24

Yo estaba en Las Vegas cuando Osano terminó las charlas sobre el guión de cine de su libro. Así pues, hice el breve vuelo hasta Los Ángeles para volver a casa con él. Para hacerle compañía desde Los Ángeles a Nueva York. Cully quería que llevase a Osano a Las Vegas, sólo para conocerle. No pude convencer a Osano de que fuera, así que fui yo a Los Ángeles.

Encontré a Osano, en sus habitaciones del Hotel Beverly Hills, enfadadísimo; nunca le había visto tan enfadado. Pensaba que la industria cinematográfica le había tratado pésimamente. ¿Acaso no sabían que era famoso en todo el mundo, que era el favorito de los críticos literarios de Londres a Nueva Delhi, de Moscú a Sidney? Era famoso en treinta idiomas, incluidas las diversas variaciones de las lenguas eslavas. Lo que no decía es que todas las películas basadas en obras suyas habían sido, por alguna extraña razón, fracasos económicos.

Y Osano estaba enfadado también por otros motivos. Su ego no podía soportar que el director de la película fuese más importante que el escritor. Cuando Osano intentó dar a una amiga suya un pequeño papel en la película, no pudo conseguirlo, y esto le enfureció. Y le enfureció más el que el cámara y el actor principal consiguieran meter a sus amigas en la película. Aquel jodido cámara y aquel actor de mierda tenían más influencia que el gran Osano. Yo esperaba poder meterle en el avión antes de que se volviese loco y empezase a destrozar los estudios y acabase en la cárcel. Pero teníamos que esperar todo un día y toda una noche en Los Ángeles el avión de la mañana siguiente. Para tranquilizarle, le llevé a ver a su agente en la costa oeste, un tipo muy deportista, jugador de tenis, que tenía muchísimos clientes en el negocio del espectáculo. Tenía también unas amigas de lo más guapo que yo había visto. Se llamaba Doran Rudd.

Doran hizo cuanto pudo, pero cuando el desastre acecha, esto no sirve de nada.

—Necesitas pasar una noche por ahí —dijo Doran—. Relajarte un poco, una cena apacible en compañía agradable, un tranquilizante para poder dormir. Quizás una mamada.

Doran era absolutamente encantador con las mujeres. Pero cuando estaba entre hombres insultaba a la especie femenina.

En fin, Osano tenía que montarse su pequeño número antes de dar su aprobación. Después de todo, un escritor de fama mundial, un futuro ganador del premio Nobel, no iba a conformarse con que le trataran como a un muchachito. Pero el agente ya había manejado antes tipos como Osano.

Doran Rudd había tratado con un secretario de estado, un presidente, y el evangelista más destacado de Norteamérica, que arrastraba millones de creyentes al Santo Tabernáculo y era el hijoputa más caliente y mujeriego del mundo, según Doran.

Fue un placer ver cómo el agente suavizaba la irritación de Osano. Aquello no era una operación tipo Las Vegas, en la que te mandaban chicas a tu habitación como si fuesen pizza. Aquello era algo de clase.

—Conozco una chica realmente inteligente que se muere de ganas de conocerte —dijo Doran a Osano—. Ha leído todos tus libros. Te considera el mejor escritor de Norteamérica. En serio. Y no es una chica cualquiera. Se licenció en psicología en la universidad de California, y acepta pequeños papeles en películas para poder establecer contactos y escribir un guión. Es la chica ideal para ti.

Por supuesto, no consiguió engañar a Osano. Osano sabía de sobra lo que pasaba, que pretendían engañarle para darle lo que realmente quería. Así que no pudo resistir la tentación de decir, cuando Doran descolgó el teléfono:

—Todo eso está muy bien, pero ¿podré tirármela?

El agente estaba ya marcando con un bolígrafo de punta dorada.

—Tienes un noventa por ciento de posibilidades —dijo.

—¿Cómo calculaste esa cifra? —preguntó Osano rápidamente.

Siempre hacía esto cuando alguien le soltaba una estadística. Odiaba las estadísticas. Creía incluso que el New York Times se inventaba sus cotizaciones de bolsa sólo porque uno de sus paquetes de acciones de IBM lo cotizaron en 295 y, cuando intentó venderlo, sólo pudo conseguir 290 por acción.

Doran se quedó sorprendido. Dejó de marcar.

—Se la he presentado a cinco tipos desde que la conozco. Y cuatro lo consiguieron.

—Eso es un ochenta por ciento —dijo Osano.

Doran empezó a marcar otra vez. Cuando contestó una voz, se retrepó en su silla giratoria y nos guiñó un ojo. Luego fue a lo suyo.

Me pareció admirable. Realmente admirable. Era excelente en aquello. Tenía una voz tan cálida, una risa tan contagiosa.

—¿Katherine? —gorjeó el agente—. Escucha. Estuve hablando con el director que va a hacer esa película del oeste con Clint Eastwood. ¿Querrás creer que te recordaba de aquella entrevista del año pasado? Dijo que hiciste la mejor lectura de todas, pero que tenía que elegir a alguien con nombre y que después de la película lamentó haberlo hecho. En fin, quiere verte mañana a las once o a las tres. Luego te llamaré para decirte la hora exacta. ¿Vale? Escucha, tengo una impresión magnífica de todo esto. Creo que es la gran oportunidad. Que ha llegado tu momento. No, no, en serio.

Luego escuchó un rato.

—Sí, sí. Creo que lo harás muy bien. Maravillosamente —puso los ojos cómicamente en blanco, mirándonos, lo cual hizo que le detestara—. Sí, le sondearé y ya te diré algo. Oye, escucha, ¿a que no sabes quién está ahora mismo aquí, en mi oficina? No. Tampoco. Mira, es un escritor. Osano. Sí, en serio. De veras. Que sí, de veras. Y lo creas o no, te mencionó casualmente, no por el nombre, pero estuvimos hablando de películas y mencionó el papel ese que hiciste tú en Muerte en la ciudad. ¿No es curioso? Sí, es un admirador tuyo. Sí, ya le he dicho que eres una enamorada de su obra. Escucha, se me ha ocurrido una gran idea. Voy a cenar con él esta noche en Chasen’s, ¿por qué no vienes a adornar nuestra mesa? Magnífico. Haré que pase un coche a recogerte a las ocho. Muy bien, querida. Eres mi favorita. Sé que le gustarás. No es de los que aceptan a cualquiera. No le gustan las trepadoras. Necesita conversación y me he dado cuenta de que los dos congeniaréis muy bien. De acuerdo, adiós, querida.

El agente colgó, se acomodó en su silla y nos dirigió su encantadora sonrisa.

—De veras que es una muchacha simpática —dijo.

Me di cuenta de que a Osano le deprimía un poco todo aquello. En realidad, le agradaban las mujeres y le molestaba que las engañasen. Decía muchas veces que prefería que una mujer le engañase a engañarla él. De hecho, en una ocasión me explicó toda su filosofía respecto al amor. Me explicó que, según él, era mejor ser la víctima.

—Míralo de este modo —había dicho Osano—: Cuando estás enamorado de una tía disfrutas de lo mejor del asunto aun cuando ella esté engañándote. Tú eres quien se siente maravillosamente, quien disfruta cada minuto. Ella es la que lo pasa muy mal. Ella está trabajando… tú jugando. Así que, ¿por qué quejarse cuando ella por fin te machaca y te das cuenta de que ha estado engañándote?

Pues bien, su filosofía se vio puesta a prueba aquella noche. Llegó a casa antes de las doce: llamó a mi habitación, y vino a echar un trago y a explicarme lo que le había pasado con Katherine. Aquella noche el porcentaje de Katherine había disminuido. Era una morenilla vibrante y encantadora y desbordó a Osano. Le encantaba Osano. Le adoraba. Le emocionaba el poder cenar con él. Doran captó el mensaje y desapareció después del café. Osano y Katherine estaban tomando una última botella de champán para relajarse antes de volver al hotel a concluir el asunto.

Ahí fue donde la suerte de Osano dio un giro, aunque hubiese podido resolver la cuestión de no ser por su ego.

Lo que jodió el asunto fue uno de los actores más insólitos de Hollywood. Se llamaba Dickie Sanders, y había ganado un Oscar y participado en seis películas de gran éxito. Lo que le hacía único era el hecho de ser enano. Esto no es tan malo como parece. Su único problema era el de ser tan bajo. Porque era un tipo muy guapo para ser enano. Podemos decir que era una especie de James Dean en miniatura. Tenía la misma sonrisa dulce y triste y la utilizaba con las mujeres con efectos devastadores y calculados. Las mujeres no podían resistirse. Y, como dijo Doran después, cuentos aparte, ¿qué tía con ganas de joder puede resistir la tentación de acostarse con un enano guapo?

Así pues, cuando Dickie Sanders entró en el restaurante, no hubo ninguna disputa. Estaba solo y se detuvo en la mesa de ellos para saludar a Katherine; al parecer se conocían, ella había hecho un papel pequeño en una de las películas de él. En fin, Katherine le adoraba por lo menos el doble de lo que adoraba a Osano. Y Osano se cabreó tanto que la dejó allí con el enano y volvió solo al hotel.

—Esta mierda de ciudad —dijo—. Un tipo como yo desbancado por un jodido enano.

Estaba realmente muy afectado. Su fama nada significaba. El inminente premio Nobel nada significaba. Sus Pulitzers y sus premios nacionales del libro de nada servían. Tenía que ceder el primer puesto a un actor enano, y eso no podía soportarlo.

Tuve que llevarle a su habitación y meterle en la cama. Mis últimas palabras de consuelo fueron:

—Escucha, no es un enano, sólo es un tipo muy bajo.

A la mañana siguiente, cuando Osano y yo cogimos aquel avión para Nueva York, aún seguía deprimido. No sólo por haber rebajado el porcentaje de Katherine, sino porque la versión cinematográfica de su libro era una porquería. Estaba convencido de que el guión era muy malo y tenía razón. Así que en el avión estuvo de muy mal humor, y exigió un whisky a la azafata antes incluso de despegar.

Estábamos en los primeros asientos, junto a la cabina, y en los asientos del otro lado del pasillo iba una de esas parejas de mediana edad, los dos muy delgados y muy elegantes. El hombre tenía una expresión de desdicha y abatimiento que resultaba en cierto modo atractiva. Daba la impresión de que vivía en un infierno personal, pero que se lo había merecido. Se lo había merecido por su arrogancia exterior, la elegancia de su atuendo, el rencor que se pintaba en su mirada. Estaba sufriendo y parecía decidido a que todos los que estuviesen a su alrededor sufriesen también, si consideraba que podían soportarlo.

Su mujer parecía la clásica mujer mimada. Era evidentemente rica, más rica que su marido, aunque posiblemente los dos lo fuesen: se veía claramente que lo eran por la forma en que cogían el menú que les daba la azafata. Por cómo miraban beber a Osano aquel whisky teóricamente ilegal.

La mujer tenía esa belleza marcada y definida que preserva la cirugía plástica de calidad, y lucía el tostado uniforme de las lámparas solares diarias y del sol del sur. Tenía además un rictus agrio, que es quizás la cosa más fea que pueda tener una mujer. A sus pies, apoyada contra la mampara de la cabina, había una caja con enrejado de alambre donde iba el perro de aguas francés más hermoso del mundo. Tenía un pelo rizado y plateado que le caía en bucles sobre los ojos; la boca rosada, y una cinta rosa en la cabeza. Tenía incluso un hermoso rabo con un lazo rosa que se balanceaba suavemente. Era el perrito más feliz que podáis imaginar y el de más dulce aspecto. Aquellos dos miserables seres humanos que eran sus propietarios, evidentemente estaban muy satisfechos de poseer aquel tesoro. La expresión del hombre se dulcificaba levemente cuando miraba al perro. La mujer no mostraba el menor placer, sólo orgullo de propietaria, igual que una vieja fea que tiene a su cargo a su hija bella y virgen a la que está preparando para la plaza del mercado. Cuando extendía la mano para que el perrillo se la lamiera lascivamente, era como un Papa tendiendo la mano para que besaran su anillo.

Lo magnífico de Osano era que nunca se perdía nada, aunque pareciese estar mirando hacia otro sitio. Había prestado atención estricta a su trago, hundido en su asiento. Pero de pronto me dijo:

—Preferiría que me la chupara el perro antes que la tía.

Los motores del reactor hacían imposible el que la mujer del otro lado del pasillo le oyera, pero de todos modos me puse nervioso. Ella me dirigió una mirada fría y despectiva, aunque quizás mirase siempre así a la gente.

Entonces me sentí culpable de haberles condenado a ella y a su marido. Después de todo, eran dos seres humanos. ¿Por qué demonios me había dedicado a denigrarles basándome en la pura especulación? En fin, el caso es que le dije a Osano:

—Quizás no sean tan horribles como parecen.

—Sí, claro que lo son —dijo.

Esto no era propio de él. Podía ser racista, patriotero y fanático, pero sólo superficialmente. En realidad, sin creérselo. Así que no comenté nada más, y cuando la linda azafata nos encerró en nuestros asientos para cenar, le conté cosas de Las Vegas. No podía creer que yo hubiese sido en ciertos tiempos un jugador empedernido.

Ignorando a la pareja de al lado, olvidándoles, le dije:

—¿Sabes cómo llaman los jugadores al suicidio?

—No —dijo Osano.

Sonreí.

—Le llaman el Gran As.

Osano meneó la cabeza.

—Eso es maravilloso —dijo secamente.

Vi que menospreciaba un poco lo melodramático de la expresión, pero continué:

—Eso fue lo que me dijo Cully la mañana en que Jordan se suicidó. Cully vino y me dijo: «¿Sabes lo que hizo el cabrón de Jordy? Se sacó el Gran As de la manga. El muy pijo utilizó su Gran As».

Hice una pausa, recordándolo más claramente entonces, años después. Resultaba curioso. Aquella frase se me había olvidado, no recordaba habérsela oído a Cully aquella noche.

—Lo dijo como con mayúsculas, ¿comprendes? El Gran As.

—¿Por qué crees que lo hizo, en realidad? —preguntó Osano.

Aunque no le interesaba demasiado, se daba cuenta de que a mí me inquietaba el tema.

—¿Quién demonios puede saberlo? —dije—. Yo me creía muy listo. Pensaba que le entendía muy bien. Y casi le entendí. Pero luego me engañó. Eso es lo que me fastidia.

Me hizo dudar de su humanidad, su trágica humanidad. Nunca dejes que nadie te haga dudar de la humanidad de un ser humano.

Osano rió entre dientes, e hizo un gesto indicando a los de al lado.

—¿Cómo ellos? —preguntó. Y entonces me di cuenta de que aquello era lo que me hacía contarle la historia.

Miré a la pareja.

—Quizás.

—De acuerdo —dijo—. Pero a veces resulta difícil. Sobre todo con los ricos. ¿Sabes qué es lo peor de los ricos? Que se creen tan buenos como el que más sólo porque tienen mucha pasta.

—¿No lo son? —pregunté.

—No —dijo Osano—. Son como jorobados.

—¿Los jorobados no son tan buenos como cualquiera? —pregunté. Estuve a punto de decir enanos.

—No —dijo Osano—. Ni tampoco la gente que tiene sólo un ojo, ni los chiflados ni los críticos, ni las tías feas ni los cobardicas. Tienen que esforzarse para ser como los demás. Pero esa pareja no se esfuerza. Nunca lo conseguirán.

Estaba poniéndose un poco irracional e ilógico, sin demasiada brillantez. Pero, qué demonios, había pasado una mala semana. Y no es corriente el que un enano te deshaga un plan.

Le dejé desahogarse.

Terminamos de cenar. Osano se bebió el pésimo champán y comió la pésima comida que, incluso en primera clase, se cambiaría por una salchicha de Coney Island. Cuando bajaron la pantalla de cine, Osano se quitó el cinturón de seguridad y subió las escaleras hasta la sala cupular del avión. Terminé el café y le seguí arriba.

Se había sentado en un sillón de respaldo alto y había encendido uno de sus largos habanos. Me ofreció otro y lo acepté. Estaban empezando a gustarme, y eso a Osano le encantaba. Era siempre generoso, pero con los habanos solía ser comedido. Si le cogías uno, te vigilaba estrechamente para ver si lo disfrutabas lo bastante para merecerlo. La sala empezaba a llenarse. La azafata de servicio estaba muy ocupada preparando bebidas. Cuando le trajo a Osano su martini, se sentó en el brazo de su sillón y él le puso una mano en el regazo para coger la suya.

Me di cuenta de que una de las grandes ventajas de ser tan famoso como Osano era que podías hacer cosas así. En primer lugar, tenías la seguridad necesaria. En segundo, la joven, en vez de considerarte un viejo sucio, se sentía en general enormemente halagada de que alguien tan importante pudiese considerarla atractiva. Si Osano quería jodérsela, ella tenía que ser algo especial. No sabían que Osano era tan caliente que podía joder con cualquier cosa con faldas. Lo cual no está tan mal como parece, pues muchos tipos como él se jodían cualquier cosa, tuviese faldas o pantalones.

La chica estaba encantada con Osano. Luego, una pasajera de bastante buen ver empezó a acercársele, una mujer mayor con una cara rara e interesante. Nos contó que acababa de recuperarse de una operación de corazón y que llevaba seis meses sin joder y que no podía más. Ése era el tipo de cosas que las mujeres le contaban siempre a Osano. Pensaban que podían decirle lo que fuera porque era escritor y podía entenderlo todo. Y también porque era famoso y eso les haría resultar interesantes.

Osano sacó su pastillero en forma de corazón, que había comprado en Tiffany’s. Estaba lleno de tabletas blancas. Cogió una y ofreció la caja a la operada del corazón y a la azafata.

—Vamos —dijo—. Es un estimulante. Volaréis muy alto. Luego cambió de idea.

—No, tú no —dijo a la dama operada—. En tu estado, no.

Entonces me di cuenta de que la operada quedaba descartada. Pues en realidad las píldoras eran de penicilina; Osano las tomaba siempre antes de tener relación sexual para inmunizarse contra las enfermedades venéreas. Utilizaba siempre este truco de hacer que la posible compañera las tomara para que la seguridad fuese doble. Se metió una en la boca y la tragó con whisky. La azafata tomó también una, entre risas, y Osano la contempló con una alegre sonrisilla. Me ofreció a mí la caja, pero la rechacé con un gesto.

La azafata estaba realmente muy bien, pero no podía manejar a Osano y a la dama operada. Intentando volver a llamar la atención hacia ella, le dijo dulcemente:

—¿Estás casado?

Entonces se dio cuenta, como todo el mundo, de que no sólo estaba casado, sino de que se había casado por lo menos cinco veces. No sabía que una pregunta como aquélla irritaba a Osano porque se sentía siempre un poco culpable de engañar… a todas sus mujeres, incluso a aquellas de las que se había divorciado. Osano miró riendo entre dientes a la azafata y le dijo fríamente:

—Estoy casado. Tengo una amante y una novia fija. Pero ando buscando una señora con quien poder divertirme un poco.

Era ofensivo. La joven se ruborizó y se fue a servir bebidas a los demás pasajeros.

Osano se acomodó para disfrutar de la conversación con la dama operada, dándole consejos para su primer polvo. Estaba tomándole un poco el pelo.

—Mira —dijo—, procura no joder directamente la primera vez. No será un buen polvo para el tío porque estarás un poco asustada. Lo que tienes que hacer es conseguir un tío que te lo haga mientras estás medio dormida. Tomas un tranquilizante y luego, cuando estés medio atontada, él puede hacerte una lamida, ¿comprendes?, y consíguete un tipo que lo haga bien. Un verdadero artista del pilón.

La mujer se ruborizó un poco. Osano rió entre dientes. Sabía lo que estaba haciendo. Yo también me sentía violento. Siempre me enamoraba un poco de las desconocidas que me impresionaban favorablemente. Me di cuenta de que ella estaba pensando en la manera de conseguir que Osano le hiciese aquel servicio. No sabía que era demasiado vieja para él y que él no hacía más que jugar sus cartas con mucha frialdad para enganchar a la joven azafata.

Estábamos viajando a unas seiscientas millas por hora sin darnos cuenta. Pero Osano estaba ya algo borracho y las cosas empezaron a ir mal. La dama operada lloriqueaba beodamente sobre la muerte y sobre cómo encontrar el tipo adecuado para que se lo hiciese como era debido. Esto puso nervioso a Osano.

—Siempre puedes jugar el Gran As —le dijo.

Por supuesto, ella no sabía de qué hablaba él, pero sabía que estaba menospreciándola, y su expresión ofendida irritaba aún más a Osano. Pidió otro trago y la azafata, celosa y molesta porque la hubiese ignorado, le sirvió la bebida y se largó de esa forma fría e insultante que un joven puede siempre utilizar para rebajar a los viejos. Aquel día Osano representaba su edad.

En ese momento, subió las escaleras del salón la pareja del perro. En fin, ella era una mujer de la que yo jamás me enamoraría. El rictus amargo de la boca, aquella cara artificialmente teñida de un color entre nuez y castaño, con todas las arrugas extirpadas por la cuchilla del cirujano, el conjunto resultaba repugnante. No podía tejerse ninguna fantasía alrededor de aquello, a menos que uno estuviese en el rollo sadomasoquista.

El hombre llevaba al lindo perrito, que sacaba la lengua muy contento. El llevar al perro daba al rostro amargado de aquel hombre un conmovedor aire de vulnerabilidad. Osano, como siempre, pareció no advertir su llegada, aunque ellos le miraron varias veces, demostrando que sabían quién era. Probablemente de la televisión. Osano había salido un centenar de veces en televisión, atrayendo siempre el interés de todos por su actitud estrafalaria que rebajaba su verdadero talento.

La pareja pidió bebidas. La mujer le dijo algo al hombre y éste, obediente, dejó el perro en el suelo. El perro se quedó junto a ellos y luego dio una vueltecilla, olisqueando a todas las personas y los asientos. Yo sabía que Osano odiaba a los animales, pero parecía no darse cuenta de que el perro le olisqueaba los pies. Siguió hablando con la dama operada. La dama operada se agachó para fijar la cinta rosa de la cabeza del perrito y el animal le lamió la mano con su lengüecita rosada. Nunca he podido entender esa manía de los animales, pero desde luego aquel perrillo era, de un modo raro, muy sexy. Me pregunté qué pasaría entre aquella pareja de amargados. El perrito dio una vuelta por allí, volvió a sus propietarios y se sentó a los pies de la mujer. Ésta se puso gafas oscuras, lo cual, por alguna razón, resultaba lúgubre, y luego la azafata le llevó su bebida; entonces ella le dijo algo a la azafata. La azafata la miró asombrada.

Creo que fue en ese momento cuando me puse un poco nervioso. Sabía que Osano estaba muy cargado. Le reventaba verse atrapado en un avión, verse atrapado en una conversación con una mujer a la que en realidad no quería tirarse. En lo que él pensaba era en el modo de conseguir meter a la joven azafata en un lavabo y echarle un polvo rápido y feroz. La joven azafata me trajo mi bebida y se inclinó para susurrarme algo al oído. Me di cuenta de que Osano se ponía celoso. Creía que la chica me prefería a mí, y esto era un insulto a su fama. Podía entender que la chica prefiriese a un tipo más joven y más apuesto, pero no que rechazase su fama.

Pero lo que me decía la azafata era algo muy distinto.

Me dijo: «Esa señora quiere que le diga al señor Osano que apague el puro. Dice que molesta a su perro».

Dios mío. Teóricamente, el perro no podía estar correteando por allí. Tenía que estar en su caja. Todo el mundo lo sabía. La chica me susurró preocupada: «¿Qué puedo hacer yo?».

Supongo que lo que ocurrió después fue en parte culpa mía. Sabía que Osano podía dispararse en cualquier momento, y aquél era uno muy propicio. Pero siempre he sentido curiosidad por ver cómo reacciona la gente. Quería ver si la azafata tendría realmente el coraje de decirle a un tipo como Osano que apagara su amado puro habano por un jodido perro. Sobre todo cuando Osano había pagado un billete de primera sólo para poder fumarlo en el salón. Yo quería también ver si Osano le ponía las peras al cuarto a aquella tía. Yo habría tirado mi puro y me habría olvidado del asunto. Pero conocía a Osano. Antes era capaz de hacer que se estrellara el avión.

La azafata esperaba una respuesta. Yo me encogí de hombros.

—Haga lo que tenga que hacer —dije.

Era una respuesta malévola.

Supongo que la azafata pensó lo mismo. O quizás sólo quisiera humillar a Osano porque ya no le prestaba la menor atención. O quizás fuese sólo una niña, el caso es que eligió lo que le pareció el camino más fácil. Osano, si no se le conocía, parecía más fácil de manejar que la arpía del perro.

En fin, todos cometemos errores. La azafata se plantó junto a Osano y le dijo:

—¿No le importaría dejar su puro? Esa señora dice que el humo molesta a su perro.

Los vivaces ojos verdes de Osano se volvieron fríos como el hielo. Miró a la azafata largo rato, con dureza.

—Dígame eso otra vez —dijo.

En ese momento, sentí deseos de saltar del avión. Vi la expresión de furia maníaca ir apareciendo en la cara de Osano. No era ya una broma. La mujer miraba a Osano con desprecio. Estaba deseando una discusión, un verdadero escándalo. Se veía claro que le encantaba la posibilidad de una pelea. El marido miraba por la ventanilla, estudiando el horizonte sin límites. Sin duda era una escena familiar y él tenía absoluta confianza en que su mujer acabaría imponiéndose. Tenía incluso una alegre sonrisa satisfecha. Sólo el perrillo estaba inquieto. Olisqueaba en el aire y lanzaba delicados hipidos. El salón estaba lleno de humo, pero no sólo del puro de Osano. Casi todo el mundo fumaba cigarrillos, y daba la impresión de que los propietarios del perrito obligarían a todo el mundo a dejar de fumar.

La azafata, asustada por la cara de Osano, se quedó paralizada… incapaz de hablar. Pero la mujer no se intimidó lo más mínimo. Se veía claramente que le encantaba aquella expresión de furia maníaca de Osano. También se veía que nunca en su vida le habían dado un puñetazo en la boca, que nunca le habían partido los dientes. Jamás se le había pasado la idea por la cabeza. Así que se inclinó tranquilamente hacia Osano para hablar con él, poniendo su cara a tiro. Estuve a punto de cerrar los ojos. En realidad, los cerré una fracción de segundo y pude oír que la mujer decía con su voz fría y delicada, muy lisamente.

—Su habano molesta a mi perro. ¿Podría dejar de fumar, por favor?

Las palabras eran bastante ásperas, pero el tono era mucho más insultante que las palabras. Me di cuenta de que ella esperaba una discusión sobre el derecho a ir con el perro al salón, dado que el salón era para fumar. Lo mismo que comprendía que si hubiese dicho que el humo le molestaba a ella personalmente, Osano se habría deshecho del puro. Pero ella quería que Osano apagase el puro por el perro. Quería una escena.

Osano lo captó inmediatamente. Lo comprendió todo. Y creo que esto fue lo que le desquició. Vi aparecer aquella sonrisa en su cara, una sonrisa que podía ser infinitamente encantadora, pero que por los fríos ojos verdes era indicio de un arrebato de locura.

No le gritó. No le pegó en la cara. Le echó un vistazo al marido para ver qué haría. El marido sonrió desvaídamente. Le gustaba lo que estaba haciendo su mujer. O eso parecía. Luego, en un movimiento medido, Osano dejó el puro en el cenicero de su asiento. La mujer le miró con desprecio. Entonces Osano estiró el brazo por encima de la mesa y la mujer pareció creer que iba a hacerle una caricia al perro. Yo sabía que no. La mano de Osano bajó sobre la cabeza del perrito y se cerró en su cuello.

Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido para poder impedirlo. Alzó al pobre perro por encima de su asiento y lo estranguló con ambas manos. El perro gemía y gorgoteaba, agitando el rabito con su lazo rosa. Empezaron a desorbitársele los ojos de su colchón de pelo sedoso y lavado. La mujer lanzó un grito y se abalanzó sobre Osano para arañarle la cara. El marido no se movió. En aquel momento, el avión entró en una pequeña bolsa de aire y todos nos tambaleamos, pero Osano, borracho, concentrado en estrangular al perro, perdió el equilibrio y fue a caer pasillo adelante, sin soltar al perro. Tuvo que soltarlo al levantarse. La mujer gritaba que iba a matarle o algo así. La azafata gritaba también, sobrecogida. Osano, de pie, tranquilo, sonrió mirando a su alrededor; luego avanzó hacia la mujer que aún seguía gritándole. Ella creía que ahora él se sentiría avergonzado de lo que había hecho, que podría machacarle. No sabía que había decidido ya estrangularla igual que al perro. Lo comprendió entonces… dejó de chillar.

Osano era víctima de un ataque de furia incontrolada, en parte porque así era su carácter y en parte porque era famoso y sabía que estaba a cubierto de cualquier represalia por su furia. Un joven fuerte y corpulento entendió esto por instinto, pero le ofendió el que Osano no respetase su juventud y su fuerza superiores. Y perdió también el control. Agarró a Osano por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás con tal fuerza que casi le rompe el cuello. Luego, le echó el brazo al cuello y dijo:

—Voy a romperte el cuello, hijo de puta.

Osano se quedó quieto entonces.

Dios mío, después de eso se organizó un lío tremendo. El capitán del avión quiso poner a Osano una camisa de fuerza, pero le convencí de que no lo hiciera. Los agentes de seguridad despejaron el salón, y Osano y yo hicimos el resto del viaje allí, sentados con ellos. No nos dejaron salir, en Nueva York, hasta que se fueron todos los pasajeros, así que no volvimos a ver a aquella mujer. Pero la última ojeada fue suficiente. Le habían lavado la sangre de la cara, pero tenía un ojo casi cerrado y la boca destrozada. El marido llevaba al perrito, que aún estaba vivo y movía el rabo desesperadamente buscando afecto y protección. Salió, por supuesto, en todos los periódicos. El gran novelista norteamericano, destacado candidato al premio Nobel, había estado a punto de matar a un perrito de aguas francés. Pobre perro. Pobre Osano. La tipa resultó ser una importante accionista de las líneas aéreas, millonaria además por otros varios conceptos y, por supuesto, hasta podía amenazar con no volver a utilizar aquellas líneas aéreas. En cuanto a Osano, se sentía absolutamente feliz. No sentía nada por los animales.

—Mientras pueda comerlos —decía—, puedo matarlos.

Cuando le indiqué que nunca había comido carne de perro, se limitó a encogerse de hombros y añadir:

—Si me guisas bien uno, me lo comeré.

Osano olvidaba algo. Aquella chiflada tenía también su humanidad. Estaba loca, de acuerdo. Se merecía que le partiesen la boca, de acuerdo. Quizás, incluso, le viniese bien. Pero no se merecía lo que le hizo Osano. En realidad, no podía evitar ser como era. Lo pensé luego. El Osano de la primera época lo habría entendido perfectamente. Pero, por alguna razón, ya no era capaz de entenderlo.