10

En el apartamento de Gronevelt, Cully miraba a través del inmenso ventanal. La pitón verdirroja de neón del Strip serpeaba hacia las negras montañas del desierto. Cully no pensaba en Merlyn ni en Jordan ni en Diane. Esperaba nervioso que Gronevelt saliera del dormitorio, preparando mentalmente sus respuestas, sabiendo que su futuro estaba en juego.

Era un apartamento enorme, con un bar empotrado en el salón y una gran cocina adosada al elegante comedor; todo abierto hacia el desierto y el círculo de montañas que rodeaban la ciudad. Cuando Cully pasaba inquieto a otra ventana, Gronevelt cruzó la arcada del dormitorio.

Gronevelt estaba impecablemente vestido y afeitado, aunque pasaba de medianoche. Se acercó al bar y le dijo a Cully: «¿Quieres beber algo?». Tenía acento del este, de Nueva York o Boston o Filadelfia. En el salón había estanterías llenas de libros. Cully se preguntó si Gronevelt los leería realmente. Los periodistas que escribían sobre Gronevelt se habrían quedado atónitos.

Cully se acercó al bar y Gronevelt le indicó que se sirviera. Cully cogió un vaso y se sirvió un poco de whisky. Vio que Gronevelt bebía agua de soda.

—Has estado trabajando bien —dijo Gronevelt—. Pero ayudaste a ese Jordan en la mesa de bacarrá. Te pusiste contra mí. Recibes dinero mío y vas contra mí.

—Era amigo mío —dijo Cully—. No era un grave problema. Y yo sabía que él era el tipo de persona que se cuidaría de mí para siempre si ganaba.

—¿Te dio algo antes de pegarse el tiro?

—Iba a darnos veinte grandes a cada uno, a mí y a aquel chico que andaba con nosotros y a Diane, la rubia de la mesa de bacarrá.

Cully se dio cuenta de que Gronevelt estaba interesado y que no parecía demasiado enfadado porque hubiese ayudado a Jordan.

Gronevelt se acercó al inmenso ventanal y contempló las montañas del desierto que brillaban oscuras a la luz de la luna.

—Pero no llegaste a recibir el dinero —dijo Gronevelt.

—Fui un imbécil —dijo Cully—. El Niño dijo que él esperaría hasta que Jordan estuviese en el avión, así que yo y Diane dijimos que también esperaríamos. Un error que jamás volveré a cometer.

—Todo el mundo comete errores —dijo tranquilamente Gronevelt—. No es importante, a menos que el error sea fatal. Cometerás más —terminó su vaso—. ¿Sabes por qué hizo lo que hizo ese tal Jordan?

Cully se encogió de hombros.

—Le dejó su mujer. Se llevó todo lo que tenía, creo. Pero quizás tuviese también algo físico, quizás tuviese cáncer. Tenía muy mal aspecto los últimos días.

Gronevelt asintió con un gesto.

—Esa chica del bacarrá, está muy buena, ¿eh?

De nuevo, Cully se encogió de hombros.

—Sí, está bien.

En aquel momento, ante la sorpresa de Cully, una joven salió del dormitorio. Estaba maquillada y vestida para salir. Llevaba el bolso garbosamente colgado del hombro. Cully la reconoció como una de las bailarinas del espectáculo escénico del hotel, una de las que bailaban semidesnudas. Era hermosa y Cully recordó que sus pechos desnudos quitaban el hipo en escena.

La chica besó a Gronevelt en los labios. Ignoró a Cully y Gronevelt no la presentó. Se fue hacia la puerta, y Gronevelt la acompañó. Cully le vio sacar la billetera y coger de ella un billete de cien dólares. Cogió la mano de la chica al abrir la puerta y el billete de cien dólares desapareció. En cuanto ella se fue, Gronevelt volvió y se sentó en uno de los sofás. Hizo de nuevo un gesto y Cully se sentó frente a él en una butaca.

—Lo sé todo sobre ti —dijo Gronevelt—. Eres un artista de la cuenta atrás. Eres bueno con un mazo de cartas en la mano. Por lo que has trabajado para mí, sé que eres listo. Y he hecho que te controlaran constantemente.

Cully cabeceó y esperó.

—Eres un jugador, pero no un jugador degenerado. En realidad sabes controlar el juego. Pero no tengo ni que decirte que a los artistas de la cuenta atrás acaban prohibiéndoles la entrada en todos los casinos. Los jefes de sector hace mucho tiempo que quieren echarte de aquí. No les he dejado. Pero todo eso lo sabes tú muy bien.

Cully siguió esperando.

Gronevelt le miraba directamente a los ojos.

—Me parece muy bien todo salvo en una cosa. Esa relación con Jordan y cómo actuaste con él y con el otro chico. Sé que la chica te importa un pito. Así que, antes que nada, explícame eso.

Cully se tomó su tiempo y fue muy cuidadoso.

—Ya sabe que soy un tramposo —dijo—. Jordan era un tipo raro. Tenía el presentimiento de que podía irme muy bien con él. El chico y la chica se metieron de pronto en el asunto.

—Ese chico, ¿quién demonios era? —dijo Gronevelt—. El número que le montó a Cheech fue peligroso.

Cully se encogió de hombros.

—Era un buen chico.

—Te agradaba —dijo Gronevelt casi cordialmente—. Realmente te agradaba y también Jordan, si no, no te hubieses puesto de parte de ellos en contra mía.

Cully tuvo de pronto un presentimiento. Estaba mirando los centenares de volúmenes que se alineaban en las paredes del salón.

—Sí, me agradaban. El Niño escribió un libro, aunque no ganó mucho dinero. No puedes andar por la vida haciéndote amigo de todo el mundo. Eran realmente buenas personas. No eran tramposos ni maleantes. Podías confiar en ellos. Jamás hubieran jugado una mala pasada. Pensé que sería una experiencia nueva para mí.

Gronevelt se echó a reír. Apreciaba el ingenio. Y le interesaba el asunto. Aunque pocas personas lo supiesen, Gronevelt leía muchísimo. Lo consideraba un vicio vergonzoso.

—¿Cómo se llama el Niño? —preguntó con aparente indiferencia; en realidad estaba verdaderamente interesado—. ¿Y cómo se titula el libro?

—Él se llama John Merlyn —dijo Cully—. No sé cómo se titula el libro.

—No he oído hablar de él —dijo Gronevelt—. Extraño nombre —se quedó un rato pensándolo—. ¿Es su verdadero nombre?

—Sí —dijo Cully.

Hubo un largo silencio, como si Gronevelt estuviera sopesando algo, y luego, por fin suspiró y le dijo a Cully:

—Voy a darte la oportunidad de tu vida. Si haces tu trabajo como te digo y tienes la boca cerrada, tendrás una buena oportunidad de ganar mucho dinero y ser ejecutivo de este hotel. Me agradas y voy a apostar por ti. Pero recuerda que si me jodes te verás en un lío. Hablo en serio. ¿Tienes más o menos idea de lo que quiero decirte?

—La tengo —dijo Cully—. No me asusta. Ya sabe que soy un tramposo. Pero soy lo bastante listo para portarme bien cuando tengo que hacerlo.

—Lo más importante es mantener la boca cerrada —insistió Gronevelt.

Mientras decía esto, su mente vagó hacia atrás, hacia el rato que había pasado con aquella chica. Una boca cerrada. Parecía ser lo único que le servía de algo en aquellos tiempos. De momento, tenía una sensación de cansancio, una debilidad, que parecía presentarse con mayor frecuencia en el último año. Pero sabía que le bastaba bajar y pasearse por su casino para recuperarse. Como una especie de mítico gigante, absorbía potencia y energía por el hecho de sentirse asentado en la tierra fecunda del salón de su casino, de la gente toda que trabajaba para él, de todas las personas que conocía, ricas y famosas y poderosas, que venían a que las fustigasen con los dados y las cartas de él, que se torturaban a sí mismas en sus mesas de fieltro verde. Pero la pausa había sido excesivamente larga, y advirtió que Cully le observaba con curiosidad e inteligencia activas. Estaba dándole a aquel nuevo empleado un margen.

—La boca cerrada —repitió Gronevelt—. Y tendrás que dejar todas las trapacerías de baja estofa. Sobre todo con tías. En fin, ¿que quieren regalos? ¿Que te sacan cien aquí y mil allá? Recuerda entonces que así quedan pagadas, que no les debes nada. Procura no deberle nada a una mujer. Nada. Es preferible no tener cuentas pendientes con tías. A menos que seas un chulo o un imbécil. Recuérdalo. Dales la pasta y listo.

—¿Un billete de cien? —preguntó burlonamente Cully—. ¿No pueden ser cincuenta? Yo no soy dueño de un casino.

Gronevelt sonrió un poco.

—Usa tu propio juicio. Pero si te interesa una chica, resuélvelo con un billete.

Cully asintió y esperó. De momento, todo era palabrería. Gronevelt tenía que ir al grano. Y lo hizo.

—Mi mayor problema en este momento —dijo— es eludir impuestos. Ya sabes que sólo puede hacerse uno rico en la oscuridad. Algunos de los otros propietarios de hoteles se dedican a falsear las liquidaciones con sus socios. Eso no sirve para nada. Al final, los federales les cazarán. Si habla alguien, están listos. Listos de verdad. Eso a mí no me gusta. Pero evadiendo es como puede hacerse dinero de verdad y en eso será en lo que me ayudes tú.

—¿Voy a trabajar en la sección de contabilidad? —preguntó Cully.

Gronevelt meneó la cabeza con impaciencia.

—Trabajarás en el salón de juego —dijo—. Al menos durante un tiempo. Y si trabajas bien, pasarás a ser ayudante personal mío. Es una promesa. Pero tendrás que demostrar que vales. Sin fallos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Desde luego —dijo Cully—. ¿Algún riesgo?

—Sólo por ti mismo —dijo Gronevelt.

Y de pronto miró fijamente a Cully como si estuviese diciéndole algo sin palabras, algo que quería que Cully captase muy bien. Cully le miró también los ojos y la cara de Gronevelt se hundió un poco con una expresión de cansancio y repugnancia, y de pronto Cully comprendió. Si demostraba que no valía, si le engañaba, tenía bastantes probabilidades de acabar enterrado en el desierto. Sabía que esto le preocupaba a Gronevelt, y sintió un extraño lazo con aquel nombre. Quiso tranquilizarle.

—No se preocupe, señor Gronevelt —dijo—. No le defraudaré. Aprecio lo que hace por mí. No le dejaré mal.

Gronevelt cabeceó lentamente. Volvió la espalda a Cully y miró por el inmenso ventanal al desierto y a las montañas de más allá.

—Las palabras no significan nada —dijo—. Cuento con que seas listo. Ven a verme mañana al mediodía y lo ultimaremos todo. Y otra cosa.

Cully pareció estar muy atento.

—Líbrate de esa jodida chaqueta que llevabais siempre tú y tus amigos —dijo Gronevelt con aspereza—. Esa mierda de Las Vegas Ganador. No te imaginas lo que me irritaba esa chaqueta cuando os veía a los tres paseándoos por el casino con ella. Y eso es lo primero que puedes recordarme. Decirle a ese jodido tendero que no pida más chaquetas de ésas.

—Vale —dijo Cully.

—Echemos otro trago y luego puedes irte —dijo Gronevelt—. Tengo que echar un vistazo al casino dentro de un rato.

Tomaron otro trago y Cully se quedó atónito cuando Gronevelt hizo un brindis chocando los vasos para celebrar su nueva relación. Esto le animó a preguntar qué le había pasado a Cheech.

Gronevelt movió la cabeza con tristeza.

—Quizás deba explicarte algunos datos básicos sobre la vida de esta ciudad. Ya sabes que Cheech está en el hospital. Oficialmente le atropelló un coche. Se recuperará, pero nunca volverás a verle en Las Vegas hasta que tengamos otro sheriff.

—Yo creí que Cheech estaba relacionado —dijo Cully. Bebió un trago de su vaso. Permanecía muy alerta. Quería saber cómo funcionaban las cosas a nivel de Gronevelt.

—Tiene muy buenas relaciones en el este —dijo Gronevelt—. Los amigos de Cheech querían incluso que yo le ayudase a salir de Las Vegas. Pero les dije que no me era posible.

—No lo entiendo —dijo Cully—. Usted tiene más poder que el sheriff.

Gronevelt se acomodó en su asiento y bebió lentamente. Como hombre más viejo y más sabio, siempre le resultaba agradable instruir a los jóvenes. E incluso mientras lo hacía, sabía que Cully estaba halagándole, que probablemente Cully conocía todas las respuestas.

—Mira —dijo—, nosotros podemos arreglar las cosas con el gobierno federal, con nuestros abogados y con los tribunales; tenemos jueces y tenemos políticos. De una u otra forma, podemos resolver las cosas con el gobernador o con las comisiones de control del juego. La oficina del sheriff controla la ciudad tal como nosotros queremos. Puedo coger el teléfono y conseguir que prácticamente cualquiera sea expulsado de la ciudad. Estamos creando la imagen de Las Vegas como un lugar absolutamente seguro para los jugadores. No podemos conseguirlo sin la ayuda del jefe de policía. Ahora bien, para ejercer ese poder tiene que tenerlo y nosotros tenemos que dárselo. Tenemos que tenerle contento. Tiene que ser, además, una determinada especie de tipo con determinados valores. No puede dejar que un hampón como Cheech le pegue a su sobrino sin que pase nada. Tiene que romperle las piernas. Y tenemos que dejarle. Yo tengo que dejarle. Cheech tiene que dejarle. La gente de Nueva York tiene que dejarle. Es un pequeño precio que hay que pagar.

—¿Tan poderoso es el jefe de policía? —preguntó Cully.

—Tiene que serlo —dijo Gronevelt—. No tenemos otro medio de lograr que esta ciudad funcione. Y él es un tipo listo, un buen político. Seguirá en su puesto los diez años próximos.

—¿Por qué sólo diez? —preguntó Cully.

Gronevelt sonrió.

—Será demasiado rico para trabajar —dijo—. Y es un trabajo muy duro.

Cuando Cully se fue, Gronevelt se preparó para bajar al salón del casino. Eran ya casi las dos de la madrugada. Hizo su llamada especial al ingeniero del edificio para que bombease oxígeno puro a través del sistema de aire acondicionado del casino para que los jugadores permaneciesen bien despiertos. Luego decidió que debía cambiarse de camisa. Por alguna razón, se le había puesto húmeda y pegajosa durante su charla con Cully. Y mientras se cambiaba, dedicó a Cully más detenidos pensamientos.

Pensaba que podía entender perfectamente a aquel hombre. Cully había creído que el incidente con Jordan era algo negativo para él en su relación con Gronevelt. Por el contrario, Gronevelt se había quedado encantado al ver que Cully apoyaba a Jordan en la mesa de bacarrá. Tal hecho demostraba que Cully no era sólo el tramposo normal y corriente, sino que era un tramposo en lo más profundo de su corazón.