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10.15
—¡Al suelo! ¡Suelte el arma!
Ariosto obedeció al miembro de las fuerzas especiales del GRS de la Guardia Civil. Bajó el brazo y dejó caer la pistola al suelo.
—Tenga cuidado con eso —dijo, agachándose despacio—. Soy uno de los pasajeros. Y mire a la puerta del puente.
Kirilenko asomaba desde el interior de la cabina. Miró a su alrededor y se percató en una décima de segundo de la llegada de los guardias civiles. Se refugió de nuevo en el puente y cerró la puerta.
—Lástima —dijo Ariosto—. Lo tenía a tiro.
—Quédese quieto en el suelo —le ordenó el guardia—. Ahora nos toca a nosotros.
—¡Ibrahim! —gritó Kirilenko—. ¡Soldados! ¡Están bajando de un helicóptero!
El otro secuestrador se asomó a las ventanas de estribor. Al menos cuatro hombres de negro ya estaban en el techo del barco y se desembarazaban de las cuerdas con las que habían descendido.
—Todavía no se han agrupado. Es el momento de atacar.
Basayev conectó el piloto automático, se dirigió a la puerta del puente, la abrió y salió. Kirilenko le siguió. Salieron al viento exterior y comenzaron a disparar por encima de la pared de aluminio de los aparatos de aire acondicionado. El fuego indiscriminado de los terroristas alcanzó a tres de los guardias civiles, pero los chalecos antibalas hicieron su trabajo. Solo hirieron a uno, en una pierna. Los GRS se lanzaron al suelo y respondieron al fuego con sus fusiles. Otros cuatro hombres descendieron de los helicópteros y dispararon desde el aire. La descarga de los potentes proyectiles de sus HK G36K sobre el lugar que ocupaban los chechenos logró que estos se replegaran y buscaran refugio detrás de los aparatos de aire acondicionado. Decenas de chispas saltaron de los aparatos alcanzados cuando dejaron de funcionar.
—¡Vamos dentro! —indicó Kirilenko.
Los chechenos volvieron a la cabina de mando y cerraron la puerta detrás de ellos.
—Me queda una cosa por hacer —dijo Basayev.
El checheno se aproximó a los mandos del Nivaria. El Rossia se divisaba cada vez más grande, casi ocupaba todo el panel de la cristalera frontal. Con los disparos, el tipo que estaba golpeando las ventanas había desaparecido. Comprobó el rumbo y la velocidad: la patrullera todavía no había conseguido alcanzar los motores. Se aseguró de que el piloto automático continuaba funcionando. Se separó un paso de los controles y comenzó a disparar a un determinado panel.
—¿Qué haces, Ibrahim? —preguntó Kirilenko.
—Acabo de destruir el sistema manual de dirección del barco —respondió, satisfecho—. Ya nadie podrá desviarlo del rumbo del piloto automático.
Basayev sacó el cargador de su pistola y comenzó a llenarlo de balas.
—Llama a los hermanos del garaje —indicó al rubio—. Un minuto para la colisión. ¡Alabado sea Dios!
—Alabado sea Dios —respondió Kirilenko, que marcó un número en su teléfono móvil.
—¡Perímetro asegurado! —gritó el cabecilla del GRS. No llevaba distintivos diferentes a los de sus compañeros.
Ariosto comprobó que los comandos ya no se fijaban en él. Atisbó a Baute a unos veinte metros, también en el suelo, mirándole. Le hizo una seña indicándole que se encontraba bien.
Uno de los hombres armados dirigió una serie de disparos contra la cristalera del puente, que resistió.
—¡Cristal de seguridad! —anunció.
El jefe de los comandos se asomó por encima del panel de aluminio y comprobó, entre el humo de los aparatos de aire acondicionado destrozados, que la puerta de cabina de mando estaba cerrada.
—¡Una carga en la cerradura y entramos! —ordenó.
Uno de los guardias se acercó mientras los demás le cubrían. En cinco segundos, instaló una barra de explosivo plástico y un detonador electrónico en el sistema de apertura de la puerta, lo fijó con cinta adhesiva y se retiró. Uno de sus compañeros esperó a que estuviera a una distancia segura y pulsó un botón del mando inalámbrico.
Se oyó una pequeña explosión, tras la cual la cerradura y el picaporte desaparecieron.
—¡Adentro! —gritó el jefe.
Ariosto no perdía detalle, pero, justo en ese momento, algo le hizo desviar la atención hacia el cielo. Un gigantesco rugido proveniente de las alturas. Antes incluso de verlo, supo que el F18 se abalanzaba sobre ellos en su segunda pasada.
Olegario buscó por el suelo del garaje alguna de las pistolas, sin resultado. Los tipos de negro seguían disparando de modo automático. Echó un vistazo al techo de los camiones. Los terroristas estaban tumbados junto a las escotillas, uno de ellos disparando esporádicamente a los que estaban en la puerta. Iba a ser difícil sacarlos de ahí.
Los disparos cesaron un segundo. Olegario aprovechó el momento.
—¡No disparen a los camiones o la bomba estallará! —gritó.
El mensaje fue recibido. No hubo más disparos. Al otro lado del garaje, se oyó una voz.
—¿Olegario? ¿Está usted ahí?
—¡Galán! —respondió el chófer desde la penumbra—. ¡Hay que impedir que abran las escotillas del techo!
—¡Manténgase a cubierto! —le advirtió Galán—. ¡Vamos a acercarnos!
—¡Solo hay uno armado! —respondió Olegario—. ¡El del camión de la derecha!
Varias explosiones en la popa rompieron el segundo de silencio. Los guardias y Galán se dispersaron por el garaje en dirección al camión indicado. Y entonces, con un estruendo gigantesco, el barco recibió varios impactos seguidos que hicieron desaparecer los toldos de popa: la luz entró a raudales en el garaje.
El teneiente Rey, el piloto del F18, terminó el amplio círculo que desplegaba su avión y comprobó que el helicóptero de la Guardia Civil había salido de su espacio de maniobra. Impulsó hacia delante el joystick situado entre sus piernas y el caza dirigió el morro hacia abajo.
Echó un vistazo al panorama que tenía delante. Descartó atacar el puente de mando, los guardias civiles estaban allí y los impactos de los proyectiles no aseguraban la detención de los motores. Se centraría en la popa del barco.
El F18 descendió a toda velocidad. Rey pulsó el disparador de su cañón ametrallador. Por su visor, pudo ver que los proyectiles de calibre de veinte milímetros que escupían sus cañones Vulcan comenzaban a destrozar la parte trasera del Nivaria Ultrarapide. La escalera exterior de babor fue la primera en saltar; luego le tocó el turno al balcón de la Platinum Class y al alerón que lo recubría, que prácticamente desaparecieron. A continuación, se desgarraron los toldos del garaje. El final de la pasada terminó con lo que quedaba de la escalera de estribor.
Pero las turbinas continuaron funcionando y el barco siguió avanzando a la misma velocidad.
—¡Mierda! —exclamó el piloto, volviendo la cabeza hacia lo que dejaba atrás al tiempo que el avión remontaba el vuelo.
Con cierta irritación, se preparó para una tercera pasada.
Natalya estaba tensa en el suelo del puente de mando, tumbada a un lado, cerca de la escalera que descendía al salón de butacas. Sintió los impactos de un arma automática sobre su cabeza, en los cristales, que resistieron.
A continuación, los secuestradores salieron y comenzaron a disparar. Unos segundos después, volvieron a entrar y cerraron la puerta. Uno de ellos destrozó a tiros uno de los paneles. A continuación, hubo una explosión en la puerta de la cubierta, como una sinfonía de ruidos insoportables. Los chechenos comenzaron a disparar hacia la puerta.
Oyó que un objeto pequeño y pesado caía y rebotaba en el suelo hacia el fondo del puente, donde estaban los terroristas. A continuación, hubo un inmenso estallido de luz y ruido. Natalya perdió el conocimiento.
Ariosto se había levantado. Apenas asomó los ojos por detrás de los aparatos de aire acondicionado, siguiendo el operativo de los GRS. Dos de los guardias se acercaron a la puerta, que se abría hacia el exterior.
Uno de ellos la abrió apenas unos centímetros; el otro lanzó hacia dentro una granada. Los disparos de los secuestradores se estrellaron en los cristales de seguridad de la parte interna de la puerta.
Un estruendo se expandió dentro de la cabina de control. El efecto de la granada se dejó sentir incluso en la cubierta exterior. Ariosto quedó un poco desorientado por aquel ruido atroz, que se clavó en sus tímpanos.
El guardia que aguantaba la puerta la abrió completamente; dos de sus compañeros entraron con sus fusiles hacia delante, a la altura de los ojos. Ariosto oyó tres series de ráfagas que venían del interior del puente.
—¡Despejado! —oyó inmediatamente después.
Otra voz lo repitió.
—¡Despejado!
Los demás guardias entraron rápidamente en el habitáculo. Ariosto se quedó solo en la cubierta. Se asomó un poco más, escudriñando a través de la puerta abierta. Un escalofrío recorrió su espalda al ver en el suelo, inmóvil, una figura que reconoció al instante.
Natalya.
Desde la patrullera, el teniente Pinazo se frotó los ojos. La popa del Nivaria estaba irreconocible. Había desaparecido el alerón que protegía el balcón, la barandilla y la mayor parte de la base, así como todos los cristales de las ventanas de la Platinum Class. Los toldos del garaje habían caído al exterior y colgaban, desgajados, rozando el agua.
Pinazo pudo ver los vehículos del garaje y unos relámpagos de disparos de armas ligeras, tal vez fusiles.
—¡Lanzagranadas cargado! —anunció el sargento.
Pinazo ajustó la mira hacia la espuma de las turbinas y disparó.