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Con Osano retirado en lugar seguro, en Las Vegas, pude dedicarme a resolver mi otro problema. No tenía trabajo. Así que acepté todas las colaboraciones y trabajos independientes que pude conseguir. Hice críticas de libros para la revista Time, para el Times de Nueva York, y el nuevo director de la publicación en que había trabajado me dio también colaboraciones. Pero la situación me destrozaba los nervios. Nunca sabía de cuánto dinero iba a disponer en un momento concreto. Y así decidí concentrarme al máximo en terminar mi novela, con la esperanza de que me proporcionase mucho dinero. Durante los dos años siguientes, mi vida fue muy sencilla. Pasaba de doce a quince horas diarias en mi cuarto de trabajo. Iba al supermercado con mi mujer y durante el verano llevaba los domingos a los niños a la playa para que Valerie pudiera descansar. A veces, tomaba pastillas a media noche para no dormirme y poder trabajar hasta las tres o las cuatro.

Durante esa época, cené algunas veces con Eddie Lancer en Nueva York. Eddie se había convertido en guionista de Hollywood, y era evidente que ya no escribiría novelas. Le gustaba la vida que llevaba allí, las mujeres, el dinero fácil, y juraba que jamás volvería a escribir otra novela. Cuatro guiones suyos se habían convertido en películas de gran éxito y tenía mucho prestigio. Me ofreció trabajar con él si quería irme allí, pero le dije que no. No podía imaginarme trabajando en el mundo del cine. Pues, pese a las historias divertidas que Eddie me contaba, veía claramente que ser escritor en aquel mundo no era nada divertido. Dejabas de ser artista. Te limitabas a traducir las ideas de otro.

En esos dos años, vi a Osano una vez al mes. Estuvo una semana en Las Vegas y luego desapareció. Cully me llamó para quejarse de que Osano se había largado con su chica favorita, que por cierto se llamaba Charlie Brown. No es que Cully se hubiese enfadado mucho, simplemente estaba atónito. Me dijo que la chica era muy guapa, que estaba haciendo una fortuna en Las Vegas bajo su dirección y que se estaba dando la gran vida, por lo que no entendía cómo lo había abandonado todo para largarse con un escritor viejo y gordo que no sólo engullía cerveza sin parar, sino que era el mayor chiflado que Cully había visto en su vida.

Le dije que aquél era otro favor que le debía y que si veía a la chica con Osano en Nueva York, le pagaría el billete de avión para que volviera a Las Vegas.

—Basta que le digas que se ponga en contacto conmigo —dijo Cully—. Dile que la echo de menos, que la quiero. Dile lo que te parezca. Lo que quiero es que vuelva. Esa chica vale para mí una fortuna en Las Vegas.

—Bien, de acuerdo —dije.

Pero cuando fui a cenar con Osano en Nueva York, estaba solo y no me pareció que pudiese disfrutar del afecto de una chica joven y guapa con las cualidades que Cully había descrito.

Es curioso lo que pasa cuando te enteras del éxito de alguien, de que se ha hecho famoso. Esa fama es como una estrella fugaz que ha brotado de pronto de la nada. Pero tal como me sucedió a mí, la cosa fue sorprendentemente insípida.

Yo llevé una vida de eremita durante dos años y al final conseguí acabar el libro, se lo entregué a mi editor y me olvidé de él. Al cabo de un mes, el editor me llamó a Nueva York para decirme que habían vendido mi novela a una editorial de libros de bolsillo por medio millón de dólares. Me quedé asombrado. No podía creérmelo. Mi editor, mi agente, Osano, Cully, todos me habían advertido que un libro sobre el rapto de un niño en el que el héroe es el raptor, no atraería al gran público. Manifesté mi asombro al editor y éste me dijo:

—Cuentas una historia tan magnífica, que no importa.

Cuando volví a casa aquella noche y le conté a Valerie lo ocurrido, tampoco ella pareció sorprendida. Dijo sin más, con mucha calma:

—Podremos comprar una casa más grande. Los niños crecen, necesitan más espacio.

Y luego la vida continuó como antes, salvo que Valerie encontró una casa a sólo diez minutos de la de sus padres, la compramos y nos trasladamos allí.

Por entonces salió la novela. Figuró en todas las listas de libros más vendidos del país. Fue un gran éxito de ventas, y sin embargo no pareció cambiar mi vida en ningún sentido. Al pensar en esto, comprendí que era por los pocos amigos que tenía. Tenía a Cully, a Osano, a Eddie Lancer, y eso era todo. Por supuesto, mi hermano Artie estaba orgullosísimo de mí y quiso dar una gran fiesta, en mi honor, hasta que le dije que podía dar la fiesta pero que yo no iría. Lo que me conmovió de veras fue una crítica de mi libro firmada por Osano y que apareció en la primera página de la publicación literaria en la que habíamos trabajado. Me alababa por motivos justificados, e indicaba los verdaderos fallos. A su modo habitual, exageraba el mérito del libro porque yo era su amigo. Y luego, claro, continuaba hablando de sí mismo y de la novela que estaba escribiendo.

Llamé a su casa y no contestó nadie. Le escribí una carta y recibí contestación. Cenamos juntos en Nueva York. Tenía un aspecto horrible, y le acompañaba una joven rubia muy guapa que apenas hablaba, pero que comía más que Osano y yo juntos. La presentó como «Charlie Brown» y comprendí que era la chica de Cully, pero no le transmití su mensaje. ¿Por qué iba a hacer daño a Osano?

Hubo un curioso incidente que siempre recuerdo. Le dije a Valerie que fuese a comprar ropa nueva, lo que quisiera, que yo me ocuparía aquel día de los niños. Se fue con unas amigas y volvió cargada de paquetes.

Yo estaba intentando trabajar en mi nuevo libro, pero en realidad no lograba entrar en él. Así que me enseñó lo que había comprado. Deshizo un paquete y sacó un vestido amarillo nuevo.

—Cuesta noventa dólares —dijo Valerie—. ¿Te imaginas? ¡Noventa dólares por un vestidito de verano!

—Es bonito —dije, obligado. Se lo puso por delante, sin enfundarse en él.

—Sabes —dijo—, en realidad no pude acabar de decidir si me gustaba más el amarillo o el verde. Al final me decidí por el amarillo. Creo que me sienta mejor el amarillo. ¿Qué crees?

Me eché a reír.

—Querida —dije—, ¿no se te ocurrió que podías comprar los dos?

Me miró un momento asombrada y luego también ella se echó a reír.

—Puedes comprar —le dije— uno amarillo, otro verde, otro azul y otro rojo.

Y los dos sonreímos, y creo que por primera vez nos dimos cuenta de que habíamos entrado en una especie de nueva vida. Pero, en conjunto, el éxito no me parecía tan interesante ni tan satisfactorio como había creído. Así que, tal como solía hacer, me puse a leer sobre el tema y descubrí que mi caso no era insólito; que, en realidad, muchos individuos que habían luchado toda su vida por llegar a la cima en sus profesiones, lo celebraban de inmediato tirándose por la ventana de un octavo piso.

Era invierno, y decidí llevar a mi familia de vacaciones a Puerto Rico. Sería la primera vez en nuestra vida de casados que podíamos permitirnos salir fuera. Mis hijos nunca habían ido a un campamento de verano.

Lo pasamos muy bien nadando, disfrutando del calor, de las calles pintorescas y de la comida exótica. Era una delicia alejarse del frío por la mañana y por la tarde estar bajo el sol tropical, gozando de una brisa balsámica. De noche, llevé a Valerie al casino del hotel mientras los niños nos esperaban sentados en los grandes sillones de mimbre del vestíbulo. Cada quince minutos o así, Valerie bajaba a ver si estaban bien, y por último se los llevó a todos a nuestra suite y yo estuve jugando hasta las cuatro de la mañana. Como ya era rico, naturalmente, tuve suerte. Gané unos miles de dólares y disfruté más y me divertí más ganando en aquel casino que con el éxito y las inmensas sumas de dinero que el libro me había proporcionado hasta entonces.

Cuando volvimos a casa, me aguardaba una sorpresa aún mayor. Unos estudios cinematográficos, Malomar Films, habían pagado cien mil dólares por los derechos cinematográficos de mi libro y otros cincuenta mil, más gastos, para que yo fuese a Hollywood a escribir el guión.

Hablé del asunto con Valerie. En realidad, no quería escribir guiones de cine. Le dije que vendería el libro, pero que rechazaría el contrato del guión. Creí que esto la complacería, pero, por el contrario, dijo:

—Creo que sería bueno para ti ir allí. Creo que te conviene conocer más gente. Ya sabes lo mucho que lamento a veces el que seas tan solitario.

—Podríamos ir todos —dije.

—No —dijo Valerie—. Yo estoy muy feliz aquí con mi familia, no podemos sacar a los niños del colegio y no me gustaría que se criasen en California.

Como todo el mundo en Nueva York, Valerie consideraba California una exótica avanzadilla de los Estados Unidos llena de drogadictos, asesinos y predicadores locos que le pegarían de tiros a un católico nada más verle.

—El contrato es por seis meses —dije—, pero yo podría trabajar un mes y luego volver y continuar aquí.

—Eso me parece perfecto —dijo Valerie—, y además, si te he de ser sincera, a los dos nos vendría bien un descanso.

Esto me sorprendió.

—Yo no necesito descansar de ti —dije.

—Pero yo necesito descansar de ti —dijo Valerie—. Destroza los nervios tener a un hombre trabajando en casa. Pregúntale a cualquier mujer. Altera muchísimo toda la rutina de las tareas domésticas. Hasta ahora, nunca pude decirte nada porque no podías permitirte tener un estudio fuera para trabajar, pero ahora sí puedes, y me gustaría que no trabajases más en casa. Puedes alquilar un sitio, ir por la mañana y venir a casa por la noche. Estoy segura de que trabajarías mucho mejor.

Ni siquiera ahora sé por qué me ofendió tanto que dijese aquello. Me había sentido feliz quedándome en casa y trabajando allí y me dolió de veras que ella no sintiese lo mismo. Y creo que fue esto lo que me hizo decidirme a escribir la versión cinematográfica de mi novela. Fue una reacción infantil. Si no me quería en casa, me iría, y ya vería ella lo que era bueno. Por entonces, yo estaba seguro de que lo que habría emocionado a cualquier otro escritor a mí no me emocionaba. Hollywood era un sitio del que resultaba agradable leer cosas, pero yo ni siquiera tenía ganas de visitarlo.

Comprendí que una parte de mi vida había concluido. Osano había escrito en su comentario: «Todos los novelistas, malos y buenos, son héroes. Luchan solos. Han de tener la fe de los santos. Para ellos la derrota es más frecuente que el triunfo. Y el mundo cruel no muestra la menor piedad. Les fallan las fuerzas (por eso la mayoría de los novelistas tienen puntos débiles, son fácil blanco para el ataque); los problemas de la vida real, las enfermedades de los niños, la traición de los amigos, las traiciones de las mujeres, son cosas todas ellas que deben dejar a un lado. Ignoran sus heridas y siguen luchando, pidiendo el milagro de nuevas energías.»

Desaprobaba el tono melodramático, pero era cierto que tenía la sensación de estar desertando del grupo de los héroes. No me importaba nada el que esto fuese típico sentimentalismo del escritor.