que en aquello residía su fuerza. Pero aquella primera noche se acostaron por fin en la suite del Plaza y ella supo una de las verdades de Theodore Lieverman.

Era casi un impotente total. Al principio, Janelle se enfadó creyendo que la culpa era suya. Hizo cuanto pudo y consiguió que sintiera. La noche siguiente fue un poco mejor. En Puerto Rico, la cosa mejoró. Pero sin duda era el amante más incompetente y aburrido que había tenido en su vida. Se alegró de volver a Los Ángeles. Cuando la dejó en su apartamento, le pidió que se casase con él. Contestó que se lo pensaría.

No tenía la menor intención de casarse con él hasta que Doran se dedicó a convencerla.

—¿Pensártelo? Por Dios, usa la cabeza —dijo—. Ese tío está loco por ti. Cásate con él. Luego te estás con él un año. Saldrás por lo menos con un millón y él aún seguirá enamorado de ti. Podrás hacer lo que te dé la gana. Tendrás cien oportunidades más en tu carrera. Y a través de él conocerás a otros tipos ricos. Gente que te gustará más y de la que quizás puedas enamorarte. Toda tu vida puede cambiar. Aunque te aburras un año, demonios, no es insoportable. No te pediría algo que fuese insoportable.

Eso era lo que Doran consideraba ser muy listo. Lo que quería era abrirle a Janelle los ojos a las verdades de la vida que toda mujer sabe o que se le enseñan desde la cuna. Pero Doran se daba cuenta de que a Janelle le resultaba realmente odioso hacer algo así, no porque fuese inmoral, sino porque era incapaz de traicionar a otro ser humano de aquel modo, tan a sangre fría. Y también porque sentía tal pasión por la vida que no podía soportar la idea de someterse a aquel aburrimiento durante un año. Pero, tal como Doran se apresuró a señalar, había muchas posibilidades de que aquel año se aburriese de todos modos, incluso sin Theodore. Y además, haría realmente feliz al pobre Theodore durante un año.

—Sabes, Janelle —decía Doran—, tenerte al lado en tu peor día es mejor que tener al lado a la mayoría de la gente en sus mejores días.

Era una de las poquísimas cosas sinceras que Doran había dicho desde su doceavo aniversario. Pero lo decía porque le interesaba.

Y al fin fue Theodore, actuando con insólita agresividad, quien inclinó la balanza. Compró una magnífica casa de doscientos cincuenta mil dólares en Beverly Hills, con piscina olímpica, pista de tenis, dos criados. Sabía que a Janelle le encantaba jugar al tenis, había aprendido a jugar en California, había tenido una breve aventura intrascendente con su profesor de tenis, un joven rubio, guapo y esbelto que, ante su asombro, luego le había cobrado las clases. Posteriormente, otras mujeres le hablaron de los hombres de California. De que eran capaces de ponerse a beber en un bar y dejarte pagar tu consumición y luego pedirte que fueras a pasar la noche a su apartamento. Ni siquiera pagaban el taxi hasta casa. A Janelle le gustó el profesor de tenis en la cama y en la pista de tenis, y el profesor consiguió mejorar su actuación en ambos campos. Más tarde, se cansó de él porque vestía mejor que ella. Además, ligaba a diestro y siniestro y seducía a sus amistades de ambos sexos, lo cual, incluso Janelle, pese a su amplitud de criterios, consideraba excesivo.

Nunca había jugado al tenis con Lieverman. Éste había mencionado una vez, sobre la marcha, que había derrotado a Arthur Ashe en la secundaria, así que supuso que era muy superior a ella y que, como la mayoría de los buenos jugadores de tenis, preferiría no jugar con principiantes. Pero cuando la convenció de que se trasladase a la nueva casa, dieron una elegante fiesta de tenis.

La casa la encantó. Era una lujosa mansión de Beverly Hills, con habitaciones para huéspedes, un cuarto de trabajo, un salón de billar, un Jacuzzi al aire libre. Ella y Theodore elaboraron planes de decoración e instalaron unos paneles especiales de madera. Fueron juntos de compras. Pero ahora, en la cama, él era un completo desastre, y Janelle ya ni lo intentaba siquiera. Él le prometió que después del divorcio, que sería al mes siguiente, y una vez casados, todo iría sobre ruedas. Janelle esperaba devotamente que así fuese, porque al sentirse culpable había decidido que lo menos que podía hacer, dado que iba a casarse con él por su dinero, era ser una esposa fiel. Pero la falta de relaciones sexuales le destrozaba los nervios. Fue el día de la fiesta del tenis cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer. Ella tenía la sensación de que había algo raro en todo el asunto. Pero Theodore Lieverman inspiraba tanta confianza, tanto a ella como a sus amigos e incluso al cínico Doran, que ella pensó que era su propia sensación culpable que buscaba un desahogo.

El día de la fiesta de tenis, Theodore salió por fin a la pista. Jugaba bastante bien, pero no era ningún maestro. No era posible que hubiera derrotado a Arthur Ashe. Janelle estaba asombrada. De lo único que estaba segura era de que su amante no era un mentiroso. Y ella no era ninguna inocente. Siempre había supuesto que los amantes mentían. Pero Theodore nunca presumía ni se ufanaba de nada. Jamás mencionaba su dinero ni su alta posición en los círculos financieros. En realidad, nunca hablaba con más gente que con Janelle. Su actitud suave era sumamente rara en California, hasta el punto de que a Janelle la sorprendía que hubiese podido vivir toda su vida en aquel estado. Pero viéndole en la pista de tenis, se dio cuenta de que en una cosa le había mentido. Y había mentido bien. En un comentario reprobatorio que hizo sobre la marcha y que nunca había repetido, en el que nunca insistió. Nunca había dudado de él. Lo mismo que nunca había dudado de lo que él decía. No había duda alguna de que la quería. Lo había demostrado de todas las formas posibles, lo cual, claro, no significaba demasiado, puesto que no podía llevarlo a sus últimas consecuencias.

Aquella noche, cuando terminó la fiesta, le dijo que debía traerse a su hijo de Tennessee e instalarle también en la casa. Si no hubiese sido por la mentira que le había dicho respecto a Arthur Ashe, ella lo hubiese hecho. Fue una suerte que no lo hiciera. Al día siguiente, cuando Theodore estaba trabajando, recibió una visita.

La visitante era la señora de Theodore Lieverman, la esposa hasta entonces invisible. Era bastante guapa, pero evidentemente la impresionó y asustó la belleza de Janelle, como si la extrañara mucho que su marido pudiese conseguir algo así. En cuanto manifestó quién era, Janelle sintió un alivio abrumador y saludó a la señora Lieverman tan cordialmente que ésta se sintió aún más confusa.

Pero también la señora Lieverman sorprendió a Janelle. No estaba enfadada. Lo primero que dijo fue sorprendente:

—Mi marido es muy nervioso, muy sensible. Por favor, no le diga que he venido a verla.

—Por supuesto —dijo Janelle.

Su entusiasmo aumentó. Estaba emocionada. La esposa reclamaría a su marido y ella se lo devolvería muy gustosa.

Pero la señora Lieverman dijo cautamente:

—No sé cómo consigue Ted todo este dinero. Gana un buen sueldo. Pero no tiene tanto ahorrado.

Janelle se echó a reír. Conocía la respuesta. Pero de todos modos preguntó:

—¿Y los veinte millones de dólares?

—¡Oh Dios, oh Dios! —dijo la señora Lieverman.

Se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

—Y nunca ganó a Arthur Ashe al tenis en la secundaria —dijo Janelle, en tono tranquilizador.

—¡Oh, Dios, Dios! —gimió la señora Lieverman.

—Y no habrá divorcio el mes que viene —dijo Janelle.

La señora Lieverman se limitó a seguir gimoteando.

Janelle se acercó al bar y preparó dos whiskies bien cargados. Hizo beber, entre sollozos, a la otra mujer.

—¿Cómo lo descubrió usted? —preguntó Janelle.

La señora Lieverman abrió el bolso como si buscase un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Pero en vez de eso, sacó un paquete de cartas y se lo entregó a Janelle. Eran facturas. Janelle las repasó. De pronto lo entendió todo. Él había firmado un cheque de veinticinco mil dólares como entrada de la hermosa mansión. Con él iba una carta pidiendo que le permitieran trasladarse allí hasta que se cerrase definitivamente el trato. Era un cheque sin fondos. El constructor le amenazaba ahora con meterle en la cárcel. Los cheques para pagar a la servidumbre también habían sido rechazados y lo mismo el cheque del proveedor de la fiesta de tenis.

—Oh —dijo Janelle.

—Es demasiado sensible —dijo la señora Lieverman.

—Está enfermo —dijo Janelle.

La señora Lieverman asintió.

—¿Es por aquellas dos hermanas que murieron en el accidente aéreo? —preguntó Janelle pensativa.

La señora Lieverman soltó un grito, un grito en el que por fin se revelaba rabia y exasperación.

—No tiene hermanas. ¿Es que no comprende? Es un mentiroso patológico. Miente siempre. No ha tenido hermanas, no ha tenido nunca dinero, no se ha divorciado de mí, utilizó el dinero de la empresa para llevarle a usted a Puerto Rico y a Nueva York y para pagar los gastos de esta casa.

—¿Entonces por qué demonios quiere que vuelva con usted? —preguntó Janelle.

—Porque le quiero —dijo la señora Lieverman.

Janelle meditó sobre esto por lo menos dos minutos, estudiando a la señora Lieverman. Su marido era un mentiroso, un farsante, tenía una amante, era incapaz de funcionar en la cama, y eso era únicamente lo que ella sabía de él, más el hecho, por supuesto, de que era un pésimo jugador de tenis. ¿Qué demonios era entonces la señora Lieverman? Janelle dio una palmada en el hombro a la otra mujer, le preparó más bebida y dijo:

—Espere aquí cinco minutos.

Eso fue lo que tardó en meter todas sus cosas en las dos maletas Vuitton que Theodore le había comprado, probablemente con cheques sin fondos. Bajó con las maletas y dijo a la mujer:

—Me voy. Puede esperar usted aquí a su marido. Dígale que no quiero volver a verle. Y siento de veras el dolor que le he causado. Puede creerme cuando le digo que él me aseguró que usted le había dejado. Que a usted no le importaba.

La señora Lieverman asintió con tristeza.

Janelle se fue en el flamante Mustang azul que Theodore le había comprado. Tendría que devolverlo a la casa, sin duda. Por otra parte, no tenía adónde ir. Recordó a la directora y diseñista de ropa Alice De Santis, de quien había sido muy amiga, y decidió ir a su casa y pedirle consejo. Si Alice no estaba en casa, iría a la de Doran. Sabía que él siempre la acogería.

A Janelle le encantaba ver cómo disfrutaba Merlyn con la historia. No se reía. Su gozo no era malévolo. Sólo sonreía, cerrando los ojos, saboreándolo. Y, para su sorpresa, dijo la frase justa. Resultaba casi admirable.

—Pobre Lieverman —dijo—. Pobre Lieverman, pobrecillo.

—¿Y yo qué, pedazo de cabrón? —dijo Janelle con fingida cólera. Se echó desnuda sobre el desnudo cuerpo de él y rodeó su cuello. Merlyn abrió los ojos y sonrió:

—Cuéntame otra historia.

Pero en vez de eso le hizo el amor.

Tenía otra historia que contarle, pero aún no estaba preparado para eso. Primero tenía que enamorarse de ella como lo estaba ella de él. Aún no podía asimilar más historias. Y menos la de Alice.