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Merlyn el Niño cruzó las puertas de cristal y salió del casino. Le encantaba sobremanera contemplar la salida del sol mientras todavía era un frío disco amarillo, sentir cómo soplaba suavemente el aire fresco del desierto desde las montañas que bordeaban la ciudad del desierto. Era el único momento del día en que siempre salía del casino de aire acondicionado. Habían estado planeando en muchas ocasiones una excursión a aquellas montañas. Diane había aparecido incluso un día con la comida preparada. Pero Cully y Jordan se negaron en todo momento a dejar el casino.

Merlyn encendió un cigarrillo. Lo saboreó con largas y lentas chupadas, aunque pocas veces fumaba. El sol empezaba ya a brillar con tono algo más rojo, una redonda parrilla conectada a una infinita galaxia de neón. Merlyn dio la vuelta para volver al casino, y cuando cruzaba las puertas de cristal, localizó a Cully con su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador que cruzaba apresuradamente el sector de dados, evidentemente buscándole. Se encontraron frente al recinto del bacarrá. Cully se apoyó en una de las sillas altas. Su rostro oscuro y flaco estaba crispado de odio, miedo y desconcierto.

—Ese hijo de puta de Jordan —dijo Cully—. Nos birló veinte grandes.

Luego se echó a reír.

—Se voló la cabeza —añadió—. Ganó a la casa cuatrocientos grandes y el muy cabrón se levantó la tapa de los sesos.

A Merlyn no pareció siquiera sorprenderle la noticia. Se apoyó pesadamente en la baranda del bacarrá, el cigarrillo se deslizó de su mano.

—Demonios —dijo—. Nunca pareció un hombre de suerte.

—Es mejor que esperemos aquí y cojamos a Diane cuando vuelva del aeropuerto —dijo Cully—. Podemos repartirnos lo que nos devuelvan del billete.

Merlyn le miró, no con asombro sino con curiosidad. ¿Era tan insensible Cully? No lo creía. Vio la sonrisa repugnante en la cara de Cully, una cara que intentaba ser dura pero que estaba llena de un desmayo próximo al miedo. Merlyn se sentó junto a la cerrada mesa de bacarrá. Se sentía algo mareado por la falta de sueño y el agotamiento. Sentía rabia, como Cully, pero por una razón distinta. Él había estudiado cuidadosamente a Jordan, había observado todos sus movimientos. Le había llevado astutamente a explicar su historia, la historia de su vida. Se había dado cuenta de que Jordan no quería abandonar Las Vegas, de que le pasaba algo. Jordan nunca les había hablado del revólver. Y Jordan había reaccionado siempre perfectamente cuando se daba cuenta de que Merlyn le observaba. Merlyn comprendía ahora que Jordan le había engañado. Le había engañado siempre. Les había engañado a todos. Lo que desconcertaba a Merlyn era que él había entendido perfectamente a Jordan durante todo el tiempo que se habían relacionado en Las Vegas. Había reunido todas las piezas pero, sencillamente por falta de imaginación, no había logrado ver el cuadro completo, pues, ahora que Jordan estaba muerto, Merlyn sabía que el final no podía haber sido otro. Jordan tenía que haber muerto en Las Vegas, esto era algo decidido desde el mismo principio.

El único que no se sorprendió fue Gronevelt. Allí arriba en su apartamento, noche tras noche a lo largo de los años, nunca calibraba el mal agazapado en el corazón del hombre. Planeaba contra él. Mucho más abajo, la caja de su casino encerraba un millón de dólares en metálico que el mundo entero intentaba robar, y él permanecía despierto noche tras noche, lanzando conjuros para desbaratar aquellos planes. Y habiendo llegado así a conocer todo el aburrido mal, algunas horas de la noche ponderaba otros misterios y tenía más miedo de la bondad del alma humana. Ése era el mayor peligro para su mundo, e incluso para él mismo.

Cuando la policía de seguridad informó del disparo, Gronevelt telefoneó inmediatamente a la oficina del sheriff y dejó que las autoridades forzasen la entrada de la habitación. Pero en presencia de sus propios hombres. Para que se hiciese un inventario honesto. Había dos cheques del casino que totalizaban trescientos cincuenta mil dólares y había cerca de cien mil en billetes y fichas embutidos en los bolsillos de aquella ridícula chaqueta de lino que llevaba Jordan. Sus bolsillos con cremallera contenían las fichas que no había echado sobre la cama.

Gronevelt miró por las ventanas de su ático, hacia el rojizo sol del desierto que subía sobre las arenosas montañas. Suspiró. Jordan no perdería sus ganancias. El casino se quedaría sin aquel dinero. En fin, ése era el único medio que tenía un jugador degenerado de conservar sus ganancias. El único medio.

Pero ahora Gronevelt tenía que ponerse a trabajar. Los periódicos tendrían que hablar del suicidio. La imagen sería espantosa, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes se volaba los sesos. Gronevelt no quería rumores de asesinato porque si no el casino no recuperaría sus pérdidas. Había que dar los pasos necesarios. Hizo las llamadas correspondientes a sus oficinas del este. Un antiguo senador de Estados Unidos, un hombre de irreprochable integridad, recibió la misión de comunicar la triste nueva a la reciente viuda. Y de decirle que su marido había dejado una fortuna en ganancias de juego que podría recoger como herencia cuando recogiese el cadáver. Todo el mundo sería discreto, nadie engañaría, se haría justicia. Por último, el incidente sería sólo una historia que los jugadores se contarían unos a otros en noches de mala suerte, en las cafeterías del Strip de Las Vegas. Pero para Gronevelt no era esto lo interesante.

Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar entender a los jugadores.

Fue un funeral sencillo y le enterraron en un cementerio protestante rodeado por la dorada arena del desierto. La viuda de Jordan llegó en avión y se cuidó de todo. Gronevelt y su equipo le informaron también de lo que había ganado Jordan. Se lo pagaron todo meticulosamente. Le entregaron los cheques y todo el dinero en metálico que tenía el cadáver. El suicidio se silenció, con la cooperación de las autoridades y de la prensa. Sería fatal para la imagen de Las Vegas, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes hallado muerto. La viuda de Jordan firmó un recibo de los cheques y del dinero. Gronevelt le pidió discreción, pero no tenía que preocuparse en este aspecto. Si aquella guapa chica enterraba a su marido en Las Vegas, no le llevaba a casa, y no dejaba que sus hijos fuesen al funeral, no había duda de que ocultaba cartas en la manga.

Gronevelt, el ex senador y los abogados escoltaron a la viuda hasta la limousine que le esperaba fuera del hotel. (Cortesía de Xanadú, como todo lo demás). El Niño, que había estado esperándola, se plantó delante de ellos.

—Me llamo Merlyn —dijo a la guapa mujer—. Su marido y yo éramos amigos. Lo siento mucho.

La viuda se dio cuenta de que la observaba atentamente, estudiándola. Se dio cuenta en seguida de que no tenía ningún motivo oculto, de que era sincero. Pero le pareció, en cierto modo, excesivamente interesado. Le había visto durante el funeral con una chica joven que tenía la cara hinchada de tanto llorar. Se preguntó por qué no la había abordado entonces. Probablemente porque la chica había sido la amiga de Jordan.

—Me alegro de que tuviese un amigo aquí —dijo quedamente.

Le resultaba divertido que el joven la mirase tanto. Sabía que tenía una cualidad especial que atraía a los hombres, y que no era tanto su belleza como la inteligencia añadida a aquella belleza: suficientes hombres le habían dicho que constituía una combinación sumamente rara. Ella había sido infiel a su marido muchas veces antes de dar con el hombre con quien había decidido vivir. Se preguntaba si aquel joven, Merlyn, sabía algo de Jordan y de ella, y se preguntaba también qué habría pasado aquella última noche. Pero no le preocupaba. No se sentía culpable. Sabía, mejor de lo que pudiese saberlo nadie, que la muerte de Jordan había sido un acto voluntario y elegido. Un acto de malevolencia de un hombre amable.

Se sentía un poco halagada por la intensidad, la evidente fascinación con que la miraba el joven. No podía saber que él no veía sólo la piel delicada, los huesos perfectos debajo, la boca roja y delicadamente sensual, sino que veía también y vería siempre el rostro de ella como la máscara del ángel de la muerte.