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08.25 horas
La jornada se presentaba complicada para Servando Melián, el alcalde de Santa Cruz de Tenerife. Los intentos para que su secretaria le aligerara la agenda habían caído en saco roto. Desde las ocho de la mañana, tenía programadas una docena de actividades variopintas: despachar con el concejal de Hacienda de la corporación (no había ni un euro en las arcas); atender a los representantes sindicales de la policía local (que se quejaban por todo, incluso de trabajar poco); acudir a la recepción del superpetrolero, en el mismo barco (algo que le ponía los pelos de punta, se mareaba solo con el olor); inaugurar la reparación de las aceras de un barrio de la periferia (no había que olvidar los barrios); distinguir a un joven vecino, que había conseguido el campeonato de Europa en una disciplina deportiva oriental imposible de pronunciar; recibir al concejal de fiestas, que le iba a adelantar el programa del Carnaval (quedaban apenas tres meses, y otros tres para las elecciones, por lo que había que ser cuidadoso, que todos estuvieran contentos); y por fin, antes de comer, despachar con Cande, su secretaria, la firma de los papeles que se habrían ido amontonando en su mesa durante la mañana. Un descansito para el almuerzo y por la tarde algo más ligero, la revisión con los técnicos de urbanismo (injustamente tratados por la prensa y los vecinos) de un punto y coma del plan general de ordenación que se había colado en el texto y que cambiaba el significado de un párrafo, y por ende de un capítulo y casi hasta del espíritu del plan completo.
La agenda llevaba así doce años. Servando Melián se sentía agotado.
Ya le quedaba poco para jubilarse. Melián se daba cuenta de que había empleado su vida, sin vivirla, en un servicio público muy exigente con una entrega que no todo el mundo reconocía y, lo que era peor, se percataba de que, ahora, tenía miedo al vacío. Su total dedicación durante tantos años al Ayuntamiento traía como consecuencia (además de un preocupante sobrepeso y una calvicie que había dejado de ser incipiente) una falta total de hobbies que le pudieran ayudar a sobrellevar el significado de esa horrible palabra: jubilación.
Había llegado a considerar la posibilidad de presentarse como candidato para una última legislatura (había políticos que morían con las botas puestas), pero los delfines del partido ya le habían dejado claro que era hora de echarse a un lado, que ya estaba bien. Lo pensó un segundo nada más. Tenían razón, ya estaba algo mayor, y él lo sabía bien (sobre todo después de dormirse en un pleno convocado por la tarde; nunca más por las tardes). Si manejaba bien algunas influencias, obtendría un inofensivo retiro dorado, como algún consejo consultivo, algo así, y tal vez llegaran a poner su nombre a una calle o a una biblioteca. Y todos tan contentos.
—¿Está conforme, don Servando?
La pregunta del concejal de Hacienda —aquel chico tan avispado que no sabía dónde se había metido— le sacó de su ensimismamiento.
—Conforme —respondió automáticamente, sin pensarlo, pues tenía plena confianza en su equipo—. ¿Hemos terminado?
El concejal pareció indeciso, tenía un par de puntos más que tratar, pero, dado que había accedido de esa manera tan rápida a un asunto tan espinoso como la subida de la tasa de recogida de basuras, tal vez fuera mejor dejarlos para otro día.
—Sí, hemos terminado —respondió.
—Muy bien —dijo el alcalde, levantándose y mirando su reloj—. Ahora tengo una horrible reunión con los sindicalistas de la policía y es mejor llegar fresco. Siempre acabo con dolor de cabeza.
—Es comprensible —dijo el concejal, intentando que su tono fuera neutro.
El alcalde salió de su despacho, se despidió de su secretaria y bajó las escaleras que llevaban a la planta baja. Su coche oficial ya le estaba esperando en la puerta. Había decidido que la reunión fuera en el cuartel de la Policía Local, para que los sindicalistas pensaran que jugaban en campo propio. Fugazmente, apareció en su rostro una sonrisa de viejo zorro. Accedería a una cuarta parte de sus peticiones para que dejaran de hacer ruido. Su aplicación se dilataría un poco más, como siempre; lo suficiente para que la nueva ronda de protestas le tocara al siguiente alcalde, así que pensaba disfrutar poniéndose difícil con ellos.
El Audi 600 con los cristales oscuros arrancó cuando el mandatario cerró la puerta trasera. César, el chófer, ya sabía adónde debían dirigirse.
Al cabo de quince segundos, el alcalde volvió a acordarse de los negros nubarrones que se cernían sobre su futuro inmediato. ¿Había sido un buen alcalde? Él pensaba que sí, había hecho muchas cosas por la ciudad. Lástima que la crisis llegara tan deprisa, sin avisar. No le había dado tiempo a iniciar su tercera obra faraónica, para que le recordaran, como hacían todos.
Al menos tenía en su haber un punto de un blanco inmaculado: no había ocurrido ningún desastre importante. Un poco de lluvia aquí, un poco de viento allá, pero nada muy serio. Su mandato iba a terminar felizmente. Tal vez se recordaran aquellos años como los de la tranquilidad: la pax servanda, pensó, bromeando consigo mismo.
En ese sentido, era un hombre con suerte. El destino se había portado bien con él. Se acercaría el día de su retiro a la basílica de la Candelaria a dar gracias a la Virgen. Doce años sin incidentes graves eran muchos años.
Y había que ser agradecido.