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Una semana después, llamé a Janelle para darle las gracias por llevarme al avión. Me contestó la voz de su contestador automático, disfrazada con acento francés, pidiéndome que dejase el recado.

Cuando hablé, surgió su verdadera voz.

—¿De quién te escondes? —le pregunté.

Janelle se echó a reír.

—Si supieras cómo sonaba tu voz —dijo—. Tan amarga…

Me eché a reír también.

—Me escondía de tu amigo Osano —dijo—. No deja de llamarme.

Sentí algo desagradable en el estómago. No me sorprendía. Pero apreciaba mucho a Osano y él sabía lo que yo sentía por Janelle. Me fastidiaba la idea de que él me hiciese aquello. Y luego, en realidad, no me importaba nada. Ya no era importante.

—Quizá sólo quisiera saber dónde estoy —dije.

—No —dijo Janelle—. Después de que te dejé en el avión, le llamé y le conté lo que había pasado. Estaba preocupado por ti, pero le dije que estabas perfectamente. ¿Lo estás?

—Sí —dije.

No me preguntó nada de lo que había pasado al llegar a casa. Me gustó este detalle. Porque ella sabía que no me agradaba hablar de ello. Y yo sabía que jamás le contaría a Osano lo que había pasado la mañana en que recibí la noticia de la muerte de Artie, cómo me había desmoronado.

Intenté actuar fríamente.

—¿Por qué te ocultas de él? Cuando estuvimos juntos te encantó su compañía en la cena. Creí que aprovecharías la oportunidad de volver a verle.

Hubo una pausa al otro lado, y luego oí una voz que indicaba que estaba furiosa. Su tono se volvió muy sereno. Las palabras muy precisas. Como si estuviese tensando un arco para lanzarme las palabras como flechas.

—Eso es verdad —dijo—, y la primera vez que llamó me encantó y salimos juntos a cenar. Lo pasamos muy bien.

Incrédulo ante la respuesta que me daba, dije, movido por un resto de celos:

—¿Te fuiste a la cama con él?

Se produjo de nuevo la pausa. Casi pude oír el chasquido del arco al lanzar la flecha.

—Sí —dijo.

Ninguno de los dos añadió nada. Me sentía muy mal, pero teníamos nuestras reglas. Ya no podíamos hacernos reproches. Sólo tomar venganza.

Vil, pero maquinalmente, dije:

—¿Cómo fue entonces?

Su tono era muy claro, muy alegre, como si hablase de una película:

—Fue muy divertido. Ya sabes lo hábil que es para dar coba y hacer que te sientas importante.

—Bueno —dije, con naturalidad—, espero que lo haga mejor que yo.

Hubo otra larga pausa. Luego, restalló el arco y la voz tenía un tono herido y rebelde.

—No tienes ningún derecho a enfadarte —dijo—. No tienes ningún derecho a enfadarte por lo que yo haga con otras personas. Eso ya lo hemos aclarado.

—Tienes razón —dije yo—. No estoy enfadado.

No lo estaba. Era peor que eso. En aquel momento, dejó de ser para mí alguien a quien amaba. ¿Cuántas veces le había dicho yo a Osano cuánto amaba a Janelle? Y Janelle sabía lo que me interesaba Osano. Los dos me habían traicionado. No había otro modo de describirlo. Lo curioso era que no estaba enfadado con Osano. Sólo con ella.

—Estás furioso —dijo ella, como si me estuviese portando de modo irracional.

—No, de veras que no —dije.

Me estaba castigando por estar con mi mujer. Estaba castigándome por un millón de cosas, pero si yo no le hubiese hecho aquella pregunta concreta sobre lo de irse a la cama, no me lo habría dicho, no habría sido tan cruel. Pero no me mentiría más. Me había dicho aquello una vez, y ahora lo respaldaba. Lo que ella hiciera no era asunto mío.

—Me alegro de que llamases —dijo—. Te he echado de menos. Y no te enfades por lo de Osano. No volveré a verle.

—¿Por qué no? —dije—. ¿Por qué no has de verle?

—Bueno, demonios —dijo—. Era divertido, pero no conseguía mantenerlo erguido. Oh, maldita sea, me había prometido a mí misma no contarte esto.

Se echó a reír.

Pues bien, siendo un amante celoso normal, me encantaba enterarme de que mi más querido amigo era parcialmente impotente, pero me limité a decir, con la mayor despreocupación:

—Quizás fuese cosa tuya. Él ha tenido siempre un montón de mujeres devotas en Nueva York.

—Dios mío —dijo con voz alegre y clara—, me esforcé todo lo posible. Hasta un cadáver hubiese resucitado.

Luego se echó a reír alegremente.

Tal como ella lo explicaba, tuve una visión suya auxiliando a un inválido Osano, besando y chupando su cuerpo, su pelo rubio flotando. Me sentí muy mal.

—Pegas demasiado fuerte —dije con un suspiro—. Renuncio. Escucha, quiero darte las gracias otra vez por haberme ayudado. No sé cómo conseguiste meterme en aquella bañera.

—Es mi clase de gimnasia —dijo Janelle—. Estoy muy fuerte, sabes.

Luego, con un tono de voz distinto, añadió:

—Siento muchísimo lo de Artie. Me hubiese gustado poder hacer el viaje contigo y ayudarte.

—También a mí me hubiese gustado —dije.

Pero la verdad era que me alegraba de que ella no pudiera acompañarme. Y me avergonzaba el que me hubiese visto desmoronarme. Sentía, de una forma extraña, que debido a aquello ella no podía sentir ya lo mismo hacia mí.

Su voz sonó muy quedamente en el teléfono:

—Te quiero —dijo.

No contesté.

—¿Aún me quieres tú? —preguntó.

Entonces me tocaba a mí.

—Ya sabes que no me está permitido decir cosas como ésa.

Ella no contestó.

—¿Eras tú quien me decía que un hombre casado no debía decirle nunca a una chica que la quería si no estaba dispuesto a dejar a su mujer? En realidad, no le está permitido decirle eso a menos que deje a su mujer.

Por fin llegó la voz de Janelle, ahogada por la furia:

—Vete a la mierda —dijo, y pude oír el golpe violento con que colgaba el teléfono.

Podría haberla llamado de nuevo, pero ella hubiera dejado que aquella voz con falso acento francés contestara: «Mademoiselle Lambert no está en casa. ¿Puede dejar su nombre, por favor?» Así que pensé: «Vete a la mierda tú también». Y me sentí muy bien. Pero sabía que aún no habíamos terminado.