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09.00 horas

A Sandra le costó llegar al aparcamiento del parque Marítimo más de lo que esperaba. En la explanada que daba acceso al conjunto de piscinas más atractivo de la ciudad, en la costa, al lado del auditorio, se había instalado el control de seguridad para acceder al Rossia. Dos helicópteros esperaban a los invitados para llevarlos a bordo del superpetrolero. Era el mejor sistema. Aunque existía una escala convencional en uno de los lados del buque, era sumamente incómodo utilizarla si el barco no estaba atracado en un muelle. Lo mejor era el helicóptero, aunque a algunos no les gustara mucho la perspectiva de montarse en uno de esos aparatos.

Las medidas de seguridad exigían que se hubiera levantado una valla en torno al extenso aparcamiento, y que una serie de vigilantes, acompañados de policías locales, controlaran el acceso de los invitados y de los representantes de los medios, únicos autorizados para subir a los helicópteros.

Dos Agusta AW-189 italianos de diseño elegante, con capacidad para dieciséis pasajeros, esperaban a los primeros periodistas para llevarlos al Rossia. Los aparatos habían sido alquilados para los traslados en todas las escalas que el barco tenía previsto hacer en Europa. Había dinero para eso y para más.

Sandra, a pesar de haber llegado algo tarde (tuvo que dejar el coche en el aparcamiento del centro comercial Meridiano, a un kilómetro de allí), entró la penúltima en el segundo helicóptero. Se acomodó en la tercera fila de asientos. Sintiéndose un tanto fuera de lugar, como todos sus colegas, se abrochó el cinturón de seguridad y se encomendó a la Virgen de La Concepción. Las puertas se cerraron y el rotor principal comenzó a ganar velocidad al tiempo que el ruido del motor hacía vibrar las paredes del aparato. El helicóptero comenzó a despegar verticalmente, dando ligeros bandazos. Aquel movimiento tan distinto al de los aviones pilló por sorpresa a casi todos los pasajeros.

—Esto se mueve como un tren de cercanías —comentó un periodista madrileño venido ex profeso para asistir al evento y que iba sentado en la segunda fila.

Ya fuera por la tensión o por desconocimiento (en Canarias no hay trenes), nadie se rio del comentario. Sandra se descubrió con las manos crispadas sobre los apoyabrazos de su asiento, y se obligó a relajarse. El helicóptero ganó altura rápidamente y se desplazó a su derecha, inclinándose sobre ese lado. El espectáculo aéreo de las piscinas diseñadas por César Manrique, el del castillo negro (un recuerdo de gloriosas épocas pretéritas) y el del auditorio pasó en cierta manera desapercibido cuando, apenas dos minutos después, el helicóptero comenzaba a sobrevolar el inmenso casco rojo y blanco del Rossia. Una hilera de tuberías paralelas que partían del edificio (no podía llamarse de otra manera) de diez plantas cruzaba la cubierta superior del barco del puente de mando hasta la punta delantera del buque. De ellas salían otras tuberías transversales, más pequeñas y estrechas, que le daban al conjunto el aspecto de espina de pescado. A la mitad del barco aparecían pintadas sobre su superficie dos H gigantes dentro de unos círculos pintados de azul: eran los lugares indicados para que aterrizaran las aeronaves. Y hacia allí fue el helicóptero. Sandra observó que el aparato gemelo ya había aterrizado sin novedad y sus pasajeros comenzaban a descender.

El aparato se niveló, se detuvo sobre la vertical de la señal y descendió despacio hasta que sus ruedas tocaron la cubierta. Un suspiro de alivio colectivo se propagó por la cabina. Ahora comenzaron las sonrisas, mirándose unos a otros, intentando disimular la aprensión.

Las puertas correderas se abrieron y varios hombres con uniforme rojo y blanco, los mismos colores del barco, les hicieron señas para salir. Cuando fue su turno, Sandra bajó a la cubierta e, inconscientemente, hizo lo que todos, caminar encogida, con la cabeza agachada, a pesar de que la hélice horizontal giraba a más de tres metros de altura.

Una vez fuera de la zona de aterrizaje, los periodistas que habían descendido de ambos helicópteros se congregaron en torno a un hombre encorbatado que les esperaba sonriente junto a una chica que vestía con elegancia. El relaciones públicas y la traductora, dedujo Sandra. Y no se equivocó.

—Bienvenidos al Rossia —tradujo la muchacha del ruso casi simultáneamente—. La compañía Rosneft les agradece su presencia en el viaje inaugural de este magnífico barco. El propio capitán Kovaliov les hablará de sus principales características. Sígannos, por favor.

Los periodistas siguieron a la pareja por un camino de pintura rugosa antideslizante; de un azul celeste. Sandra oteó el horizonte. Más de doscientos metros de paseo por la cubierta del petrolero. Olía a pintura por todas partes, y casi nada a petróleo. Se notaba que la embarcación era nueva. La anchura del barco llegaba casi a los cien metros. No tenía la sensación de estar en un barco, sino más bien en un plató de película de ciencia-ficción. El pequeño muelle de la refinería quedaba allá abajo, treinta metros por debajo de la borda. Parecía un minúsculo apéndice del monstruo de tuberías, chimeneas y tanques que conformaba la fábrica de combustible.

El camino pintado terminaba en la puerta principal del bloque central de mando. Un cubo de color blanco de treinta metros de altura se elevaba sobre la plataforma por la que caminaban. De su azotea sobresalían dos estrechas pasarelas que sobrevolaban la cubierta hasta llegar a las bordas.

Al pie de la puerta principal, les esperaban tres miembros de la tripulación. Dos tipos delgados y un gigante de casi dos metros de altura y que lucía una poblada barba entrecana. Por su empaque, el uniforme azul y la gorra, Sandra dedujo que era el capitán.

—¡Bienvenidos a mi barco! —exclamó. La traductora fue haciendo su trabajo—. Me llamo Kovaliov y voy a ser su anfitrión.

Abrió ampliamente los brazos y la sonrisa: una muestra de hospitalidad. Por lo que parecía, era un hombre afable.

—Están a punto de ver algo único. Van a vivir una experiencia que no van a olvidar en su vida —añadió.

Intentaba venderles bien la moto. Sandra no creía que visitar un barco fuera a constituir una experiencia inolvidable, por muy grande que fuera.

Para eso haría falta algo más.