6

Les conté a Jordan, Cully y Diane cómo mi hermano, Artie, y mi mujer, Vallie, iban a verme todos los días. Y que Artie me afeitaba y llevaba y traía en coche a Vallie mientras su mujer se ocupaba de mis hijos. Vi que Cully sonreía maliciosamente.

—De acuerdo —dije—. Esa cicatriz que os enseñé era de la operación. No hubo ametralladora. Pero si utilizarais la cabeza, os habríais dado cuenta desde el principio de que de haberme hecho una herida así no habría sobrevivido.

Cully no dejaba de sonreír.

—¿No se te pasó por la cabeza —dijo— que cuando tu hermano y tu mujer salían del hospital podían ir a acostarse antes de volver a casa? ¿La dejaste por eso?

Me eché a reír a carcajadas, y comprendí que tendría que hablarles de Artie.

—Es muy guapo —dije—. Nos parecemos mucho, pero él es mayor.

La verdad es que yo soy una especie de copia al carbón de mi hermano Artie. Sólo que yo tengo la boca demasiado grande. Y las cuencas de los ojos demasiado profundas. Y la nariz muy gorda. Y parezco muy corpulento. Pero tendríais que ver a Artie. Les expliqué que la razón de que me casara con Vallie era que había sido la única de mis novias que no se había enamorado de mi hermano.

Mi hermano Artie es increíblemente guapo, pero de un modo delicado. Tiene los ojos como esos ojos de las estatuas griegas. Recuerdo que cuando ambos éramos solteros, las chicas se enamoraban de él, lloraban por él, amenazaban con matarse por él. Y esto le sacaba de quicio. Porque en realidad él no sabía qué coño pasaba. Él nunca podía apreciar su belleza. Tenía un cierto complejo de ser pequeño y de tener las manos y los pies demasiado pequeños. «Como los de un bebé», dijo una chica reverentemente.

Pero lo que incomodaba a Artie era el poder que tenía sobre las chicas. Era algo que acabó detestando. Ay, cómo me habría encantado a mí. Las chicas nunca se enamoraban de mí así. Cómo me gustaría eso ahora, ese amor puro y absurdo por las cosas externas, un amor nunca ganado por cualidades de bondad de carácter, de inteligencia, de ingenio, de simpatía, de fuerza vital. En suma, cómo me gustaría que me amasen de un modo inmerecido, de forma que nunca tuviese que seguir mereciendo tal amor ni esforzándome para conservarlo. Adoro ese amor igual que adoro el dinero que gano cuando tengo suerte jugando.

Pero Artie se dedicó a ponerse ropa que le sentaba mal. Vestía de modo formal y siempre prendas que no le iban. Intentaba deliberadamente ocultar su belleza. Sólo podía sentirse tranquilo y ser él mismo con gente por la que realmente se preocupaba y con la que se sentía seguro. De otro modo, exhibía una personalidad incolora que mantenía de modo inofensivo a todo el mundo a distancia. Pero aun así seguía teniendo problemas. Por tanto, se casó joven, y fue quizás el único marido fiel de la ciudad de Nueva York.

En su trabajo como químico investigador de la Food & Drug Administration, sus colegas y ayudantes femeninas se enamoraban de él. La mejor amiga de su mujer, y el marido, se ganaron su confianza y fueron muy amigos durante unos cinco años. Artie bajó la guardia, confiaba en ellos. Se mostró tal cual era. La mejor amiga de su mujer se enamoró de él, deshizo su matrimonio y proclamó su amor al mundo, creando un montón de problemas y muchas suspicacias y recelos a la mujer de Artie. Fue la única vez que le vi furioso con ella y su furia era terrible. Ella le acusó de alentar aquel amor obsesivo. Él dijo entonces en el tono más frío en que he oído a un hombre hablar a una mujer: «Si lo crees así, apártate de mí». Lo cual era tan impropio de él, que su mujer estuvo al borde de una crisis nerviosa por los remordimientos. Creo realmente que ella deseaba que él fuese culpable para poder así tenerle atrapado con algo. Porque ella estaba completamente en su poder.

Ella sabía algo de él que yo también sabía, pero muy pocas personas más sabían. Que era incapaz de causar dolor. A nadie ni a nada. Era incapaz de hacer reproches a nadie. Por eso le fastidiaba tanto que las mujeres se enamoraran de él. En mi opinión, era un hombre sensual, y habría podido amar a gran número de mujeres fácilmente y con placer, pero no habría podido soportar los conflictos. De hecho, su mujer decía que lo único que echaba de menos en su relación era no poder reñir de vez en cuando. No es que nunca se pelease con Artie. Al fin y al cabo estaban casados. Pero decía que todas sus peleas eran cuestión de un solo puñetazo. Metafóricamente, claro. Ella luchaba y luchaba y luchaba, y luego él la liquidaba con un frío comentario tan devastador que ella inmediatamente rompía a llorar y se iba.

Pero conmigo mi hermano era distinto; era mayor y me trataba como al hermano pequeño. Y me conocía, podía adivinar lo que yo pensaba mejor que mi mujer. Y nunca se enfadaba conmigo.

Tardé dos semanas en recuperarme de la operación, y en encontrarme lo suficientemente bien como para volver a casa. El último día le dije adiós al doctor Cohn y él me deseó buena suerte.

La enfermera me trajo la ropa y me dijo que tenía que firmar unos papeles antes de poder irme del hospital. Me acompañó a la oficina. En realidad, me parecía muy mal que no hubiese venido nadie para llevarme a casa. Ninguno de mis amigos. Nadie de mi familia. Artie. Desde luego, ellos no sabían que me iba a casa solo. Me sentía como un niño pequeño. Nadie me quería. ¿Acaso era justo que tuviera que volver solo a casa, en el metro, después de tener una operación grave? ¿Y si me sentía débil? ¿Y si me desmayaba? Dios mío, qué mal me sentía. Pero de pronto me eché a reír a carcajadas. Porque en realidad era un cuentista.

La verdad era que Artie había preguntado quién iba a llevarme a casa y yo había dicho que Valerie. Valerie había dicho que vendría al hospital a recogerme y yo le había contestado que no se preocupara, que si no podía venir Artie, cogería un taxi. Así que supuso que yo había hablado con Artie. Mis amigos habían supuesto, claro, que iría a buscarme alguien de mi familia. La cuestión era que yo deseaba, de un modo extraño, tener algo que reprochar a los demás. A todo el mundo.

Salvo que alguien debería haber caído en la cuenta. Yo siempre andaba ufanándome de ser autosuficiente. De no necesitar nunca a nadie para resolver mis asuntos. De poder vivir completamente solo y encerrado en mí mismo. Pero en aquella ocasión quería gozar de un poco de ese excesivo sentimentalismo que el mundo vuelca sobre nosotros tan abundantemente.

Y así, cuando volví al pabellón y me encontré a Artie con mi maleta en la mano, estuve a punto de echarme a llorar. Me sentí de nuevo animado y le di un gran abrazo, una de las pocas veces que lo he hecho. Luego le pregunté, feliz:

—¿Cómo demonios supiste que me iba hoy del hospital?

Artie esbozó una sonrisa triste y cansada.

—Llamé a Valerie, so idiota. Ella me dijo que creía que yo iba a pasar a recogerte, que tú se lo habías dicho.

—Yo no le dije nada de eso —contesté.

—Vamos, vamos —dijo Artie.

Me cogió del brazo y me condujo hacia la salida del pabellón.

—Conozco tu estilo —dijo—. Pero no es justo que hagas esto a la gente que se preocupa por ti. No es justo, no señor.

No dije nada hasta que salimos del hospital y entramos en su coche.

—Le dije a Vallie que quizás vinieses tú —dije—. No quería que ella se molestase.

Artie conducía ya entre el tráfico, así que no podía mirarme. Dijo tranquila y razonablemente:

—No puedes hacer lo que haces con Vallie. Puedes hacerlo conmigo, pero no con Vallie.

Él me conocía mejor que nadie. No tenía que explicarle que me sentía un fracasado de mierda. Mi falta de éxito como artista me había liquidado. La vergüenza que me producía mi incapacidad para mantener dignamente a mi mujer y a mis hijos me había liquidado. No podía pedir a nadie que hiciese nada por mí. No podía, literalmente, soportar tener que pedirle a alguien que fuese a buscarme al hospital para llevarme a casa. Ni siquiera a mi mujer.

Cuando llegamos a casa, Vallie estaba esperándome. Tenía una expresión temerosa y desconcertada cuando la besé. Tomamos café los tres en la cocina. Vallie se sentó junto a mí y me acarició.

—No logro entenderte —dijo—. ¿No podías decírmelo?

—Es que quería ser un héroe —dijo Artie.

Pero lo dijo para despistarla. Sabía que yo no querría que ella supiese lo abatido que me sentía mentalmente. Supongo que pensaba que le haría daño saberlo. Además, él tenía fe en mí. Sabía que yo iba a reaccionar. Que lo conseguiría. Todo el mundo se siente un poco débil de vez en cuando. Qué demonios. Hasta los héroes se cansan.

Artie se fue después del café. Le di las gracias y él sonrió sardónicamente, pero pude darme cuenta de que estaba preocupado por mí. Advertí su expresión tensa. La vida empezaba a gastarle. Cuando se fue, Vallie me hizo acostarme y descansar. Me ayudó a desvestirme y se echó en la cama a mi lado, desnuda también.

Me quedé dormido de inmediato. Me sentía en paz. El roce de su cuerpo cálido, sus manos, en las que confiaba, su boca y sus ojos y su pelo fieles, fieles y seguros, convirtieron el sueño en el dulce refugio que nunca había encontrado en las potentes drogas de la farmacopea. Cuando desperté, se había ido. Pude oír su voz en la cocina y las voces de los niños que habían vuelto del colegio. Todo parecía merecer la pena.

Para mí, las mujeres eran un refugio, utilizado de modo egoísta, es cierto. Pero lo hacían todo más soportable. ¿Cómo podía yo o cualquier hombre sufrir todas las derrotas de la vida diaria sin ese refugio? Dios mío, volvía a casa odiando el día que acababa de desperdiciar en mi trabajo, mortalmente preocupado por el dinero que debía, seguro de mi derrota final en la vida porque jamás sería un escritor de éxito. Y todo el dolor se desvanecería sólo con cenar con mi familia, y les contaría cuentos a los niños y de noche haría el amor con mi mujer, totalmente confiado y seguro. Y parecería un milagro. Y, por supuesto, el verdadero milagro era que no fuésemos sólo Vallie y yo sino incontables millones más de hombres con sus mujeres e hijos. Y durante miles de años. Cuando todo eso se vaya, ¿qué mantendrá unidos a los hombres? No importaba que todo no fuese amor y que a veces fuese incluso puro odio. Ahora yo tenía una historia.

Y además todo se va de todos modos.

En Las Vegas conté todo esto en fragmentos, a veces entre trago y trago en el salón, a veces en una cena de después de medianoche en la cafetería. Y cuando terminé, Cully me dijo:

—Aún no sabemos por qué dejaste a tu mujer.

Jordan le miró con cierta irritación. Jordan había hecho ya el resto del viaje y había ido mucho más lejos que yo.

—No dejé a mi mujer y a mis hijos. Simplemente estoy tomándome un descanso. Le escribo todos los días. Cualquier mañana sentiré ganas de ir a casa y tomaré el avión.

—¿Así sin más? —preguntó Jordan. No sardónicamente. De verdad quería saberlo.

Diane no había dicho nada, raras veces lo hacía. Pero entonces me dio una palmada en la rodilla y dijo:

—Te creo.

—¿Cómo nos sales ahora creyendo en un hombre? —le dijo Cully.

—La mayoría de los hombres son unos mentirosos —dijo Diane—. Pero Merlyn no lo es. Aún no, al menos.

—Gracias —dije yo.

—Llegarás a serlo —dijo Diane fríamente.

No pude resistir la tentación:

—¿Y Jordan? —dije.

Sabía que estaba enamorada de Jordan. También Cully lo sabía. Jordan no lo sabía porque no quería saberlo y no le importaba. Pero de pronto se volvió con una expresión cortés e interrogante hacia Diane, como si le interesase su opinión. Aquella noche tenía un aspecto realmente espantoso. Empezaban a marcársele los huesos de la cara a través de la piel, en repugnantes planos blancos.

—No, tú no —le dijo. Y Jordan volvió la cabeza. No quería oírlo.

Cully, que era tan cordial y extrovertido, fue el último en contar su historia; y cuando lo hizo, como todos nosotros, se reservó lo más importante, de lo cual no me enteré hasta años después. De momento, nos pintó un cuadro honrado de su verdadero carácter, o así lo pareció. Todos sabíamos que tenía cierta conexión misteriosa con el hotel y su propietario, Gronevelt. Pero también era cierto que Cully era un jugador degenerado que llevaba una vida dudosa. A Jordan no le divertía Cully, pero he de admitir que a mí sí. Todo lo que se salía de lo normal y todas las caricaturas psicológicas me interesaban de modo automático. No hacía ningún juicio moral. Creía estar por encima de eso. Sólo escuchaba.

Cully tenía una formación. Y tenía inspiración. Nadie le liquidaría a él. Él les liquidaría a ellos. Tenía un instinto especial para la supervivencia. Un anhelo de vida, basado en la inmoralidad y en un completo menosprecio de la ética. Y sin embargo, era enormemente agradable. Podía ser divertido. Le interesaba todo, y era capaz de relacionarse con las mujeres de un modo realista y carente por completo de sentimentalismo, que a las mujeres les encantaba.

Pese a que andaba siempre escaso de dinero, era capaz de llevarse a la cama a cualquiera de las chicas de espectáculo que trabajaban en el hotel, con su dulce labia romántica. Si la chica se resistía, recurría a su truco del abrigo de pieles.

Un truco ingenioso. La llevaba a una peletería del final del Strip. El propietario era amigo de Cully, pero la chica no lo sabía. Cully hacía al propietario enseñarle a la chica su surtido de pieles; conseguía que el tipo extendiera todas las piezas en el suelo para que él y la chica pudiesen escoger lo mejor. Tras elegir ellos, el peletero tomaba las medidas a la chica y le decía que el abrigo estaría listo en dos semanas. Entonces, Cully extendía un cheque por dos o tres mil dólares como garantía de pago y decía al propietario que enviase el abrigo a la chica y a él la factura. A la chica le daba el recibo.

Esa noche, Cully se llevaba a la chica a cenar y después de cenar la dejaba jugar unos cuantos billetes a la ruleta, y luego la llevaba a su habitación, donde, según contaba, la chica tenía que demostrar su valentía porque llevaba en el bolsillo un recibo por valor de un par de miles. Y, dado que Cully estaba tan locamente enamorado de ella, ¿cómo podría negarse? El abrigo de pieles solo no servía. El que Cully estuviese enamorado podía no servir tampoco. Pero une ambas cosas y, como explicaba Cully, tendrás una apuesta a la codicia del ser humano: ganarás siempre.

Por supuesto, la chica nunca llegaba a ver el abrigo de pieles. Durante el romance de dos semanas, Cully organizaba una pelea y venía la ruptura. Y ni una sola vez, contaba Cully, nunca, le había devuelto la chica el recibo del abrigo de pieles. Todas ellas habían corrido a la peletería a intentar hacerse con el depósito e incluso con el abrigo. Pero, por supuesto, el propietario les explicaba suavemente que Cully había retirado ya su depósito y cancelado el pedido. El peletero se cobraba a veces con lo que Cully desechaba.

Cully tenía otro truco para las busconas blandas del mundo del espectáculo. Bebía un trago con ellas varias noches seguidas, escuchaba atentamente sus cuitas y se mostraba enormemente comprensivo. Jamás hacía un movimiento en falso ni intentaba nada. Luego, a la tercera noche, por ejemplo, sacaba un billete de cien dólares delante de ella, lo metía en un sobre y se guardaba el sobre en el bolsillo de la chaqueta. Luego decía:

—Mira, no suelo hacer esto, pero tú me gustas de verdad. Subamos a mi habitación, allí estaremos cómodos. Luego te daré para pagar el taxi de vuelta a tu casa.

La chica protestaba un poco. Quería aquel billete de cien. Pero no quería que la considerasen una puta. Cully aplicaba entonces el truco.

—Oye —decía—, será tarde cuando te vayas. ¿Por qué ibas a pagar tú la carrera del taxi? Deja que lo haga yo, eso al menos puedo hacerlo. Y, de veras que me gustas. ¿Cuál es el problema?

Entonces, sacaba el sobre y se lo daba, y ella se lo metía en el bolso. Inmediatamente, la llevaba a su habitación y se pasaba varias horas haciendo el amor con ella hasta que la dejaba irse a casa. Luego llegaba, contaba él, la parte divertida. Al bajar en el ascensor, la chica abría el sobre para sacar su billete de cien dólares y se encontraba uno de diez. Porque, naturalmente, Cully tenía dos sobres en el bolsillo de la chaqueta.

A menudo la chica subía otra vez en el ascensor y empezaba a martillear la puerta de Cully. Él se metía en el baño y abría el grifo de la bañera para ahogar el ruido, se afeitaba parsimoniosamente y esperaba a que ella se fuese. O, si ella era más tímida o menos experta, le llamaba por teléfono desde recepción y le decía que debía haberse equivocado, que en el sobre había sólo un billete de diez dólares.

Esto a Cully le encantaba.

—Sí, eso es —decía—. ¿Cuánto puede subir el taxi, dos, tres dólares? Sólo quería asegurarme, asegurarme de que había bastante. Por eso te di diez.

Y la chica decía:

—Te vi meter un billete de cien dólares en el sobre.

Entonces Cully se indignaba muchísimo.

—Cien dólares por una carrera de taxi —decía—. ¿Qué coño eres tú, una puta? Yo no le he pagado a una puta en toda mi vida. Escucha, creía que eras una buena chica. Y me gustabas, en serio. Y ahora me sales con esta mierda. Mira, no me llames más.

O a veces, si creía que la cosa podía pasar, decía:

—Oh no, querida, estás equivocada.

Y la engatusaba para otra sesión. Algunas chicas creían que era de verdad un error, o, según comentaba Cully astutamente, las chicas tenían que hacer creer que habían cometido un error para no parecer tontas. Algunas llegaban incluso a concertar otra cita para demostrar que no eran putas, que no se habían ido a la cama con él por cien dólares.

Y sin embargo, esto no era por no gastar dinero. Cully derrochaba el dinero jugando. Lo hacía por la sensación de poder, de que podía «manejar» a una chica guapa. Se sentía especialmente provocado si la chica tenía fama de no dejarse engatusar más que por los tipos que de veras le gustaban.

Si las chicas eran de verdad honradas, Cully lo hacía un poco más complicado. Procuraba sorberles el seso, les dirigía cumplidos extravagantes. Se quejaba de su propia incapacidad para sentirse excitado sexualmente si no sentía un verdadero interés por la chica o no la conocía de verdad. Les mandaba regalitos, les daba billetes de veinte dólares para el taxi. Pero, aun así, algunas chicas listas no le dejaban meter el pie en la puerta. Entonces, las traspasaba. Empezaba a hablar de un amigo suyo, un hombre rico que era el mejor tipo del mundo. Que se cuidaba de las chicas sólo por amistad, ellas ni siquiera tendrían que dispensar sus favores. Este amigo tomaría un trago con ellos y realmente sería un amigo rico de Cully, normalmente un jugador con un buen negocio de sastrería en Nueva York o una agencia de automóviles en Chicago. Cully convencía a la chica para que fuese a cenar con su amigo, que estaría informado de todo. La chica no tenía nada que perder. Una cena gratis con un hombre agradable y rico.

Cenarían. El tipo le daba a la chica un par de billetes de cien o le mandaba al día siguiente un regalo caro. El tipo sería encantador durante toda la velada, sin presionar nunca. Pero habría portentos de abrigos de pieles, automóviles, anillos de diamantes de muchos quilates perfilándose en el futuro. La chica se iba a la cama con el amigo rico. Y después el amigo rico se iba y la chica guapa a la que nadie podía «manejar» caería en brazos de Cully por una miseria.

Cully no tenía remordimiento alguno. Para él, todas las mujeres que no estaban casadas eran putas encubiertas, dispuestas a engancharte con un truco u otro, incluyendo entre ellos el verdadero amor, y, por tanto, tenías pleno derecho a engañarlas a ellas. Sólo mostraba algo de piedad cuando las chicas no martilleaban su puerta ni le llamaban desde el vestíbulo. Entonces sabía que eran chicas honradas, y que se sentían humilladas por haberse dejado engañar. A veces, las buscaba, y si necesitaban dinero para el alquiler o para terminar el mes, les decía que había sido una broma y les pasaba cien o doscientos dólares.

Y para Cully era una broma. Algo que podía contar a sus amigos ladrones, estafadores y jugadores. Todos se reían y le felicitaban por no dejarse robar. Aquellos tipos eran todos plenamente conscientes de que la mujer era un enemigo, sin duda, un enemigo que poseía frutos que los hombres necesitaban, pero les indignaba tener que pagar un precio escandaloso, que significaba dinero, tiempo y afecto. Ellos necesitaban la compañía de las mujeres, necesitaban tener a su alrededor la suavidad de las mujeres. Podían pagar el billete de avión, de varios miles, para llevarse chicas con ellos de Las Vegas a Londres, sólo por tenerlas al lado. Pero eso estaba bien. Después de todo, la pobre chica tenía que hacer el equipaje y viajar. Se estaba ganando su dinero. Y tenía que estar siempre lista para un polvo rápido o una mamada antes de comer, sin preámbulos y sin las cortesías habituales. Nada de remilgos. Sobre todo, nada de discusiones ni remilgos. Aquí está la polla. Ocúpate de ella. Da igual que me quieras o no. Nada de comamos primero. Ni de quiero echar un vistazo antes a esta ciudad. Nada de una pequeña siesta más tarde, no ahora. Esta noche, la semana que viene, el día siguiente a Navidad. Ahora mismo. Servicio rápido hasta el final. Los grandes jugadores sólo querían cosas de primera clase.

Las relaciones de Cully con las mujeres me parecían profundamente malévolas, pero las mujeres le querían muchísimo más que a otros hombres. Era como si le entendiesen, como si se dieran cuenta de todos sus trucos pero les agradase que se tomara tantas molestias.

Algunas chicas a las que engañaba se hacían buenas amigas suyas, siempre dispuestas a joder con él si se sentía solo. Y, Dios mío, una vez que se puso malo, pasó todo un regimiento de amigas por su habitación de hotel, le lavaron, le dieron de comer y, al hacerle la cama, se la chuparon para asegurarse de que quedaría bien relajado y dormiría bien toda la noche. Pocas veces se enfadaba Cully con una chica, y entonces le decía, con un desprecio realmente cruel, «Vete a paseo», y estas palabras tenían un efecto devastador. Quizás fuese el cambio de la simpatía y el respeto absolutos que les mostraba antes de ponerse desagradable, y quizás fuese porque para la chica no había razón alguna de que él la tratase con aquella aspereza. O que él lo usase con toda crueldad para golpear cuando el hechizo y la simpatía no resultaban.

Aun teniendo todo esto en cuenta, la muerte de Jordan le afectó. Estaba muy furioso con Jordan. Se tomó el suicidio como una ofensa personal. Refunfuñaba por no haber cogido los veinte grandes, pero pude darme cuenta de que en realidad esto no le importaba. Unos cuantos días después, entré en el casino y le encontré jugando al veintiuno como empleado de la casa. Había cogido un trabajo, había dejado el juego. Me parecía imposible que lo hiciese en serio. Pero así era. Para mí fue como si hubiese ingresado en el sacerdocio.