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Algo estaba despertándome de un profundo sueño. A través de las rendijas de las persianas de la habitación del hotel pude ver la luz rosada del inicio del amanecer de California, y luego oí sonar el teléfono. Tardé unos segundos en moverme. Vi la rubia cabeza de Janelle casi oculta bajo las sábanas. Dormía muy lejos de mí. Al seguir sonando el teléfono, tuve una sensación de pánico. Allí en Los Ángeles debía ser muy temprano. Así que la llamada tenía que ser de Nueva York, y tenía que ser de mi mujer. Valerie nunca me llamaba si no era una emergencia, algo le había sucedido a uno de mis hijos. También estaba el sentimiento de culpa de recibir aquella llamada con Janelle en la cama a mi lado. Deseé que ella no despertase al descolgar el teléfono.

La voz del otro lado dijo:

—¿Eres tú, Merlyn?

Era una voz de mujer. Pero no pude identificarla. No era Valerie.

—Sí, ¿quién es? —dije.

Era Pam, la mujer de Artie. Su voz temblaba.

—Artie tuvo un ataque al corazón esta mañana.

Y cuando lo dijo, sentí que mi ansiedad disminuía. No era uno de mis hijos. Artie había tenido antes un ataque al corazón y, por alguna razón, pensé que no se trataba de algo realmente grave.

—Maldita sea —dije—. Tomaré un avión e iré inmediatamente. Hoy mismo. ¿Está en el hospital?

Hubo una pausa al otro lado, y luego oí que su voz decía finalmente:

—Merlyn, no pudo superarlo.

En realidad, no entendí lo que decía. No lo entendí realmente. Aún estaba sorprendido o perplejo, así que dije:

—¿Quieres decir que ha muerto?

—Sí —dijo ella.

Con voz muy controlada dije:

—Hay un avión a las nueve, lo cogeré y estaré en Nueva York a las cinco e iré directamente a tu casa. ¿Quieres que llame a Valerie?

—Sí, por favor —dijo.

No dije que la acompañaba en el sentimiento, ni nada de eso. Todo lo que dije fue:

—Todo irá bien. Yo estaré ahí esta noche. ¿Quieres que llame a tus padres?

—Sí, por favor —dijo ella.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí, estoy perfectamente. Ven, por favor —dijo ella.

Y colgó.

Janelle estaba sentada en la cama mirándome. Cogí el teléfono, pedí línea y conseguí hablar con Valerie. Le expliqué lo ocurrido. Le dije que fuera a esperarme al avión. Ella quería hablar del asunto, pero le dije que tenía que hacer el equipaje e irme al aeropuerto enseguida. Que no tenía tiempo y que ya hablaríamos en cuanto nos viésemos. Y luego llamé a los padres de Pam. Por suerte localicé al padre y le expliqué lo ocurrido. Dijo que él y su mujer cogerían el próximo avión para Nueva York y que él llamaría a la mujer de Artie.

Colgué el teléfono y Janelle me miraba fijamente, me estudiaba con mucha curiosidad. Por las conversaciones telefónicas se había enterado. Pero no dijo nada. Empecé a dar puñetazos en la cama diciendo «No, no, no, no». No me daba cuenta de que estaba gritando. Luego empecé a llorar, mi cuerpo se inundó de un dolor insoportable. Tenía la sensación de perder la conciencia. Cogí una de las botellas de whisky que había en el aparador y bebí. No tengo idea de recordar cuánto bebí, y después de todo aquello, sólo puedo recordar a Janelle vistiéndome y llevándome por el vestíbulo del hotel y metiéndome en el avión. Estaba como un zombie. Sólo mucho después, cuando volví a Los Ángeles, me contó que había tenido que meterme en el baño para serenarme y que recuperara la conciencia y que luego me había vestido, había hecho la reserva y me había acompañado al avión, y les había dicho a la azafata y al ayudante de vuelo que me vigilaran. No recuerdo siquiera el viaje en avión, pero de pronto estaba en Nueva York, Valerie estaba esperándome y yo ya estaba perfectamente.

Fuimos derechos a casa de Artie. Me hice cargo de todo y dispuse los preparativos. Artie y su mujer habían acordado que él fuese enterrado como católico, con una ceremonia católica, y yo fui a la iglesia parroquial y encargué los servicios. Hice cuanto pude y todo fue bien. No quería que estuviese toda la noche solo en la cámara mortuoria, así que pedí que los servicios fuesen para el día siguiente y que le enterrasen de inmediato. El velatorio sería aquella noche. Y mientras pasaba por los rituales de la muerte, comprendí que nunca sería el mismo. Que mi vida cambiaría y que cambiaría el mundo a mi alrededor. Mi magia desaparecía.

¿Por qué me afectaba así la muerte de mi hermano? Era muy simple, muy normal, supongo. Pero era un individuo verdaderamente virtuoso. Y no se me ocurre ninguna otra persona que haya conocido en este mundo de la que pueda decir lo mismo.

Me habló a veces de los combates que tenía que librar en su trabajo contra las presiones administrativas y la corrupción, los intentos de suavizar los informes sobre los aditivos que, según demostraban sus pruebas, eran peligrosos. Siempre se negó a ceder a estas presiones. Pero las cosas que contaba nunca eran como esas historias aburridas que cuentan algunos de cómo se niegan a dejarse corromper. Porque él lo explicaba sin indignación, con total indiferencia. No le sorprendía desagradablemente que hombres ricos insistiesen en envenenar a sus semejantes para obtener beneficios. Tampoco le sorprendía nunca agradablemente el ser capaz de mantenerse firme frente a la corrupción; él siempre dejaba muy patente que no se sentía obligado a luchar por lo justo.

Y no tenía ningún delirio de grandeza respecto a lo magnífica que era su lucha. Podrían perfectamente eludirle. Recordaba yo las historias que me contó de cómo otros químicos del departamento hacían pruebas oficiales y daban informes favorables. Pero mi hermano nunca lo hizo. Siempre se reía cuando me contaba tales historias. Sabía que el mundo estaba corrompido. Sabía que su propia virtud carecía de valor. No la ensalzaba.

Él simplemente se negaba a ceder. Lo mismo que un hombre se niega a ceder un ojo, una pierna; si él hubiese sido Adán, se habría negado a ceder una costilla. O eso parecía. Y era así en todo. Yo sabía que él nunca había sido infiel a su mujer, aunque era realmente un hombre guapo y el ver a una chica guapa le hacía sonreír con placer; y él pocas veces sonreía. Amaba la inteligencia en el hombre y en la mujer. Sin embargo, tampoco esto le seducía como seduce a tantos. Jamás aceptó dinero ni favores. Nunca pedía piedad a sus sentimientos o a su destino. Sin embargo, jamás juzgaba a los demás, al menos exteriormente. Hablaba muy poco, escuchaba siempre, porque ése era su placer. Exigía un mínimo muy limitado a la vida.

Y, demonios, lo que me destroza el corazón ahora es que recuerdo que aun de niño era virtuoso. Jamás hacía trampas en un partido, jamás robó en una tienda, nunca engañó a una chica. Nunca presumía ni mentía. Yo envidiaba su pureza entonces y la envidio ahora.

Y murió. Una vida trágica y derrotada, según parecía, y yo envidiaba su vida. Por primera vez, comprendí el consuelo que la gente halla en la religión, esas personas que creen en un dios justo. Mucho me hubiese confortado creer entonces que a mi hermano no iba a negársele su justa recompensa, pero sabía que todo aquello era cuento. Yo estaba vivo. Oh, que yo estuviese vivo, y fuese rico y famoso, y gozase de todos los placeres de la carne en este mundo; que yo fuese quien triunfaba sin aproximarme siquiera a ser el hombre que era él, y sin embargo tuviera que morir él tan ignominiosamente.

Cenizas, cenizas, cenizas; lloré como nunca había llorado por mi padre perdido y mi madre perdida, por amores perdidos y por todas y cada una de las demás derrotas.

Y así, al menos, tuve la decencia de sentir angustia ante su muerte.

Decidme, cualquiera: ¿por qué tiene que ser así todo? Me resulta insoportable mirar la cara de mi hermano muerto. ¿Por qué no era yo el que estaba tendido en aquel ataúd, por qué no me arrastraban a mí los diablos del infierno? Nunca había visto la cara de mi hermano tan firme, tan equilibrada, tan serena; pero estaba gris, como empolvada con polvo de granito. Y luego llegaron sus cinco hijos, vestidos de luto, y se arrodillaron junto al ataúd para decir sus últimas oraciones. Yo sentí que se me destrozaba el corazón. Las lágrimas brotaban contra mi voluntad. Salí de allí.

Pero, ay, la angustia no es tan importante como para perdurar. Al salir al aire fresco, me di cuenta de que yo estaba vivo. Que cenaría bien al día siguiente, que en su momento tendría de nuevo entre mis brazos a una mujer amante, escribiría una historia y pasearía por la playa. Sólo aquellos a quienes más amamos pueden causar nuestra muerte, y sólo de ellos debemos preocuparnos. Nuestros enemigos jamás podrán hacernos daño. Y en el meollo de la virtud de mi hermano estaba el hecho de que él no temía ni a sus enemigos ni a aquellos a los que amaba. Tanto peor para él. La virtud es su propia recompensa y los que mueren son tontos.

Pero después, semanas más tarde, oí otras historias. Cómo al principio de su matrimonio, cuando su mujer se puso muy enferma, él había ido a casa de los suegros llorando y suplicando dinero para poder curar a su mujer. Cómo, cuando llegó el ataque final al corazón y su mujer intentó hacerle la respiración boca a boca, él la apartó cansinamente unos momentos antes de morir. Pero ¿qué significado tenía en realidad aquel gesto final? ¿Que la vida se había hecho demasiado pesada para él, que le resultaba demasiado duro soportar su virtud? Recordé por un instante otra vez a Jordan, ¿también él era un nombre virtuoso?

Los elogios fúnebres que se hacen de los suicidas suelen condenar al mundo y reprocharle la muerte de éstos. Pero pudiera ser que aquellos que se matan crean que no hay culpa alguna, en ninguna parte, que algunos organismos deben morir. Y quizás lo vean más claramente que sus atribulados amantes y amigos…

Pero, sin duda, todo esto era demasiado peligroso. Extinguí mi dolor y mi razón y enarbolé todos mis pecados como escudo. Pecaría, tendría cuidado y viviría eternamente.