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10.10 horas
Inmediatamente después de la primera pasada del F18, el helicóptero de los SRG de la Guardia Civil se posicionó justo encima de la cabina de mando del Nivaria, manteniendo la misma velocidad que el ferry.
—¡Nuevas órdenes! —anunció el capitán Castillo, el jefe de las fuerzas especiales—. El helicóptero tiene que salir de aquí antes de que vuelva el caza de combate, así que bajaremos todos. No vamos a tener cobertura aérea propia. ¿Entendido?
El capitán abrió las dos puertas del helicóptero y un remolino de viento se coló dentro del aparato. Sus hombres descolgaron por ambos lados cuatro grupos de dobles cuerdas de rappel para descenso en vertical.
Castillo echó un vistazo. En la cubierta exterior vio a dos hombres corriendo por ella. No sabría decir si eran secuestradores o no. Enseguida lo averiguaría.
—¡Primer grupo abajo! ¡Cuidado, hay dos hombres a las cuatro!
El sargento Vargas fue el primero en bajar, maniobrando la cuerda con la mano izquierda, con el fusil de asalto Heckler & Koch G36K en la derecha, apuntando hacia abajo. Nadie lo atacó. Cuando se posó sobre el techo del puente de mando, lo que vio no pudo más que asombrarlo.
Sin que los vieran, Ariosto y Baute llegaron a la pared de aluminio pintada de azul celeste que protegía la hilera de aparatos de aire acondicionado, detrás del habitáculo del puente de mando. El marinero se había quedado atrás, en la escalera de mano, vigilando por si salía alguien de la cabina.
Agachados, corrieron por el exterior del mamparo metálico hasta llegar a la altura de las primeras ventanas laterales del puente de mando. A partir de ahí, el suelo se elevaba progresivamente hasta quedar a solo veinte centímetros de las cristaleras. El que se acercara a las ventanas de proa quedaría expuesto de inmediato.
Se detuvieron un segundo, de espaldas a la pared. Entonces se empezaron a oír varias explosiones en la popa del barco. Ariosto y Baute se miraron.
—Algo ocurre abajo —advirtió Baute—. Le aseguro que no son ruidos normales del Nivaria.
Ariosto siguió escuchando. Las explosiones mantenían una cadencia rítmica y eran todas iguales.
—Diría que están disparando granadas. Aunque desde aquí no podemos ver nada.
Justo en ese momento, un proyectil alcanzó la chimenea de estribor, a unos treinta metros. La destrozó por completo. Un panel entero de metal se abrió y quedó colgando en el exterior.
—Esto se complica —dijo Baute—. Quien esté lanzando esas granadas nos puede alcanzar involuntariamente. Hay que moverse rápido.
—Sigamos con el plan inicial —añadió Ariosto.
Baute asintió e iba a comenzar a caminar cuando un estruendo inesperado lo dejó petrificado donde estaba. Rápidamente, el ruido se volvió más intenso, hasta hacerse insoportable. Hubo una serie de pequeñas explosiones en la punta de la proa. Una parte del casco saltó por los aires.
—¡Joder! —exclamó el camarero, encogido—. ¿Qué ha sido eso?
—Un avión de combate —respondió Ariosto, mirando al cielo—. Un F18, si no me equivoco. ¡Es el momento, vamos!
Baute salió de su estupor y comenzó a correr por el lateral exterior de la cabina de control, llegó a la esquina delantera y se colocó delante de los cristales que daban a la proa. Se agachó y comenzó a golpearlos con la llave inglesa. Al tercer golpe, comenzaron a aparecer las primeras grietas.
Ariosto lo dejó allí y retrocedió unos pasos hasta colocarse unos cuatro metros por detrás de la puerta de la cabina de mando, oculto por la pared metálica y una torre de aparatos de aire acondicionado. Preparó su pistola para el momento en que saliera el terrorista, apuntando a la puerta. Siguió oyendo las explosiones a su espalda y rogó para que la puntería del tirador mejorara.
Tal como había previsto, atisbó un movimiento en la cerradura de la puerta trasera del puente. Posó el índice en el gatillo, pero se detuvo. Una sombra oscura se cernió sobre él. Se giró un poco para ver qué era. Un tipo enorme vestido de negro de los pies a la cabeza, con pasamontañas incluido, había caído del cielo y le apuntaba con un fusil de asalto.
—No se mueva —le ordenó.
Ariosto no se movió, pero notó que, justo en ese momento, lo que sí se movía era la puerta de la cabina de mando.
Galán y los dos guardias civiles de la patrullera llegaron al gran salón, que seguía desierto. Giraron a su izquierda y se aproximaron velozmente a la Platinum Class. Entraron con los fusiles por delante.
El espectáculo era caótico. Tras las primeras explosiones de las granadas, los pasajeros se habían tirado al suelo. Estaban desperdigados entre los pasillos.
—¡Guardia Civil! —gritó el primer agente—. ¡Quieto todo el mundo!
A Galán aquellas palabras le recordaron algo. Pero esta vez no hacía falta añadir que todos se fueran al suelo.
Una azafata se levantó, a duras penas.
—¡Los secuestradores están en el puente de mando! —exclamó.
Los guardias comprobaron que no había terroristas en el salón y bajaron sus armas.
—¡Aquí corren peligro! —advirtió Galán—. ¡Vayan todos al salón central y pónganse a cubierto!
El inspector echó un vistazo al pasaje, que comenzaba a incorporarse. No vio ni a Ariosto ni a Olegario.
—¡Inspector! —le llamó uno de los guardias civiles—. ¡Nos vamos!
Galán salió del salón de la Platinum Class tras sus colegas. Al cabo de pocos segundos, llegaron a la puerta del puente de mando. Un par de pasajeros que estaban allí les informaron de lo que había pasado.
—Voy a colocar una carga en la puerta —anunció el primer guardia.
—¡Un momento! —respondió el segundo, escuchando algo por los auriculares—. Unos SGR están descendiendo de un helicóptero. Nos piden coordinación. Ellos se ocupan del techo. Nosotros, del garaje.
Como un resorte, los tres miembros de las fuerzas de seguridad comenzaron a bajar la escalera que los llevaba a la cubierta inferior.
El teniente Rey observó desde la carlinga del F18 que el helicóptero de la Guardia Civil se mantenía en la vertical del castillete central del ferry. Ocho hombres descendían con cuerdas hasta el techo del barco. Amplió el giro de los controles del avión para dejarles tiempo.
—C15, aquí base —escuchó en la radio de su casco—. El helicóptero evacuará inmediatamente. Prepárese para atacar de nuevo.
Ibrahim Basayev contemplaba por el circuito interno de televisión del puente de mando las evoluciones de la patrullera de la Guardia Civil y los resultados infructuosos de los primeros disparos desde un pequeño cañón lanzagranadas. La patrullera se echó a un lado; medio minuto después, uno de los proyectiles hizo blanco en la escalera donde estaba la cámara: la imagen desapareció de la pantalla. La situación de la embarcación de la Guardia Civil, en diagonal desde la punta trasera derecha del barco, ocupaba un ángulo muerto que no podía ser recogido por las otras cámaras exteriores. Kirilenko, a su lado, miraba por las ventanillas exteriores del puente, comprobando que no había movimiento por ahí.
Basayev sabía que el patrullero estaba intentando disparar a los motores. Si lo hacía con tranquilidad, tal vez acabaría acertando. Desconectó el piloto automático y pasó a control manual del barco. Con un par de eses, desestabilizaría a la embarcación que los perseguía.
En ese momento, unos impactos hicieron saltar el pico de la proa. Una sombra rauda pasó por encima de ellos atronando el espacio.
—¡Un caza de combate! —dijo Kirilenko. Se volvió a su compañero—. ¿Llegaremos?
—Llegaremos —respondió Basayev—. Si Dios quiere.
—Si Dios quiere —repitió el secuestrador rubio.
Y, de repente, un hombre surgió al otro lado de las ventanas de estribor, en el exterior de la cubierta. Caminó hacia delante y, colocándose enfrente de los cristales delanteros, comenzó a golpearlos con una llave inglesa.
—¿Qué diablos? —exclamaron a la vez los dos terroristas.
Natalya estaba tumbada en el suelo del puente de mando, con las manos y los pies atados con tiras de plástico; amordazada con un trozo de tela adhesiva. Tanto rato en esa posición había hecho que se adormilara. Las primeras explosiones la sacaron de ese estado. Abrió los ojos. Los secuestradores observaban las pantallas de televisión.
Giró sobre su espalda y trató de sentarse. Tras unos segundos de esfuerzo, lo logró. Se desplazó sobre el suelo hasta apoyar la espalda en uno de los mamparos de la cabina. Trató de desasirse, pero le fue imposible. O eso le pareció en un primer momento. Empezó a forcejear rítmicamente y notó que la ligadura de las manos se aflojaba un poco. Se animó a seguir intentándolo.
Cuando Olegario comenzó a correr zigzagueando entre los vehículos del garaje los veinte metros que le separaban de los camiones, empezaron a sonar las explosiones en el exterior del catamarán. Los secuestradores ya habían subido a la parte superior de sus tráileres; miraron a la popa del barco, donde los impactos se sentían con más fuerza. Olegario llegó al primer camión, lo rodeó y encontró la escalerilla de subida al techo. Ascendió por los escalones metálicos lo más rápido que pudo. Al llegar arriba, vio al checheno en cuclillas sobre la escotilla por la que habían introducido el gasoil en la caja de carga del camión. Echó un vistazo al otro terrorista en el vehículo vecino. Se encontraba ensimismado escuchando su teléfono móvil, mirando al otro lado.
Se acercó dos pasos y levantó su arma, tratando de cogerlo desprevenido. Su sombra lo delató. El checheno levantó la vista y descubrió al chófer. Un reflejo de asombro destelló en su rostro: había dado por seguro que ese tipo estaba ya en el fondo del mar.
El secuestrador se echó al suelo girando sobre sí mismo. Olegario disparó al bulto. La bala rebotó en la carrocería y se perdió en el techo. Sabía que corría un gran peligro: si el proyectil agujereaba el depósito del camión, podría suceder lo peor. Había que resolver aquello de otra manera.
Antes de que el checheno se recobrara, Olegario se lanzó en plancha sobre él y lo embistió. Ambos rodaron por el techo del camión hasta llegar al borde delantero, casi encima de la cabina del conductor. Las pistolas cayeron al suelo del garaje. Se oyó un disparo. Era el otro terrorista, que trataba de hacer blanco desde el otro camión.
En ese momento, un proyectil entró volando en el interior del garaje, pasó muy cerca de ellos y se estrelló contra el mamparo de proa, a unos cuarenta metros. Produjo una tremenda explosión que llenó de esquirlas y de humo todo el espacio donde se encontraban los coches.
Olegario recibió un puñetazo en el rostro. Afortunadamente, el cuerpo a cuerpo impedía que los golpes fueran largos y potentes, pero estaba claro que el secuestrador conocía el arte de la pelea callejera. El chófer intentó hacerle una llave de inmovilización, pero el tipo se escurrió. Probó con un rodillazo en el estómago, que no funcionó demasiado. A cambio, recibió un golpe en el cuello. Le dolió. Respondió con un doble directo al plexo solar; de vuelta, una patada en la pantorrilla derecha.
Necesitaba espacio, así aferrados no lograría librarse de aquel tipo. Se liberó de los brazos del checheno y lo empujó con fuerza hacia atrás. El terrorista rodó sobre sí mismo, antes de tratar de incorporarse apoyándose sobre una rodilla.
Olegario tomó aire y se levantó, flexionado, esperando un nuevo ataque. Otro disparo sonó a su derecha. La bala pasó silbando en sus oídos. Ahora era un blanco demasiado visible, no podía quedarse allí.
Sonó un nuevo disparo, seguido de otro más. El sonido era distinto, de un arma superior. Olegario miró fugazmente al lugar de donde procedían las balas. A pesar del humo, vio a dos hombres vestidos de negro en la puerta del garaje (fuerzas especiales, con toda seguridad); les apuntaban con fusiles de asalto. Debían de ser disparos de advertencia. El terrorista del otro camión les devolvió el fuego. Olegario supo lo que iba a ocurrir a continuación. Saltó del camión sobre el techo del turismo más próximo y de ahí al suelo. En ese segundo, los tiradores de la puerta pusieron sus armas en modo automático y se desencadenó un infierno de disparos sobre su cabeza.
El chófer solo se repetía una cosa: «Por Dios, que no agujereen los camiones».