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10.03 horas
Ajmed y Nurdi, los chechenos que estaban en el garaje, después de la ardua tarea de volver a subir los recipientes de gasoil al techo de los camiones, estaban introduciendo su contenido con una bomba eléctrica en la carga.
—Con cuidado —repitió Ajmed—. Que no entre aire dentro de los camiones si no queremos que estalle todo antes de lo previsto.
Los terroristas, con la misma bomba, habían extraído el poco aire que se mantenía en la parte superior de la caja de carga de los camiones, lo que creaba el vacío dentro de los compartimentos estancos, donde estaban vertiendo el gasoil. Ambos sabían que la explosión se produciría cuando entrara en escena el oxígeno, en el momento en que abrieran las escotillas superiores de cada camión, lo que provocaría la combustión del nitrato de amonio con el fueloil.
A pesar del retraso que llevaban, por culpa del tipo aquel que se había colado en el garaje (ahora ya estaría haciéndoles compañía a los peces), ya casi habían terminado el trabajo. Justo a tiempo. Tenían unas ganas enormes de acabar con el último depósito y comunicárselo a sus compañeros del puente de mando.
De repente, Nurdi se detuvo.
—¿Ajmed, has oído eso? —preguntó desde lo alto de su camión.
Ajmed lo miró extrañado. Dentro del garaje se oía, sobre cualquier otra cosa, el ruido de los motores a toda marcha.
—¿Qué tengo que oír? —le contestó, enfurruñado.
—Es un niño, llorando.
Ajmed se sintió confuso. ¿Un niño? ¿Allí, en el garaje? No había visto ninguno entre los pasajeros.
—Yo no oigo nada —afirmó.
Nurdi miró con desconfianza a su alrededor, tratando de determinar el lugar de donde le había llegado ese sonido.
—Ahí debajo, entre los camiones. Lo he oído muy claramente.
—Nurdi, aquí no hay nadie más que nosotros, así que déjate de estupideces y acaba el trabajo.
Trató de convencerse de que su compañero tenía razón. Si estuviera en las montañas de su tierra natal, donde las leyendas hablaban de demonios que se escondían en las cuevas y en las simas, lo habría entendido como algo normal. Pero allí no había montañas, solo un barco y mucha agua a su alrededor. Aquel no era su mundo. Y eso, en el fondo, le asustaba.
Nurdi se conocía. Sabía que era capaz de apretar el gatillo sin pestañear, en las circunstancias más extremas, pero enfrentarse a entes sobrenaturales era otra cosa, tal vez demasiado para él.
El checheno reanudó el trabajo sin volver a mirar a su alrededor. No iba a parar hasta terminar, llorase quien llorase.
Tras acabar con uno de los depósitos de gasoil, y cuando iba a abrir el último, volvió a oírlo. La misma vocecita. Pero esta vez algo había cambiado. Y a Nurdi ese cambio no le gustó nada. Es más, le puso los pelos de punta.
Era un niño, sin duda, pero no lloraba. Si le hubieran preguntado, habría jurado que ese maldito niño se estaba riendo.
Se reía de él.