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08.50 horas
—Ya se lo he dicho, teniente, me he retirado del negocio. Ahora soy un hombre honrado.
La voz de Juan Delgado, alias el Yoni, sonó hueca en la austera sala de interrogatorios de la comisaría de Policía de La Laguna. Sentado en una silla de plástico oscuro, entre él y Morales, que le miraba escéptico, solo mediaba una mesa metálica con la superficie de DM y sobrechapa de color nogal.
—Subinspector Morales para ti, Yoni —replicó el policía—. Hay pocos traficantes de armas en la isla, y tú eres uno de ellos. Aunque ya no te dediques a eso, estoy seguro de que algo te llega.
El Yoni se recompuso en aquella incómoda silla, cruzando las piernas en el otro sentido. De unos cincuenta y pocos años, su silueta delgada se perdía en una ropa que le quedaba algo grande. Parecía un demandante social de Cáritas o un fanático de las dietas milagro. Viejo conocido de la comisaría, había cambiado una vida peligrosa, en la que se dedicaba a comprar y vender todo tipo de productos ilegales (incluidas armas, aunque nunca droga), por la apacible rutina de barman en un establecimiento de características algo sórdidas comprado con unos ahorrillos de origen más sórdido aún. Esa sordidez, más toda la experiencia y los contactos acumulados a lo largo de su carrera, es lo que hacía que estuviera sentado allí.
—Inspector, usted espera demasiado de mí. —El Yoni no ocultaba un deje de condescendencia—. Ya no me mezclo en esos asuntos. Entre otras razones porque entre ustedes y la Guardia Civil han puesto el negocio muy difícil. Ya no hay clientes. Ni que vendan ni que compren.
Al encararse con el Yoni, Morales, un hombre de cincuenta y tantos, de la misma quinta que Ramos, mostró las múltiples cadenitas de oro que colgaban de su cuello, pues llevaba un par de botones de la camisa sin abrochar. El policía decidió acotar más el asunto.
—Sabemos que hay un grupo en la isla con armas militares —dijo—. Pueden ser extranjeros.
La posibilidad de que los hombres que habían atacado al centinela del cuartel de La Cuesta fueran extranjeros no estaba del todo clara. Eran dos tipos fuertes, no muy altos, morenos, tanto de cabello como de facciones. Podrían ser naturales del sur de la isla, pero en ese perfil cabían también muchas etnias extranjeras.
El Yoni meditó unos segundos. Dio la impresión de que trataba de hacer memoria. El inspector Galán escuchaba atentamente la conversación, de pie, apoyado en la pared, detrás de Morales, pero sin intervenir.
—No he oído nada sobre armas militares —dijo el Yoni.
Morales lo miró fijamente y cabeceó una vez, en un movimiento que reflejaba que su interlocutor le estaba llevando a una situación que quería evitar.
—Yoni. —El policía habló muy bajo y sosegado—. Tu licencia de apertura del bar ha vencido. Para renovarla tendrás que pasar inspecciones de trabajo, de sanidad, así como la revisión del cuadro eléctrico. Te va a costar una pasta, pues ahora mismo no cumples con ninguno de estos requisitos. Nosotros podríamos ayudarte. Piensa en ello.
Los ojos del Yoni brillaron de rabia. Tarde o temprano, los polis siempre jugaban sucio con él.
—Hoy en día, los únicos que buscan armas son sudamericanos —dijo—, colombianos, sobre todo. Aunque se bastan entre ellos, ya que tienen sus propias fuentes de suministro. Últimamente he oído algo sobre algún que otro ruso, pero poca cosa.
—Cuéntame algo más sobre eso —le insistió Morales.
—Con los turistas entra de vez en cuando algo de morralla. Pertenecen a mafias de allá. Cuando están aquí, buscan alguna que otra arma, ya sabe, por sentir ese peso en el bolsillo que tanto los tranquiliza. Pero solo quieren pistolas y que no ocupen mucho espacio. No sé nada de armas militares, abultan demasiado.
La puerta de la sala se abrió. La fornida silueta del subinspector Ramos apareció en el umbral. Llevaba un folio impreso en la mano que entregó a Galán.
—El informe de la Guardia Civil —avisó.
El Yoni miró a Ramos con aprensión. ¿Acaso ese informe contenía la prueba de algo que le afectara a él? No se fiaba ni un pelo. Los polis podían resultar de lo más traicioneros.
Morales miró también a Galán, como pidiendo permiso para continuar. El inspector se percató de que todos lo miraban.
—Sigan —dijo, sonriendo—. Esto no tiene nada que ver con ustedes.
Morales se encaró de nuevo con el Yoni.
—A ver, dame nombres y lugares.
Mientras el interrogado suspiraba y miraba al techo de la habitación, Galán le echó un vistazo al papel. Su contenido era escueto.
La munición robada era de calibre 5,56 milímetros, standard OTAN, utilizada para los fusiles de asalto Heckler & Koch G36E, los que usaba el ejército español desde que jubilaron en 1999 a los clásicos CETME. Los cargadores que habían sustraído eran de treinta cartuchos con bala, que no servían para armas cortas convencionales, ni de uso militar ni de uso deportivo. Se había revisado el inventario de todas las armas militares del archipiélago canario de los últimos cinco años y no faltaba ninguna. Todas estaban bajo control. El informe concluía que poco se podría hacer con esas balas sin poseer sus fusiles o pistolas correspondientes.
Eso era evidente, pensó Galán..., salvo que trajeran los fusiles de fuera.
Y no podía descartar nada.