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Es interesante, en cierto modo, estar loco por alguien que ya no está loco por ti. Es como si te quedases ciego y sordo. O decidieses serlo. Tardé casi un año en oír el tic casi inaudible de Janelle dando cartas marcadas, y sin embargo había tenido advertencias y sospechas sobradas. En uno de mis viajes de regreso a Los Ángeles, mi avión llegó media hora antes. Janelle estaba siempre esperándome, pero esta vez aún no había llegado, así que atravesé el aeropuerto y esperé fuera. En el fondo de mi pensamiento, muy en el fondo, pensaba que la cazaría en algo. No sabía en qué. Quizás se hubiese ido a tomar una copa con alguno mientras esperaba el avión. Quizás estuviese despidiendo a otro amigo que se iba en avión de Los Ángeles, cualquier cosa así. No era yo un amante confiado.

Y la cacé, pero no como pensaba. La vi salir del aparcamiento y cruzar la amplia avenida hasta el edificio del aeropuerto. Iba muy despacio. Llevaba una larga falda gris y una blusa blanca, y tenía el pelo recogido en un moño. En aquel momento, tuve casi un sentimiento de piedad hacia ella. Parecía tan reacia, como una niña camino de una fiesta a la que sus padres la obligasen a ir. Al otro lado del continente yo me había adelantado una hora. Había cruzado corriendo el aeropuerto, buscándola. Pero, evidentemente, ella no sentía igual. Mientras yo pensaba esto, ella alzó la cabeza y me vio. Se puso muy contenta, y me abrazó enseguida y me besó; yo olvidé lo que había visto.

Durante esta visita, ella estaba ensayando una película que iba a empezar semanas después. Como yo trabajaba en los estudios de día, no había problema, nos veíamos de noche. Me llamaba a los estudios para decirme a qué hora acabaría el ensayo. Cuando le pedí un número de teléfono al que poder llamarla, me dijo que en el teatro no había teléfono. Luego, una noche que sus ensayos se prolongaron, fui a recogerla al teatro. Cuando estábamos a punto de irnos, llegó una chica de la oficina del teatro y le dijo:

—Janelle, te llama el señor Evans —y la acompañó hasta el teléfono.

Cuando Janelle salió de la oficina, parecía muy contenta, pero luego me miró y dijo:

—Es la primera vez que me llaman. Ni siquiera sabía que pudiesen llamarme al teatro.

Y oí aquel tic que indicaba que había dado una carta marcada. Pero aún me producía un gran placer su compañía, su cuerpo, el simple hecho de contemplar su rostro. Aún amaba aquella expresión que cruzaba sus ojos y su boca. Amaba sus ojos. Podían mostrarse tan tristes y heridos y ser sin embargo tan alegres. Su boca me parecía la más maravillosa del mundo. Demonios, yo aún era un crío en realidad. No importaba que supiese que estaba mintiéndome con aquella boca maravillosa. Yo sabía que le fastidiaba engañarme. Le fastidiaba realmente mentir y lo hacía muy mal. De un modo curioso y extraño te decía que estaba mintiendo. Hasta esto era fingimiento.

Y no importaba. No importaba, no. Sufría, claro, pero aún era un buen asunto. Sin embargo, con el paso del tiempo, fui disfrutando menos con ella y sufriendo más.

Estaba seguro de que ella y Alice eran amantes. Una semana que Alice estuvo fuera de la ciudad en un trabajo de producción cinematográfica, fui al apartamento que tenían ella y Janelle a pasar la noche. Alice puso una conferencia a Janelle para charlar con ella. Janelle estuvo muy seca, casi como enfadada. Al cabo de media hora, cuando estábamos haciendo el amor, sonó otra vez el teléfono. Janelle estiró el brazo, descolgó el teléfono y lo metió debajo de la cama.

Una de las cosas que me gustaban de ella era que no podía soportar que la interrumpiesen cuando hacía el amor. A veces, en el hotel, no me dejaba contestar el teléfono, ni siquiera contestar a la puerta si un camarero traía comida o bebidas cuando nos íbamos a ir a la cama.

Una semana después, en mi hotel, un domingo por la mañana, llamé a Janelle a su apartamento. Sabía que tenía la costumbre de dormir hasta tarde, así que no llamé hasta las once. Comunicaba. Esperé media hora y volví a llamar. Seguía comunicando. Entonces llamé cada diez minutos durante una hora y no conseguí hablar. De pronto, cruzó por mi pensamiento la imagen de Janelle y Alice en la cama y el teléfono descolgado. Cuando por fin conseguí hablar, fue Alice quien contestó al teléfono, con una voz suave y feliz.

Quedé convencido de que eran amantes.

Otro día, preparábamos un viaje a Santa Bárbara y ella recibió aviso urgente de ir a la oficina de un productor a leer un papel. Dijo que sólo le llevaría media hora, así que fui a los estudios con ella. El productor era un antiguo amigo suyo, y cuando entró en la oficina le hizo un gesto tierno y afectuoso, acariciándole la cara, y ella le sonrió. Pude interpretar inmediatamente lo que significaba el gesto. Era la ternura del antiguo amante que había pasado a ser un buen amigo.

Cuando íbamos camino de Santa Bárbara, le pregunté si se había acostado alguna vez con el productor. Ella se volvió y me dijo:

—Sí.

No le hice más preguntas.

Una noche quedamos para cenar y fui a su apartamento. Estaba vistiéndose. Me abrió la puerta Alice. Siempre me agradó Alice y, por raro que parezca, no me importaba que fuese amante de Janelle. En realidad, aún no estaba seguro. Alice siempre me besaba en los labios, un beso muy dulce. Siempre parecía disfrutar de mi compañía. Nos llevábamos muy bien. Sin embargo era fácil percibir su falta de femineidad. Era muy delgada y llevaba camisas ceñidas (que mostraban unos pechos sorprendentemente plenos), pero era por puro formulismo. Me dio una copa y puso un disco de Edith Piaf mientras esperábamos que saliera Janelle del baño.

Janelle me besó y me dijo:

—Merlyn, lo siento, intenté llamarte al hotel. Tengo ensayo esta noche. Va a pasar el director a recogerme.

Me quedé perplejo.

Oí de nuevo el tic de la carta marcada. Sonreía radiante, pero había un pequeño temblor en su boca que me indicaba que mentía. Escrutaba mi rostro atentamente. Quería que la creyese, y se daba cuenta de que no la creía.

—Pasará por aquí a recogerme —dijo—: creo que conseguiré acabar hacia las once.

—Está bien, de acuerdo —dije.

Por encima de su hombro, pude ver que Alice miraba fijamente su vaso, sin mirarnos, procurando claramente no oír lo que decíamos.

Así que me quedé esperando y, por supuesto, apareció el director. Era un tipo joven pero ya casi calvo, y de aire muy profesional y práctico. No tenía tiempo para tomar un trago. Le dijo pacientemente a Janelle:

—Estamos ensayando en mi casa. Quiero que estés absolutamente perfecta para este nuevo ensayo de vestuario de mañana. Evarts y yo hemos cambiado algunas frases y algunas otras cosas.

Se volvió a mí.

—Siento estropearle la noche, pero el trabajo es el trabajo —dijo parodiando el tópico.

Parecía buen tipo. Les dirigí a él y a Janelle una fría sonrisa.

—Está bien —dije—. Tomaos todo el tiempo que queráis.

Al oír esto, Janelle se asustó un poco. Le dijo al director:

—¿Crees que podremos acabar hacia las diez?

Y el director dijo:

—Hombre, si le damos duro, puede.

—¿Por qué no esperas aquí con Alice —dijo Janelle— y yo vuelvo hacia las diez y cenamos juntos de todas formas? ¿Te parece bien?

—Bueno, sí —dije.

Así pues, cuando se fueron esperé con Alice, y hablamos. Me dijo que había cambiado la decoración del apartamento y me cogió de la mano y fue enseñándome las habitaciones. Estaba todo muy bien, desde luego. La cocina tenía unas contraventanas especiales, los aparadores estaban maravillosamente decorados. Había ollas y cazuelas de cobre colgando del techo.

—Una maravilla —dije—. No puedo imaginarme a Janelle haciendo todo esto.

Alice se echó a reír.

—No —dijo—. Yo soy quien se encarga de la casa.

Luego me enseñó los tres dormitorios. Uno era, evidentemente, el dormitorio de un niño.

—Es para el hijo de Janelle cuando viene a verla.

Luego me llevó al dormitorio principal, donde había una cama inmensa. Lo había cambiado, desde luego. Era absolutamente femenino, con muñecas en las paredes, grandes cojines en el sofá y una televisión a los pies de la cama.

Entonces, le dije:

—¿De quién es este dormitorio?

—Mío —dijo Alice.

Pasamos al tercer dormitorio, que estaba muy revuelto. Parecía claro que se utilizaba como una especie de trastero. Había toda clase de objetos y muebles esparcidos por allí. La cama era pequeña y tenía un edredón.

—¿Y este dormitorio de quién es? —pregunté, casi burlonamente.

—De Janelle —dijo Alice.

Al decirlo, soltó mi mano y apartó la cabeza.

Me di cuenta de que estaba mintiendo y de que Janelle compartía con ella la cama grande.

Volvimos a la sala y esperamos.

A las diez y media sonó el teléfono. Era Janelle.

—¡Oh Dios mío! —dijo.

El tono era tan dramático como si tuviese una enfermedad incurable.

—Aún no hemos terminado —continuó—. Nos falta por lo menos otra hora. ¿Quieres esperar?

Me eché a reír.

—Claro —dije—. Esperaré.

—Volveré a llamarte —dijo ella—. En cuanto sepa que hemos terminado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije yo.

Esperé con Alice hasta las doce en punto. Ella quería prepararme algo para comer, pero yo no tenía nada de hambre. Por entonces estaba pasándolo bien. No hay nada tan divertido como que se rían de uno mismo tomándolo por tonto.

A las doce volvió a sonar el teléfono y yo sabía ya lo que iba a decir ella, y lo dijo. Aún no habían terminado. No sabía a qué hora iban a terminar.

Fui muy simpático con ella. Sabía que estaría cansada. Que no la vería aquella noche y que la llamaría al día siguiente desde casa.

—Querido, eres tan bueno, tan bueno. De veras que lo siento —dijo Janelle—. Llámame mañana por la tarde.

Le di las buenas noches a Alice y ella me besó en la puerta y fue un beso de hermana, y me dijo:

—Vas a llamar a Janelle mañana, ¿no?

—Claro —dije yo—. La llamaré mañana desde casa.

A la mañana siguiente cogí el primer avión para Nueva York y en el aeropuerto Kennedy llamé a Janelle. Se puso contentísima.

—Temía que no llamaras.

—Prometí llamarte —dije.

—Estuvimos trabajando hasta muy tarde y el ensayo con el vestuario no es hasta las nueve de esta noche —dijo—. Podría ir al hotel un par de horas si quisieses verme.

—Claro que quiero verte —dije—. Pero estoy en Nueva York. Te dije que te llamaría desde casa.

Hubo una larga pausa al otro lado del hilo.

—Comprendo —dijo.

—Bien —dije yo—. Te llamaré cuando vuelva a Los Ángeles, ¿de acuerdo?

Hubo otra larga pausa y al fin dijo:

—Has sido increíblemente bueno para mí, pero no puedo permitir que sigas hiriéndome.

Y colgó el teléfono.

Pero en mi viaje siguiente a California hicimos las paces y empezamos todo de nuevo. Ella quería ser absolutamente honrada conmigo; no habría más malentendidos. Juró que no se había acostado ni con Evarts ni con el director, que ella era siempre absolutamente sincera conmigo. Que jamás volvería a mentirme. Y para demostrarlo, me contó su asunto con Alice. Era una historia interesante, pero no demostraba nada, al menos según mi opinión. Aun así, fue interesante saber la verdad, desde luego.