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15 de noviembre. 08.15 horas

—Kirilenko, Evgeny Kirilenko.

El guardia civil que vigilaba el acceso al recinto portuario había solicitado los papeles del camión y les estaba echando un vistazo. Siempre comprobaba tres o cuatro cosas: el propietario del camión, la fecha de carga, el puerto de destino y si el vehículo había pasado la ITV.

—Ruso, ¿no?

El conductor, un hombre rubio, asintió con una ligera sonrisa. Llegar a esa conclusión no era demasiado difícil.

—¿Van juntos los dos camiones?

—Sí, señor —contestó el chófer, con fuerte acento extranjero—. Pertenecemos a la misma empresa.

—¿Qué carga llevan? —insistió el guardia civil, aparentemente enfrascado en la revisión de los papeles. La respuesta estaba en ellos, pero el ruso no tuvo problema en responder.

—Fertilizantes agrícolas. Es un proyecto de cultivo de hortalizas frescas para enviar a Rusia en invierno. ¿Sabe que allí ya ha empezado a nevar? En siete meses no crece nada en la tierra.

Al guardia civil, natural de Huesca, el hecho de que nevara en octubre no le llamaba demasiado la atención. En su pueblo de montaña lo hacía en noviembre, y tampoco crecía nada en muchos meses. Lo de plantar lechugas y enviarlas a Rusia le parecía buena idea. Ya que eran extranjeros, no estaba de más pedirles la documentación.

—Pasaportes, por favor.

Si al ruso le pareció extraña aquella petición no lo dejó traslucir. Le pidió al compañero que se sentaba en el asiento contiguo el suyo y se los entregó al agente del orden. Este los revisó someramente: expedidos en una ciudad de nombre muy complicado, de la república federada rusa de Daguestán; vigencia correcta; varios sellos de entrada en España en el año; la última a través del puerto de Las Palmas, procedentes de Casablanca.

—Fosfatos marroquíes —aclaró el conductor, anticipándose a cualquier pregunta del guardia.

El agente dobló los papeles y se los devolvió.

—Pueden seguir —dijo, desviando la mirada hacia los vehículos pesados que se hallaban detrás de los rusos y olvidándose inmediatamente de ellos. Un transporte frigorífico con la matrícula mal colocada prometía.

Los camiones de fertilizantes avanzaron por el comienzo del muelle hasta llegar a la explanada de estacionamiento previa al embarque. Allí siguieron las instrucciones de un empleado de la compañía naviera, que comprobó sus tarjetas de embarque. Se detuvieron a la mitad de una fila de camiones.

El conductor observó el barco atracado en el muelle. Era el ferry catamarán rápido, de dimensiones considerables, que realizaba la ruta entre Gran Canaria y Tenerife. Tenía las compuertas de popa abiertas, esperando la entrada de los vehículos. La altura de la borda pasaba de los diez metros; los pasajeros sin automóvil debían ascender unas interminables escaleras metálicas para acceder a la cubierta del pasaje. De momento, todos se mantenían expectantes, esperando la orden que les permitiera acceder a la embarcación. Los ocupantes de los dos camiones, como habían impreso sus tarjetas de embarque, no necesitaron pasar por la terminal. Las filas se fueron apretando a medida que nuevos vehículos se agregaban a la espera, pero no llegaron a ocupar ni un tercio del espacio previsto para los vehículos. Al contrario que la de las siete y media de la mañana, la travesía de las nueve no llevaba muchos pasajeros.

Ya contaban con eso.

Los ocupantes de la cabina del camión aprovecharon los últimos minutos para fumar un cigarrillo. Para ellos la ocasión tenía un sentido especial, dentro del barco no se podía fumar.

En un momento dado, varios empleados de la compañía de la naviera hablaron entre sí y comenzó el embarque de los vehículos. Los ligeros, por un lado; los pesados, por otro. El conductor apagó el cigarrillo, metió la primera marcha cuando le tocó y siguió escrupulosamente las indicaciones que le hacía el personal del barco. Entraron a través de una rampa que soportó sin problemas las diecisiete toneladas del camión. Echó un vistazo al retrovisor y comprobó que su compañero entraba su vehículo pesado de la misma manera. Llegaron al fondo del inmenso garaje que se abría en las entrañas del buque y giraron ciento ochenta grados, de forma que el morro de los camiones quedara enfilado hacia la salida. Pusieron el freno de mano y apagaron los motores. A través de las ventanillas abiertas, les llegó el olor penetrante a gasoil y a pintura, tan típico de las bodegas de carga. Con el pulgar hacia arriba, el encargado del acomodo de los vehículos les indicó que aprobaba la maniobra y siguió al siguiente camión.

—De momento, todo perfecto —dijo Kirilenko en un idioma caucásico. Ningún control de equipaje, como era previsible—. Cojamos las bolsas y subamos a la cubierta de pasajeros.

Su compañero, Zamran, un hombre moreno de facciones rudas, hizo lo que se le indicaba sin hacer comentarios.

—Ajmed, nos vamos. ¿Estás bien? —El conductor habló mirando hacia atrás.

—Estoy bien, gracias a Dios —dijo una voz apagada detrás de los asientos, en un espacio estrecho que ocupaba una caja alargada—. Seguimos adelante con el plan. Mantened los móviles encendidos.

Los dos hombres que ocupaban los asientos se dispusieron a bajar del camión. El conductor añadió una última frase.

—Adiós, hermano, nos vemos en el Paraíso.

—Alabado sea Dios —le respondió la voz dentro de la caja.

Los hombres se bajaron del camión y el conductor cerró las puertas con el mando a distancia. No había problema, se podían abrir desde dentro.

Sonrió para sí, satisfecho, y comenzó a caminar hacia la puerta que conducía a las cubiertas superiores siguiendo al resto de los pasajeros, acompañados del ruido de los coches y los camiones que continuaban entrando y de los motores del barco vibrando al ralentí.

Ya estaban dentro.