39
Una de las cosas que nunca le confesé a Janelle fue que mis celos no eran meramente románticos, sino pragmáticos. Investigué la literatura de las novelas románticas, pero en ninguna novela pude ver que se admitiera que una de las razones de que un hombre casado desee que su amante le sea fiel es que teme atrapar una blenorragia, o algo peor, y transmitírselo a su esposa. Supongo que una de las razones de que no pudiera confesarse tal cosa a la amante es que el hombre casado miente normalmente y dice que ya no duerme con su mujer. Y como aún se acuesta con su mujer, si la contagiase, si es un ser humano, tendría que decírselo a las dos. Está clavado en el cuerno doble de la culpa.
Así pues, una noche le hablé a Janelle de esto. Ella me miró ceñuda y dijo:
—¿Y si te contagia tu mujer y tú me contagias a mí? ¿O no crees posible tal cosa?
Jugábamos nuestro juego habitual de pelearnos, sin pelear en realidad. Era en el fondo un duelo de ingenio en el que estaban permitidos el humor y la verdad, e incluso cierta crueldad, aunque no la brutalidad.
—Por supuesto —dije—. Pero hay menos posibilidades. Mi mujer es una católica bastante estricta. Es virtuosa.
Alcé la mano para silenciar la protesta de Janelle y seguí:
—Y es más vieja que tú, y no tan guapa, y tiene menos oportunidades.
Janelle se suavizó un poco. Cualquier halago a su belleza podía suavizarla.
Luego dije, con una sonrisilla:
—Pero tienes razón. Si mi mujer me contagiase y yo te contagiase a ti, no me sentiría culpable. Eso estaría muy bien. Sería una especie de justicia, puesto que tú y yo delinquimos juntos.
Janelle no pudo aguantar más. Casi dio un salto.
—No puedo creer que hayas dicho una cosa así. Me parece increíble. Quizás yo esté cometiendo un delito —dijo—, pero tú eres sencillamente un cobarde.
Otra noche, a primeras horas de la madrugada, cuando como siempre no podíamos dormir por lo excitados que estábamos después de haber hecho el amor un par de veces y haber bebido una botella de vino, se puso tan pesada e insistió tanto que le hablé de cuando era niño en el hospicio.
De niño yo utilizaba los libros como magia. En el dormitorio, en plena noche, separado y solo, una soledad como no he vuelto a sentir desde entonces, podía huir y escapar leyendo y tejía luego fantasías propias. Los libros que más me gustaban a aquella primera edad de los diez, once y doce años, eran las leyendas románticas de Roldan, Carlomagno, el Oeste norteamericano, y sobre todo el rey Arturo y su Tabla Redonda, y sus bravos caballeros Lancelote y Galahad. Pero sobre todos prefería a Merlin porque me identificaba con él. Y luego tejía mis fantasías, mi hermano Artie era el rey Arturo y eso estaba bien, porque Artie tenía toda la nobleza y la honradez del rey Arturo, la honestidad y la fidelidad de propósito, el amor capaz de perdonar que no poseía yo. De niño, en mis fantasías, me imaginaba astuto y previsor y estaba absolutamente convencido de que regiría mi propia vida por una especie de magia. Y por eso me gustaba el mago del rey Arturo, Merlin, que había vivido el pasado, podía prever el futuro y era inmortal y lo sabía todo.
Por entonces ideé el truco de trasladarme concretamente yo mismo del presente al futuro. Lo usé toda mi vida. De niño, en el hospicio, me convertía en un joven con amistades cultas e inteligentes. Podía ponerme a vivir en un lujoso apartamento y en el sofá de aquel apartamento hacer el amor con una mujer hermosa y apasionada.
Durante la guerra, en guardias tediosas o patrullando, me proyectaba en el futuro, a cuando fuese de permiso a París y comiese bien y me acostase con exuberantes putas. Bajo el fuego artillero podía desaparecer mágicamente y verme descansando en los bosques junto a un arroyo rumoroso, leyendo un libro querido.
Resultaba, resultaba de veras. Yo desaparecía mágicamente. Y me acordaba más tarde, cuando estaba haciendo de verdad aquellas cosas magníficas, recordaba los tiempos terribles y era como si hubiese escapado de ellos por completo, como si nunca hubiese sufrido, como si fuesen sólo sueños.
Recuerdo mi conmoción y mi asombro cuando Merlin le dice al rey Arturo que ha de gobernar sin su ayuda porque él, Merlin, estará preso en una cueva por obra de una joven hechicera a la que ha enseñado todos sus secretos. Como el rey Arturo, yo preguntaba por qué. ¿Por qué Merlin enseñaría a una joven toda su magia, así sencillamente, para que pudiese convertirle en prisionero suyo, y por qué decía tan contento que iba a dormir mil años en una cueva, sabiendo cuál había de ser el trágico final de su rey? Yo no podía entenderlo. Sin embargo, al hacerme mayor, tenía la sensación de que también yo podría hacer lo mismo. Todo gran héroe, había aprendido, debe tener una debilidad, y ésa sería la mía.
Había leído muchas versiones diferentes de la leyenda del rey Arturo, y en una había visto un dibujo de Merlin en que aparecía como un hombre de larga barba gris con un sombrero cónico tachonado de estrellas y signos del Zodíaco. En el taller del hospicio me hice un sombrero así y me lo ponía y lo llevaba. Me gustaba mucho aquel sombrero. Hasta que un día, uno de los chicos me lo robó, y no volví a verlo, y nunca me hice otro. Había utilizado aquel sombrero para sembrar conjuros mágicos a mi alrededor, para llegar a ser el héroe que había de ser; por las aventuras que correría, las grandes hazañas que ejecutaría y la felicidad que hallaría. Pero, en realidad, el sombrero no era necesario. De cualquier modo, las fantasías se tejían solas. Mi vida en aquel hospicio parece un sueño. Yo nunca estuve allí. Yo era realmente Merlin a los diez años. Era un mago, y nada podría herirme nunca.
Janelle me miraba con una sonrisilla.
—Te crees que eres Merlin, ¿verdad? —dijo.
—Un poquito —dije.
Volvió a sonreír, sin decir nada. Bebimos un poco de vino, y luego dijo de pronto:
—Sabes, a veces soy un poco retorcida, y me da miedo, de veras, serlo contigo. Dime, ¿qué te parece si hacemos una cosa? Verás, uno de nosotros inmoviliza al otro y luego hace el amor con el que está inmovilizado. ¿Qué te parece? Déjame que te inmovilice y entonces haré el amor contigo y tú estarás en mis manos. Es muy divertido, verás.
Me sorprendió porque habíamos probado a hacer cosas raras antes y habíamos fracasado. Una cosa sabía yo: nadie me ataría nunca. Así que se lo dije:
—De acuerdo, yo te ataré a ti, pero tú no me atarás a mí.
—Eso no es justo —dijo Janelle—. Eso no es jugar limpio.
—Me importa un carajo —dije—. A mí nadie me ata. ¿Cómo sé que cuando me hayas atado no te vas a dedicar a ponerme cerillas encendidas en los pies o a clavarme un alfiler en un ojo? Quizás después lo lamentes, pero de nada servirá.
—Vamos, no seas tonto. Sería una atadura simbólica. Te ataría con un pañuelo. Podrías desatarte en cuanto quisieras. Sería como un hilo. Tú eres escritor, sabes lo que significa «simbólico».
—No —dije.
Se echó en la cama, sonriéndome, con mucha frialdad.
—Y tú te crees Merlin —dijo—. ¿Pensaste que me ibas a dar lástima tú, pobrecito, en el orfanato imaginándote Merlin? Eres el mayor hijoputa que he conocido y acabo de demostrártelo. Nunca dejarás que una mujer te hechice ni te meta en una cueva o te ate los brazos con un pañuelo. No eres ningún Merlin, Merlyn.
Yo no había visto venir aquello, desde luego, pero tenía una respuesta para ello, una respuesta que no podía darle. Que una hechicera menos habilidosa se le había adelantado. Yo estaba casado, ¿no?
Al día siguiente, tenía que entrevistarme con Doran y éste me dijo que las negociaciones del nuevo guión tardarían un tiempo. El nuevo director, Simon Bellford, estaba intentando sacar mayor porcentaje. Luego, Doran añadió, tanteando:
—¿Podrías considerar tú la posibilidad de cederle a él parte de tu porcentaje?
—Yo no quiero ya ni trabajar en la película —le dije a Doran—. Ese Simon es un vendido, su camarada Richetti un ladrón nato. Kellino, aunque sea tonto del culo, por lo menos es un gran actor. Y ese pijotero de Wagon es el más miserable de todos. No quiero saber nada de esa película.
—Tu porcentaje se basa en tus derechos sobre el guión. Así figura en el contrato. Si dejas que esos tipos sigan sin ti, lo harán de forma que no tengas derechos. Tendrás que recurrir al arbitraje del sindicato de escritores. Los estudios son los que establecen los derechos en el reparto, y si no te incluyen, tendrás que luchar por conseguirlo.
—Que lo intenten —dije—. No pueden cambiar tanto las cosas.
—Tengo una idea —dijo suavemente Doran—. Eddie Lancer es buen amigo tuyo. Pediré que lo pongan a él a trabajar contigo en el guión. Es un tipo listo y puede defender tu postura ante los otros. ¿De acuerdo? Confía en mí esta vez.
—De acuerdo —dije, pues ya estaba cansado de todo aquello.
Luego, antes de que me fuese, Doran dijo:
—¿Por qué estás tan enfadado con esos tíos?
—Porque a ninguno de ellos le importaba un carajo Malomar —dije—. Están contentos de que se haya muerto.
Pero, en realidad, no era cierto. Les odiaba porque querían decirme lo que tenía que escribir.
Volví a Nueva York a tiempo para ver por televisión el reparto de los premios de la Academia. Valerie y yo siempre lo veíamos todos los años. Y aquel año lo veía con especial interés porque Janelle tenía una película corta, de media hora, que había hecho con sus amigos y que había sido seleccionada.
Mi mujer trajo café y pastas y nos sentamos a mirar. Me sonrió y dijo:
—¿Crees que algún día estarás tú ahí recibiendo un Oscar?
—No —dije—. Mi película será una porquería.
Como siempre, en las entregas de los premios se quitaron de en medio todas las cosas pequeñas primero y, claro está, la película de Janelle ganó el premio al mejor tema corto, y apareció enseguida su rostro en la pantalla. Estaba ruborosa de felicidad: fue lo bastante sensata para no extenderse y se sentía lo bastante culpable para ser gentil. Dijo simplemente:
—Quiero dar las gracias a las mujeres que hicieron esta película conmigo, sobre todo a Alice De Santis.
Y eso me llevó de nuevo al día en que supe que Alice amaba a Janelle más de lo que yo podría amarla nunca.
Janelle había alquilado una casa de playa en Malibú, por un mes, y los fines de semana yo dejaba mi hotel y pasaba el sábado y el domingo con ella en su casa. El viernes por la noche paseábamos hasta la playa y luego nos sentábamos en el porche, aquel pequeño porche bajo la luna de Malibú, y observábamos a los pájaros. Janelle me explicó que eran lavanderas. Huían del agua siempre que las olas subían.
Hicimos el amor en el dormitorio que daba al océano Pacífico.
Al día siguiente, sábado, cuando estábamos comiendo, sin haber desayunado, llegó Alice. Comió con nosotros y luego sacó un trocito rectangular de película del bolso y se lo dio a Janelle. El trozo de película no tenía más de dos centímetros y medio de ancho por cinco de largo.
—¿Qué es esto? —preguntó Janelle.
—Son los créditos de la película —dijo Alice—. Los corté.
—¿Y por qué lo hiciste? —dijo Janelle.
—Porque pensé que te gustaría —dijo Alice.
Las observaba a las dos. Había visto la película. Era una maravillosa obra de arte. Janelle y Alice la habían hecho con otras tres mujeres como una empresa feminista. Janelle figuraba como estrella, Alice como directora, y las otras tres mujeres en los puestos correspondientes al trabajo que habían hecho en la película.
—Necesitamos un director. No podemos proyectar una película sin director —dijo Janelle.
Entonces intervine yo, por intervenir.
—Pero yo creí que la película la había dirigido Alice —dije.
Janelle me miró furiosa.
—Ella estaba encargada de la dirección —dijo—. Pero yo hice muchísimas sugerencias de dirección y considero que eso debe reconocerse.
—¡Por Dios! —dije—. Tú eres la estrella de la película. Alice tiene que sacar algo por el trabajo que hizo.
—Por supuesto —dijo indignada Janelle—. Eso mismo le dije yo. No fui yo quien le mandó cortar su nombre del negativo. Lo hizo ella sola.
Me volví a Alice y dije:
—¿Qué opinas tú, en realidad?
Alice parecía muy tranquila.
—Janelle hizo muchísimo trabajo de dirección —dijo—. Y en realidad a mí me da igual. Que figure Janelle. A mí no me importa.
Me di cuenta de que Janelle estaba muy furiosa. Le fastidiaba muchísimo verse en una posición tan falsa. Pero me di cuenta de que no quería dejar que se atribuyese a Alice el mérito de dirigir la película.
—No me mires así, condenado —me dijo Janelle—. Yo conseguí el dinero para hacer esta película y yo reuní a toda la gente y todos colaboramos en el guión y no podría haberse hecho nada sin mí.
—De acuerdo —dije—. Entonces, ponte como productora. ¿Por qué es tan importante el título de directora?
Entonces, habló Alice.
—Vamos a presentar a concurso esta película para el premio de la Academia y para Filmex y, en películas como ésta, la gente piensa que lo único importante es la dirección. El que se lleva más honores por la película es el director. Creo que Janelle tiene razón —se volvió a Janelle—: ¿Cómo quieres que lo redactemos?
—Que aparezcamos las dos —dijo Janelle—. Y que tu nombre vaya primero. ¿Te parece bien?
—Claro —dijo Alice—. Como tú quieras.
Después de comer con nosotros, Alice dijo que tenía que irse, aunque Janelle le suplicó que se quedase. Vi que se daban el beso de despedida y luego acompañé a Alice hasta su coche.
Antes de que arrancara, le pregunté:
—¿De veras no te importa?
Y ella dijo, con una expresión absolutamente serena, bella en su compostura:
—No, en realidad no me importa. Janelle se puso histérica después del primer pase cuando todo el mundo vino a felicitarme. Ella es así, y para mí es más importante hacerla feliz que todo ese otro asunto. Lo comprendes, ¿no?
Le sonreí y le di un beso de despedida en la mejilla.
—No —dije—. Yo cosas así no las entiendo.
Volví a la casa y Janelle no estaba por ninguna parte. Imaginé que habría bajado paseando a la playa y que no quería que la acompañara. Una hora después, la vi subir por la arena bordeando el agua. Entró en la casa y subió al dormitorio; cuando yo subí estaba en la cama tapada con las sábanas, llorando.
Me senté en la cama sin decir nada. Estiró el brazo para apretar mi mano. Aún seguía llorando.
—Crees que soy una zorra, ¿verdad? —dijo.
—No —dije.
—Y Alice te parece maravillosa, ¿verdad?
—Me agrada —dije.
Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Ella temía que yo pensase que Alice era mejor persona que ella.
—¿Le dijiste tú que cortase ese trozo de negativo? —pregunté.
—No —dijo Janelle—. Lo hizo por su cuenta.
—Bueno —dije—. Entonces acéptalo tal como es y no te preocupes de quién se portó mejor y quién parece mejor persona. Quiso hacer eso por ti, acéptalo sin más. Sabes que ella así lo quiere.
Entonces se echó a llorar otra vez. En fin, estaba en una crisis de histeria, así que le hice un poco de sopa y le di uno de sus Valiums azules de diez miligramos, y durmió hasta la mañana del domingo.
Aquella tarde, yo leí. Luego estuve mirando la playa y el agua hasta el amanecer.
Janelle despertó al fin. Serían las diez. Un maravilloso día de Malibú. Advertí enseguida que no se sentía cómoda conmigo, que no quería tenerme cerca; que deseaba llamar a Alice y que Alice viniese y pasase con ella el resto del día. Así que le dije que me habían llamado, que tenía que ir a los estudios y que no podía quedarme con ella. Hizo las protestas propias de una beldad sureña, pero observé que había alegría en su mirada. Quería llamar a Alice y demostrarle su amor.
Me acompañó hasta el coche. Llevaba uno de esos sombreros grandes y flojos para protegerse del sol. Era un sombrero realmente grande. La mayoría de las mujeres habrían estado feas con él. Pero con su rostro y su cutis perfecto estaba guapísima. Llevaba unos vaqueros hechos a la medida, gastados deliberada y previamente, que se le ajustaban al cuerpo como la piel. Y recordé que una noche le había dicho, cuando estaba desnuda en la cama, que tenía un magnífico culo de mujer, que hacían falta generaciones para engendrar un culo como aquél. Lo dije para enfurecerla porque era feminista, pero, ante mi sorpresa, se quedó encantada. Y recordé que en parte era una snob. Que estaba orgullosa de la estirpe aristocrática de su familia sureña.
Me dio el beso de despedida, toda ruborosa. No lamentaba lo más mínimo que me fuese. Sabía que ella y Alice pasarían un día feliz juntas y yo un día espantoso en la ciudad, en mi hotel. Pero pensé: ¿qué demonios? En realidad, Alice se lo merecía y yo no. Janelle había dicho una vez que ella era una solución práctica para mis necesidades emocionales. Pero que yo no lo era para las suyas.
La televisión seguía parpadeando. Hubo un tributo especial a la memoria de Malomar. Valerie me dijo algo al respecto. ¿Era buena persona? Contesté que sí. Vimos la entrega de premios hasta el final, y entonces ella me dijo:
—¿Conoces a alguien de los que estaban allí?
—A algunos —dije.
—¿Cuáles? —preguntó Valerie.
Mencioné a Eddie Lancer, que había ganado un Oscar por su colaboración en un guión, pero no mencioné a Janelle. Me pregunté sólo un instante si Valerie me habría tendido una trampa para ver si mencionaba a Janelle y entonces le dije que conocía a la chica rubia a la que entregaron el premio al principio del programa.
Valerie me miró y luego apartó la vista.