15
El año siguiente fue la época más feliz de mi vida. Estaba esperando que me terminaran la casa. Sería la primera vez que poseería casa propia, y esto me producía una sensación extraña. Por fin sería como todo el mundo. Estaría aislado y no dependería ya de la sociedad ni de otras personas.
Creo que esto procedía del desagrado creciente que me producía la urbanización en la que vivíamos. Por sus excelentes cualidades sociales, blancos y negros ascendían en la escala económica y en cuanto ganaban demasiado dinero no podían seguir en aquella urbanización. Y cuando se iban, sus viviendas pasaban a ser ocupadas por los «no tan bien adaptados». Los negros y blancos que llegaban eran los que vivirían allí siempre. Heroinómanos, alcohólicos, chulos baratos, ladrones de tres al cuarto y violadores ocasionales.
Ante esta nueva invasión, la policía de la urbanización inició una retirada estratégica. Los recién llegados eran más incontrolables, más salvajes, y empezaron a destrozarlo todo. Los ascensores dejaron de funcionar; los ventanales de los vestíbulos quedaron destrozados y no se repararon jamás. Cuando volvía a casa del trabajo, encontraba siempre botellas de whisky vacías en el vestíbulo y borrachos sentados en los bancos que había junto a los edificios. Había fiestas y orgías que hacían intervenir a los policías de la ciudad. Vallie procuraba recoger a los chicos en la parada del autobús cuando volvían a casa del colegio. Llegó incluso a proponerme en una ocasión que nos trasladáramos a casa de sus padres hasta que estuviese lista la nuestra. Esto fue después de que violasen a una niña negra de diez años y la arrojasen de la azotea de uno de los edificios.
Le dije que no, que aguantaríamos. Sabía lo que pensaba Vallie, pero a ella le avergonzaba demasiado para decirlo en voz alta. Le daban miedo los negros. Pero la habían educado en el liberalismo, en la idea de la igualdad, y no podía aceptar frente a sí misma el hecho de que temía a todos los negros que vivían a su alrededor.
Yo tenía un punto de vista distinto. Yo era realista, pensaba, no un fanático. Lo que estaba ocurriendo era que la ciudad de Nueva York empezaba a convertir sus urbanizaciones en barrios bajos negros, creando nuevos ghettos, aislando a los negros del resto de la comunidad blanca. En realidad, las urbanizaciones se estaban utilizando como cordón sanitario. Pequeños Harlems, blanqueados de liberalismo urbano. Y toda la escoria económica de la clase obrera blanca iba quedando segregada allí: los que no tenían una formación suficiente para ganarse la vida, los que estaban demasiado inadaptados y marginados para mantener unida e integrada la estructura familiar. La gente con un poco de sentido hacía lo posible por huir a las zonas suburbanas o a casas o a apartamentos propios de la ciudad. Pero el equilibrio de poder aún no se había alterado. Los blancos aún superaban a los negros en una proporción de dos a uno. Las familias socialmente adaptadas, blancas y negras, aún mantenían una ligera mayoría. Yo pensaba que la urbanización seguiría siendo lugar seguro por lo menos en los doce meses que tendríamos que seguir allí. En realidad, me importaba un pito cualquier otra cosa. Supongo que despreciaba a toda aquella gente. Eran como animales, sin voluntad libre, se contentaban con vivir al día tomando alcohol y drogas y jodiendo sólo por matar el tiempo cuando podían permitírselo. Aquello se estaba convirtiendo en otro maldito orfanato. Pero ¿cómo estaba yo aún allí, entonces? ¿Qué era yo?
En nuestra planta vivía una joven negra con cuatro hijos. Era corpulenta, sexualmente atractiva, llena de vitalidad y vibrante buen humor. Su marido la había abandonado antes de que se trasladase a la urbanización y yo nunca le había visto. La mujer era una buena madre durante el día. Sus hijos estaban siempre limpios, siempre les mandaba a la escuela y les esperaba en la parada del autobús. Pero la cosa cambiaba al llegar la noche. Después de cenar, la veíamos acicalarse y salir hacia una cita, mientras los críos se quedaban en casa solos. La mayor era una niña de diez años. Vallie solía hacer comentarios, pero yo le decía que no era asunto suyo.
Sin embargo, una noche, tarde ya, cuando estábamos en la cama, oímos la sirena de los bomberos. Y empezamos a notar el olor de humo. La ventana del dormitorio nuestro quedaba directamente frente a la del apartamento de la mujer negra, y, como en una escena de película, pudimos ver bailar las llamas en aquel apartamento y a los niños corriendo entre ellas. Vallie, en camisón, arrancó una manta de la cama y corrió a la puerta de nuestra casa. La seguí. Llegamos justo a tiempo de ver cómo se abría la puerta del otro apartamento al fondo del descansillo y salían corriendo cuatro niños. Pudimos ver las llamas tras ellos. Me pregunté qué demonios se proponía Vallie corriendo frenética hacia los niños con la manta en la mano. Entonces vi lo que ella ya había visto: La niña mayor, que salía la última, empujando delante a los más pequeños, había empezado a caer. En su espalda había llamas. Luego se convirtió en una antorcha rojo-oscura. Cayó. Cuando se retorcía en el suelo, Vallie saltó sobre ella y la envolvió en la manta. Un humo gris y sucio se alzó sobre ellas, mientras los bomberos irrumpían en el descansillo con mangueras y hachas.
Los bomberos se hicieron cargo de todo, y Vallie volvió conmigo al apartamento. Las ambulancias subían atronando con sus sirenas por los caminos de la urbanización. Luego vimos aparecer a la madre en su apartamento. Estaba destrozando el cristal de la ventana con las manos y lanzaba grandes gritos. Tenía la ropa empapada de sangre. Yo no me daba cuenta de qué demonios estaba haciendo, hasta que al fin comprendí que intentaba cortarse con los fragmentos de cristal. Aparecieron tras ella los bomberos, surgiendo del humo de las llamas muertas y los muebles carbonizados. La apartaron de la ventana y en seguida la vimos en una camilla camino de la ambulancia.
Aquellas viviendas para pobres, construidas pensando en los beneficios económicos, estaban hechas de modo que el fuego no se extendiese ni el humo constituyese un peligro para otros inquilinos. Sólo se incendió aquel apartamento. Dijeron que la niña mayor se recuperaría, aunque tenía graves quemaduras. La madre estaba ya fuera del hospital.
El sábado por la tarde, una semana después, Vallie se llevó a los críos a casa de su padre para que yo pudiese trabajar tranquilo en mi libro. Estaba trabajando muy bien cuando llamaron a la puerta. Era una llamada tímida que apenas pude oír desde donde estaba trabajando, en la mesa de la cocina.
Abrí la puerta y vi a aquel tipo negro, de un chocolate crema. Tenía un bigote pequeño y el pelo estirado. Murmuró su nombre, y aunque no le entendí bien, asentí. Luego dijo:
—Sólo quería dar las gracias a usted y a su mujer por lo que hicieron por mi hija.
Y comprendí que era el padre de la familia del piso de enfrente, la del incendio.
Le pregunté si quería pasar a tomar una copa. Me di cuenta de que estaba a punto de llorar, humillado y avergonzado por tener que darme las gracias. Le expliqué que mi mujer no estaba en casa y que ya le diría que había venido. Entró tímidamente para indicarme que no pretendía ofenderme negándose a entrar en mi casa, pero dijo que no tomaría nada. Insistí, pero debió notarse que en realidad me resultaba odioso. Que desde la noche del incendio le odiaba. Era uno de esos negros que abandonan a sus mujeres y a sus hijos para que se haga cargo de ellos la asistencia social, y se largan para divertirse y pasarlo bien y vivir su propia vida. Yo había leído sobre los hogares destrozados de las familias negras de Nueva York. Y cómo la organización y las presiones de la sociedad forzaban a estos hombres a dejar a sus mujeres y a sus hijos. Intelectualmente lo comprendía, pero desde un punto de vista emocional, reaccionaba en contra de ellos. ¿Quiénes demonio eran ellos para vivir sus propias vidas? Yo no vivía mi propia vida.
Pero vi luego que las lágrimas rodaban por aquella piel achocolatada, y me fijé en sus largas pestañas y en sus ojos marrón suave. Y luego oí sus palabras:
—Ay, amigo —dijo—. Mi hijita murió esta mañana. Murió en ese hospital.
Empezó a desmoronarse; entonces le sostuve y dijo:
—Decían que se curaría, que las quemaduras no eran tan graves, pero al final se murió. Fui a verla y en el hospital todos me miraban, ¿comprende? Yo era su padre, ¿dónde estaba yo? ¿Qué estaba haciendo? Era como si me acusaran de lo ocurrido, ¿comprende?
Vallie tenía una botella de whisky de centeno para cuando venían a visitarnos su padre y sus hermanos. Ni Vallie ni yo solíamos beber. Pero no sabía dónde demonios guardaba la botella.
—Espere un momento —dije al hombre que lloraba ante mí—. Necesita un trago.
Encontré la botella en el armario de la cocina y serví dos vasos. Bebimos el whisky solo y de un trago y vi que se sentía mejor, que se reponía.
Mirándole, me di cuenta de que no había venido a dar las gracias a los posibles salvadores de su hija. Había venido para encontrar a alguien en quien desahogar su dolor y su sentimiento de culpabilidad. Así que le escuché pensando que no había visto mi expresión reprobatoria.
Serví más whisky. Se dejó caer cansinamente en el sofá.
—Sabe, nunca quise dejar a mi mujer y a mis hijos. Pero ella era demasiado animada, demasiado fuerte. Yo trabajaba duro. Trabajaba en dos sitios y ahorraba dinero. Quería comprar una casa y educar bien a los chicos, pero ella quería divertirse, pasarlo bien. Es demasiado fuerte, por eso tuve que irme. Intenté ver más a los críos, pero no me dejó. Si le daba dinero, se lo gastaba en ella y no en los críos. Y luego, en fin, cada vez nos separamos más, y yo me encontré una mujer a la que le gustaba vivir como vivo yo y me convertí en un extraño para mis propios hijos. Y ahora todo el mundo me acusa de la muerte de mi hijita. Como si fuese uno de esos tipos que se largan y dejan a sus mujeres sólo por divertirse.
—Quien les dejó solos fue su mujer —dije.
—No puedo reprochárselo —dijo él con un suspiro—. Si no sale de noche se vuelve loca. Y no tenía dinero para pagar a alguien que se cuidase de los niños. Yo podría haberme adaptado a ella o haberla matado.
Nada podía decir yo, sólo le miraba y él me miraba a mí. Veía su humillación al contarle todo aquello a un extraño y, además, blanco. Y entonces comprendí que yo era la única persona a quien él podía mostrar su vergüenza. Porque en realidad yo no contaba, y porque Vallie había apagado las llamas en las que ardía su hija.
—Aquella noche quiso matarse —dije.
Rompió a llorar de nuevo.
—Oh —dijo—. Quiere mucho a los niños. El que les deje solos no significa nada. Les quiere mucho a todos. Y no se lo va a perdonar a sí misma. Eso es lo que me da miedo. Va a beber hasta matarse, va a hundirse, amigo. No sé cómo ayudarla.
Yo nada podía decir a esto. En el fondo, pensaba que era un día de trabajo perdido, que ni siquiera podría repasar mis notas. Pero le ofrecí algo de comer. Terminó el whisky y se levantó para irse. De nuevo aquella expresión de vergüenza y humillación se dibujó en su cara al agradecer una vez más lo que Vallie y yo habíamos hecho por su hija. Y luego se fue.
Cuando Vallie volvió a casa aquella noche con los chicos, le conté lo ocurrido y ella se metió en el dormitorio y se puso a llorar mientras yo hacía la cena para los niños. Y pensé en cómo había condenado a aquel hombre sin conocerle, sin saber nada de él. Cómo le había colocado en un marco extraído de los libros que había leído, entre los borrachos y los drogadictos que habían venido a vivir con nosotros en la urbanización. Le imaginé huyendo de los suyos a otro mundo no tan pobre y tan negro, escapando del círculo de los condenados irremisiblemente en el que había nacido. Pensé que había dejado morir a su hija en un incendio. Jamás se perdonaría a sí mismo, su juicio sería mucho más severo que aquel en el que yo, en mi ignorancia, le había condenado.
Luego, una semana después, una pareja de la casa de enfrente tuvo una pelea y él le cortó el cuello a ella. Eran blancos. Ella tenía un amante secreto que se negaba a seguir siendo secreto. Pero la herida no fue mortal, y la esposa descarriada tenía un aspecto teatralmente romántico, con las grandes vendas blancas en el cuello, cuando iba a recoger a sus hijos a la parada del autobús escolar.
Comprendí que nos iríamos de allí en el momento justo.