20

El mismo día que yo debía comparecer ante el gran jurado, mi hijo se examinaba de noveno curso e ingresaba en el instituto de enseñanza media. Valerie quería que no fuese a trabajar y fuese con ella a los actos de fin de curso. Le dije que no podía porque tenía que asistir a una reunión especial del programa de reclutamiento. Ella no tenía ni idea del lío en que yo estaba metido, y nada le expliqué. No podía ayudarme y no haría más que desesperarse y preocuparse. Si todo iba bien, no se enteraría nunca. Y eso era lo que yo quería. No creía realmente en lo de compartir los problemas en el matrimonio, pues no servía para nada.

Valerie estaba orgullosa del día de la graduación de su hijo. Unos años antes nos dimos cuenta de que no sabía leer, y sin embargo le aprobaban cada semestre. Valerie se enfadó muchísimo y empezó a enseñarle a leer, e hizo un buen trabajo. Ahora tenía notas excelentes. No es que yo me emocionase por ello. Era otra cosa que reprochaba a la ciudad de Nueva York. Vivíamos en una zona pobre, todos eran obreros y negros. Al sistema escolar le importaba un carajo que los niños aprendiesen o no aprendiesen. Se limitaban a aprobarles para librarse de ellos, para echarles de allí sin ningún problema y con el menor esfuerzo posible.

Vallie estaba deseando que nos trasladáramos a nuestra nueva casa. Estaba en un magnífico distrito escolar, una comunidad de Long Island, donde los profesores se esforzaban en que sus alumnos se preparasen para la universidad. Y aunque ella no lo mencionara, apenas había negros. Sus hijos crecerían en el mismo tipo de medio estable en el que ella había vivido como escolar católica. Para mí eso estaba bien. No quería decirle que los problemas de los que yo intentaba escapar estaban enraizados en la enfermedad de nuestra sociedad entera, y que no escaparíamos de ellos entre los árboles y prados de Long Island.

Además tenía otras preocupaciones. Podían muy bien mandarme a la cárcel. Dependía del gran jurado ante el que debía comparecer aquel día. Todo dependía de ello. Me sentí muy mal cuando me levanté de la cama aquella mañana.

Vallie se llevaba a los niños al colegio ella sola y se quedaría allí para los actos de fin de curso. Le dije que iría tarde al trabajo, así que se fueron antes que yo. Me preparé un café, y mientras lo tomaba fui pensando en lo que tenía que hacer ante el gran jurado.

Tenía que negarlo todo. No había modo de que pudiesen localizar el dinero de los sobornos que yo había aceptado. Cully me había asegurado que no habría problema en ese sentido. Pero lo que me preocupaba era que tenía que cumplimentar un cuestionario sobre mis propiedades. Una de las preguntas era si tenía casa propia. Y en esto yo había procurado hilar fino. La verdad era que había hecho un depósito, un compromiso de pago, sobre la casa de Long Island, pero aún no habíamos cerrado la operación. Así que contesté tranquilamente que no. Pensé que aún no era propietario de la casa y que no se decía nada sobre un depósito. Pero me preguntaba si el FBI habría descubierto aquello. Me parecía que era lo más probable.

Así que una de las preguntas que podía esperar del gran jurado era si había hecho un depósito para comprar una casa. Y tendría que contestar que sí, y me preguntarían por qué no lo había declarado en el cuestionario y tendría que explicarlo. Luego pensaba que Frank Alcore podía desmoronarse, confesarse culpable y hablarles de nuestro trato cuando habíamos sido socios. Yo había tomado la decisión de mentir respecto a eso. Sería la palabra de Frank contra la mía. Él siempre había manejado los tratos solo, nadie podría respaldarle. Y entonces recordé un día en que uno de sus clientes intentó pagarme con un sobre para Frank, porque Frank no estaba en la oficina aquel día. Yo me negué, y había sido una suerte. Porque aquel cliente era uno de los tipos que habían escrito la carta anónima al FBI que inició toda la investigación. Una gran suerte, sí. Rechacé el sobre simplemente porque no me gustaba la cara de aquel tipo. En fin, tendría que declarar que yo no había querido coger el dinero, y eso sería un punto a mi favor.

¿Se desmoronaría Frank y me denunciaría ante el gran jurado? No lo creía. El único medio que tenía de salvarse era aportando pruebas contra alguien que estuviese por encima de él en la cadena del asunto, como el comandante o el coronel. Y el caso era que éstos no tenían nada que ver con la cuestión. Yo estaba convencido de que Frank era un tipo demasiado decente para meterme en líos sólo porque le habían cazado. Además, se jugaba demasiado. Si se declaraba culpable, perdería su puesto en el gobierno, y la pensión y el rango y la pensión de la reserva. Tenía que aguantar.

Mi única preocupación grave era Paul Hemsi. El chico por el que yo más había hecho y cuyo padre me había prometido hacerme feliz el resto de mi vida. Y después de cuidarme de Paul, no volví a saber nada del señor Hemsi. Ni un paquete de calcetines siquiera. Yo esperaba sacar algo más, por lo menos un par de los grandes, pero no hubo más que aquellas primeras cajas de ropa. Eso fue todo. Y yo tampoco había pedido nada más. Después de todo, aquellas cajas de ropa valían miles. No me harían «feliz para toda la vida», pero qué demonios, no me importaba que me engañaran.

Pero cuando el FBI inició la investigación, corrió el rumor de que Paul Hemsi había eludido el reclutamiento y se había alistado en la reserva antes de recibir aviso de incorporación a filas. Yo sabía que la carta del comité de reclutamiento rescindiendo su aviso de incorporación había sido sacada de nuestros archivos y enviada a oficinas superiores. Tenía que suponer que los hombres del FBI habían hablado con el empleado del consejo de reclutamiento, y que éste les habría explicado la historia que yo le había contado. Lo cual no significaría ningún problema. Nada ilegal, en realidad, un pequeño truco administrativo de lo más corriente. Pero corrió la voz de que Paul Hemsi lo había contado todo en el interrogatorio del FBI, había dicho que yo había recibido dinero de otros amigos suyos.

Salí de casa y pasé junto al colegio de mi hijo. El colegio tenía un patio inmenso con cancha de baloncesto de cemento, y toda la zona estaba rodeada de vallas de alambre. Y al pasar, pude ver que habían empezado los actos de fin de curso allí fuera en el patio. Aparqué el coche y me acerqué a la valla.

Había chicos y chicas en ordenadas filas, todos flamantemente vestidos para la ceremonia, bien peinados, las caras muy limpias, esperando con orgullo infantil su paso ceremonial a la siguiente etapa hacia la vida adulta.

Habían colocado gradas para los padres. Y una inmensa plataforma de madera para las personalidades: el director de la escuela, un político del distrito, un tipo viejo de barba que llevaba gorra azul y un uniforme que parecía de 1920 de la legión Norteamericana. Sobre el estrado ondeaba una bandera de los Estados Unidos. Oí que el director decía algo así como que no disponían de tiempo suficiente para dar diplomas y premios por separado, pero que cuando se nombrara cada curso los miembros del mismo deberían volverse y mirar hacia las gradas.

Estuve observándoles así unos minutos. Cuando se leía el nombre de un curso, una hilera de chicos y chicas se giraban para colocarse mirando hacia las madres y los padres y demás parientes para recibir su aplauso. Las caras mostraban orgullo, satisfacción y ansiedad. Aquel día eran héroes. Habían sido elogiados por las personalidades y aplaudidos ahora por sus mayores. Algunos de los pobres cabrones no sabían ni leer. Ninguno de ellos había sido preparado para el mundo ni para los problemas que les aguardaban. Yo me alegraba de no poder ver la cara de mi hijo. Volví al coche y me dirigí a Nueva York, a mi cita con el gran jurado.

Cerca del edificio del juzgado federal, metí el coche en el aparcamiento y entré en los inmensos pasillos de suelo de mármol. Cogí un ascensor que llevaba a la sala del gran jurado. Cuando salí del ascensor quedé asombrado al ver varios bancos ocupados por los jóvenes que habían sido alistados en nuestras unidades de la reserva. Había cien por lo menos. Algunos me saludaron con gestos y unos cuantos me estrecharon la mano y bromeamos sobre todo el asunto. Vi a Frank Alcore de pie, solo, junto a una de las inmensas ventanas. Me acerqué a él y le di la mano. Parecía tranquilo. Pero su expresión era tensa.

—¿Qué te parece toda esta mierda? —dijo cuando nos dimos la mano.

—Una mierda, sí —dije.

Sólo Frank vestía uniforme. Llevaba todas sus condecoraciones de la segunda guerra mundial y los galones de sargento. Parecía un verdadero militar de carrera. Yo sabía que jugaba la carta de que un gran jurado se negaría a condenar a un patriota que había defendido a su patria. Pensé que ojalá resultara.

—Dios mío —dijo Frank—. Han traído a doscientos de Port Lee. Todo parece un sueño. Sólo porque unos cuantos pijoteros de éstos no fueron capaces de apechugar cuando los reclutaron.

Yo estaba impresionado y sorprendido. Parecía tan poca cosa lo que habíamos hecho. Sólo coger algo de dinero por hacer una cosilla que no perjudicaba a nadie. Ni siquiera parecía un fraude. Sólo un acomodo, un acuerdo de interés entre dos partes distintas, beneficiosa para ambas, que no hacía daño a nadie. En fin, habíamos violado algunas leyes, pero en realidad no habíamos hecho nada malo. Y el gobierno estaba gastando miles de dólares para meternos en la cárcel. No parecía justo. No habíamos matado a nadie, no habíamos asaltado un banco ni hecho un desfalco ni falsificado cheques ni comprado artículos robados; no habíamos violado a una mujer ni habíamos servido como espías a los rusos. ¿A qué tanto alboroto? Me eché a reír. Por alguna razón, de pronto me sentí de buen humor.

—¿De qué demonios te ríes? —dijo Frank—. Esto es serio.

Había gente a nuestro alrededor, algunos podían oírnos. Entonces le dije a Frank, alegremente:

—¿De qué coño tenemos que preocuparnos? Somos inocentes y sabemos que todo esto es un cuento. A la mierda con ellos.

Él sonrió también, comprendiendo.

—Sí —dijo—. Pero, aun así, me gustaría matar a unos cuantos pijoteros de esos.

—No digas eso ni en broma —dije yo lanzándole una mirada de advertencia. Podía haber micrófonos ocultos—. Ya sé que no lo dices en serio.

—Sí. Supongo que tienes razón —dijo Frank a regañadientes—. Lo lógico sería pensar que esos chicos estarían orgullosos de servir a su patria. Yo no me quejé y ya he pasado una guerra.

Oímos entonces que voceaban el nombre de Frank. Quien lo hacía era uno de los alguaciles junto a las inmensas puertas con aquel gran letrero de «Sala del Gran Jurado» en blanco y negro.

Al entrar Frank, vi salir a Paul Hemsi. Le abordé y dije:

—Hola, Paul, ¿cómo te va? —y le tendí la mano y él me la estrechó.

Parecía incómodo, pero no culposo.

—¿Cómo está tu padre? —dije.

—Está muy bien —dijo Paul. Vaciló unos instantes—. Sé que no debo hablar sobre mi declaración. Ya sabes que no puedo hacerlo. Pero mi padre me advirtió que te dijese que no te preocuparas de nada.

Sentí un inmenso alivio. Él había sido mi única preocupación real, pero Cully había dicho que arreglaría las cosas con la familia Hemsi y al parecer lo había hecho. No sabía cómo se las habría arreglado Cully, ni me importaba. Vi a Paul dirigirse hacia los ascensores, y entonces uno de mis clientes, un chaval aprendiz de director de teatro al que yo había alistado gratis, se acercó a mí. Estaba realmente preocupado y me dijo que él y sus amigos declararían que yo nunca les había pedido dinero y que no me lo habían dado. Le di las gracias y le estreché la mano. Hice algunas bromas y sonreí mucho; y no era fingimiento. Interpretaba el papel del tramposo alegre y hábil, proyectando así su inocencia absolutamente norteamericana. Comprendí con cierta sorpresa que estaba disfrutando con todo aquello. De hecho, celebraba consejo con un montón de mis clientes, todos los cuales me decían que aquel asunto era una mierda organizada por unos cuantos resentidos. Y tuve incluso la sensación de que Frank podría superar la prueba. Luego vi salir a Frank de la sala del gran jurado y oí vocear mi nombre. Frank parecía poco ceñudo pero furioso, y me di cuenta de que no se había desmoronado, de que estaba dispuesto a luchar. Crucé las dos inmensas puertas y penetré en la sala del gran jurado. Al cruzar las puertas, se me borró la sonrisa de la cara.

No era como en las películas. El gran jurado parecía ser una masa de gente sentada en hileras de sillas plegables. No había un estrado para el jurado ni nada parecido. El fiscal del distrito estaba de pie junto a una mesa, con unas hojas de papel, de las que leía. Había un taquígrafo con una máquina de estenotipia en una mesita. Me dijeron que me sentara en una silla colocada en una plataforma un poco elevada, de modo que el jurado pudiese verme bien. Parecía casi el supervisor de una sección de bacarrá.

El fiscal del distrito era un tipo joven que vestía un traje negro muy tradicional, con camisa blanca y corbata azul cielo limpiamente anudada. Tenía el pelo negro y tupido y la piel muy pálida. Yo no sabía su nombre, y no llegué a saberlo. Su voz era muy reposada y remota al hacerme las preguntas. Estaba simplemente introduciendo información en el archivo, no intentaba impresionar al jurado. Ni siquiera se acercó a mí al formular las preguntas, no se movió de su mesa. Se cercioró de mi identidad y trabajo.

—Señor Merlyn —dijo—, ¿solicitó usted dinero de alguien por cualquier razón?

—No —dije yo.

Le miré y miré a los miembros del jurado a los ojos, mientras daba mis respuestas. Permanecí muy serio, aunque, por alguna razón, sentía ganas de sonreír. Aún me sentía animado.

El fiscal del distrito dijo:

—¿Recibió usted dinero de alguien para alistarle en el programa de seis meses del ejército de la Reserva?

—No —dije.

—¿Tiene usted conocimiento de que alguna otra persona recibiese dinero, contraviniendo la ley, por dar tratamiento preferente en algún sentido?

—No —dije, sin dejar de mirarle y de mirar a todas las personas que tan incómodas parecían allí sentadas en aquellas pequeñas sillas plegables. Era una sala interior y oscura, muy mal iluminada. En realidad, no podía distinguir sus rostros.

—¿Tiene usted conocimiento de que algún oficial superior o alguna otra persona haya utilizado influencias especiales para meter a alguien en el programa de seis meses sin que su nombre figurase en las listas de espera de su oficina?

Sabía que me haría una pregunta parecida. Y había pensado si debería mencionar o no al congresista que había venido con el heredero de la fortuna del acero y obligado al comandante a incluirle en la lista. O contar cómo el coronel de la reserva y algunos de los otros oficiales de la reserva habían colocado ilegalmente en lista a los hijos de sus amigos. Quizá eso asustase a los investigadores o desviase la atención hacia peces más gordos. Pero luego comprendí que la razón de que el FBI estuviese molestándose tanto era que pretendía descubrir peces gordos, que si eso pasaba, la investigación se intensificaría. Además, el asunto adquiriría más importancia para los periodistas si resultaba complicado un congresista. Por todo esto, decidí mantener la boca cerrada. Si me procesaban y me juzgaban, mi abogado siempre podría utilizar esa información. En fin, moví la cabeza y dije que no.

El fiscal del distrito dejó sus papeles y luego dijo, sin mirarme:

—Eso es todo. Puede irse.

Me levanté de mi silla, bajé de la plataforma y salí de la sala del gran jurado. Y comprendí entonces por qué estaba tan alegre, tan animado, casi entusiasmado.

Realmente había sido un mago. Todos aquellos años en los que todo el mundo seguía viviendo despreocupadamente aceptando sobornos sin preocuparse de nada, yo había mirado hacia el futuro y previsto aquel día, aquellas preguntas, aquel juzgado, el FBI, el espectro de la cárcel. Y había lanzado conjuros contra ellos. Había hecho que Cully me escondiese el dinero. Había procurado cuidadosamente no hacerme enemigos entre las personas con las que había realizado negocios ilegales. Nunca había pedido explícitamente una suma concreta de dinero. Cuando alguno de mis clientes me había engañado, nunca le había acosado. Ni siquiera al señor Hemsi, que me prometió hacerme feliz el resto de mi vida. En fin, me había hecho feliz sólo con conseguir que su hijo no declarara. Quizá fuera eso lo que había resuelto el asunto, no Cully. Salvo que sabía muy bien lo que había pasado. Había sido Cully quien me había sacado del aprieto. Pero en fin, aunque hubiese necesitado una pequeña ayudita, seguía siendo un mago. Todo había sucedido exactamente como yo sabía que iba a suceder. Me sentía muy orgulloso de mí mismo. No me planteaba que quizá sólo fuese un estafador listo que había tomado precauciones inteligentes.