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06.50 horas

Los Carpenter estaban en la puerta del restaurante a las siete menos diez. Se sentían satisfechos: eran los primeros, como siempre. El Verandah, que estaba en la cubierta séptima del Queen Elizabeth, decorado al estilo art déco, abría sus puertas para el desayuno a las siete en punto.

A Margaret Carpenter le gustaba llegar a cualquier sitio un poco antes de la hora, y con los años le había contagiado esa manía a su marido, Robert. No es que fuera una inclinación natural a cumplir con la puntualidad británica, sino, pura y simplemente, una manía. No lo podían evitar.

El gigantesco crucero había zarpado la noche anterior del puerto de Funchal, la capital de la isla portuguesa de Madeira; el siguiente puerto del crucero de siete días por la costa atlántica era Santa Cruz de Tenerife. Se habían apuntado a una visita al Teide, esa magnífica montaña volcánica tan espectacular; luego bajarían por La Orotava, donde, al parecer, según el folleto turístico, todas las casas tenían unos balcones de madera terriblemente largos. Después, el Puerto de la Cruz, que no era puerto, pero al que llamaban así. No sabían si les daría tiempo a visitar un delfinario que se anunciaba por todas partes en el folleto (debía de haber delfines, orcas y loros, algo difícil de imaginar a priori). Luego, vuelta a la capital.

El interés añadido de los Carpenter para levantarse temprano tenía que ver con la posibilidad de ver el mayor superpetrolero del mundo, uno nuevo que habían pagado los rusos y que estaría fondeado frente a la ciudad cuando el Queen Elizabeth arribara a la isla. El capitán había ofrecido a los pasajeros pasar cerca del Rossia antes de atracar en el muelle. Robert Carpenter estaba encantado. Después de servir una década en la Royal Navy, había sido jefe de máquinas en un barco mercante durante otros diez años, hasta que conoció a Maggie. Su mujer, heredera de un terruño y una fábrica en Cambridgeshire, hizo que se olvidara de las singladuras marítimas para siempre. La excepción a la regla era aquel crucero, cuyos billetes habían comprado hacía nueve meses (antes que nadie), convencidos por el generoso descuento que ofrecía la compañía por la compra anticipada. El señor Carpenter añoraba tanto el viento marino en su rostro como el olor a salitre. Aquel era su autorregalo de jubilación después de treinta y cinco años de dedicación absoluta a la fábrica de embutidos de Bury Saint Edmunds, en el condado de Suffolk, al norte de Londres.

Maggie había arrugado la nariz cuando su marido le propuso embarcarse durante una semana por ese Atlántico tan imprevisible. Pero la promesa del buen tiempo y la perspectiva de hacer algo distinto la decidieron a aceptar la invitación.

Sin embargo, para Robert el reencuentro con el mar tuvo un sabor agridulce. Le revitalizaba ver la proa abriéndose paso entre las olas; no obstante, al mismo tiempo, no paraba de preguntarse si había malgastado su vida entre salchichas.

El Queen Elizabeth era el orgullo de la naviera Cunard. Botado en 2010, era uno de los cruceros más modernos que navegaban por los mares del mundo. Construido en un astillero italiano, era casi idéntico al Queen Victoria (solo un poco más grande), y apenas lo aventajaba en cuanto a tamaño el Queen Mary 2. Tenía casi trescientos metros de eslora, podía alcanzar los veinticuatro nudos de velocidad y transportaba dos mil cien pasajeros en mil cincuenta camarotes. Era un barco de lujo, lo que se notaba en todos sus rincones, decorados de modo clásico. La intención era que el viajero respirara el ambiente elegante de los trasatlánticos de comienzos del siglo XX. Los restaurantes recordaban a los del Titanic, y eso le añadía un plus de sofisticación.

El viaje comenzaba en Southampton y recalaba en Vigo, Lisboa, Cádiz, Madeira, Tenerife, Gran Canaria, y vuelta a casa. Así pues, llevaban la mitad de la travesía de catorce días, los suficientes para estar familiarizados con la tripulación y con el pasaje. Ya estaban en disposición de conocer con seguridad a quién había que buscar y a quién se debía evitar entre los viajeros. Y es que en un viaje de aquellas características pululaban por el barco toda clase de personas extrañas y extravagantes: unas, cargantes hasta la exasperación; otras, silenciosamente introvertidas. Era difícil conseguir compañeros de viaje equilibrados. Así pensaban los Carpenter, sin preguntarse qué podían pensar de ellos los demás. Margaret no soportaba a los fumadores, y disfrutaba en su fuero interno cuando el personal del barco enviaba a quienes pretendían encender un cigarrillo a la última de las cubiertas. Identificada con aquella política, terminó convencida de que el Queen Elizabeth era un buque con clase.

Lo único que el señor Carpenter no perdonaba a la naviera era que el registro que figuraba en la popa del barco ya no fuera Southampton, sino Hamilton, ciudad de las islas Bermudas, reemplazado con la frívola excusa de poder ofrecer bodas a bordo. ¿Quién diablos se casaba en un crucero? Era como hacerlo en Las Vegas, de lo más ordinario.

Y no es que los Carpenter fueran millonarios. Simplemente, disponían de unas rentas que les daban para vivir. Sin embargo, cualquiera que viajara en primera en aquel barco se sentía un potentado y actuaba como tal. Allí nadie pedía al otro el impuesto sobre la renta, y los tripulantes se maravillaban continuamente de lo rápido que los viajeros podían asimilar los modos y ademanes de auténticos ladies y lores.

—¿Todo bien, comodoro Carpenter? —El sobrecargo Higgins había aparecido en la puerta del restaurante para comprobar que todo estaba en orden antes de abrir sus puertas, y allí se había encontrado a la pareja. Como hacía con todas las personas que habían servido en el mar, lo llamaba afectuosamente por su rango. Robert Carpenter no era una excepción y, sin duda, se sentía complacido.

—Perfectamente, señor Higgins, muchas gracias —respondió Robert—. ¿Cuánto falta para que avistemos el petrolero? No me gustaría perdérmelo por nada del mundo.

—Se nota que es hombre de mar, comodoro. Yo también estoy deseándolo. Con esta velocidad, estaremos a su lado a las 9.15. En Tenerife usan el mismo horario que en Gran Bretaña.

—Sabia decisión —aprobó la esposa, dando un pequeño codazo a su marido para que se tranquilizara—. Entonces tendremos tiempo de desayunar tranquilamente.

—Les aviso de que las amuras se llenan cuando se dan acontecimientos de este tipo, por lo que les recomiendo que salgan con cierta antelación.

—¡Oh, no se preocupe! —respondió Maggie—. Ya hemos reservado un par de tumbonas en la cubierta diez.

El sobrecargo arqueó una ceja extrañado. No se reservaban tumbonas en aquel barco.

—Sí, con un par de toallas, como en los hoteles —dijo Robert, sonriendo.

Las puertas del restaurante se abrieron, por lo que dieron por terminada la conversación. Se despidieron y el empleado del barco subió por las escaleras a la cubierta superior, pensando que algunas personas, por mucho que intentaran que no se notase, eran incapaces de perder su elegancia natural.