15

08.50 horas

—¿Señor Ariosto?

Un tripulante del catamarán, con uniforme azul celeste, se dirigió a los tres pasajeros que acababan de subir aquella terrible escalera metálica de cincuenta peldaños (el equivalente a cinco pisos) que les llevaba del muelle a la cubierta del pasaje. Los últimos escalones conllevaban un aumento del ritmo de la respiración, era inevitable. Ariosto tomó aire antes de responder:

—Soy yo. Dígame.

—Me imagino que le acompañan el señor Arribas y su esposa. Soy Martín Curbelo, el contramaestre. Bienvenidos a bordo.

—Mucho gusto —respondió Ariosto, afable—. Veo que mejora el servicio de atención al cliente.

Martín sonrió.

—El capitán me ha dado orden de recibirles y llevarles al salón Platinum Class.

—Tenemos billete de turista —repuso Ariosto—. Y nuestro chófer se encuentra en el garaje.

—El capitán me ha encargado que viajen todos ustedes de la manera más cómoda posible. Cortesía de la casa. ¿Sabe que es un gran aficionado a la música clásica? Cuando los ha visto en la lista de pasajeros, no ha dudado un momento en señalarles como clientes ilustres. Cuando zarpemos, quiere conocerles personalmente.

—Muchas gracias. Será un placer. —Se volvió hacia sus amigos—. ¿No hay inconveniente en viajar en primera clase, verdad?

El matrimonio sonrió con la pregunta, no hacía falta responder.

El contramaestre abrió la marcha, entrando en la cubierta. Tras dejar un par de filas de butacas a la derecha, cruzaron una puerta de cristal y entraron en el espacio acotado de Platinum Class, que ocupaba toda la popa de la embarcación. A ambos lados se encontraban tres filas dobles de asientos; en el centro, otro bar semicircular que encaraba ocho mesitas bajas redondas, rodeadas de sus correspondientes sillones azules de medio respaldo. Al fondo, una cristalera corrida que daba a un balcón estrecho mostraba el paisaje marítimo que dejaba atrás el barco.

Se sentaron en una de las mesas de centro; los músicos, de cara al mar, dispuestos a disfrutar de las vistas. Una vez que el contramaestre se hubo despedido, un solícito camarero que llevaba el mismo uniforme se les acercó y tomó nota de lo que pedían: un café y dos tés.

A la hora en punto, el Nivaria Ultrarapide se separó de tierra lentamente y dejó atrás el refugio del pequeño puerto de Agaete y la isla de Gran Canaria. Una impresionante serie de picos cortados de distintas tonalidades que surgían con fiereza del océano contempló impertérrita el comienzo de la segunda travesía diaria del catamarán. Al cabo de pocos minutos, tras su salida de los muelles, el barco aumentó la potencia de sus dos turbinas y llegó a su velocidad de crucero de treinta y cinco nudos. Para ser un ferry de pasajeros, era un barco muy rápido.

—Veo que no hay demasiado oleaje —dijo Natalya, animada—. Hasta que no se zarpa no se sabe cómo está el mar.

—En esta época del año, suele hacer buen tiempo —respondió Ariosto—. De todas formas, el viaje es corto, apenas una hora.

La rusa asintió sin mostrar sus reticencias. En una hora de marejada podía llegar a pasarlo verdaderamente mal.

Las bebidas llegaron al mismo tiempo que Olegario, que andaba un tanto despistado buscándolos.

—¡Estamos aquí! —Ariosto llamó su atención levantando un brazo.

El chófer se acercó.

—La compañía ha tenido a bien acomodarnos en este salón —dijo—. Un detalle, la verdad. Siéntese con nosotros. ¿Todo bien por abajo?

—Gracias, pero prefiero sentarme en un sillón, si no les importa —respondió Olegario echando un vistazo a las butacas, más amplias y mullidas que en el resto del barco—. No me apetece tomar nada. En cuanto al coche, he tenido que dejarlo al lado de unos camiones enormes, lo que no me gusta demasiado, pero no me ha quedado otra: el personal del barco me obligó a estacionarlo allí.

—¿Por qué? ¿Algún problema? —preguntó Ariosto, intrigado.

—No, nada especial, es una simple manía. Una vez vi cómo se abría accidentalmente uno de esos camiones durante una travesía. La mercancía se desparramó entre los coches aparcados a su alrededor. Eran bolitas de corcho. Y no saben ustedes cómo quedaron los automóviles.

—¡Ah!, comprendo su inquietud, Sebastián —repuso Ariosto, aliviado a medias—. Pero estoy seguro de que en este viaje no va a ocurrir nada similar. Relajémonos y disfrutemos.

Olegario se despidió con un ademán de cabeza y se sentó en una de las butacas a su derecha. En la Platinum Class apenas había gente. Solo otros cinco pasajeros. Rechazó con un gesto amable al camarero, que ya estaba preparado para tomarle nota. Entonces, como le había indicado su jefe, intentó relajarse.

Olegario, a pesar de haber trabajado en su juventud en los muelles de Civitavecchia (el puerto de Roma), Marsella y Barcelona, no era hombre de mar. Afortunadamente no se mareaba, pero los barcos le imponían respeto. A fin de cuentas, podían hundirse, y eso era algo que no podía controlar.

El acento de Natalya le recordó un episodio lejano, cuando tuvo que vérselas en un recodo oscuro del puerto francés con tres marineros rusos borrachos. Aquellos tipos tenían ganas de gresca, llevaban muchos meses pescando en el Atlántico y volvían a su país a través de un viaje por el Mediterráneo y el mar Negro. Por lo visto, no les gustó su cara, muy poco curtida para la gente de los barcos, y se propusieron modificar algo sus rasgos a base de golpes. Eran los años en que comenzó a boxear, siempre como aficionado, y aún no le habían tocado apenas el rostro. La refriega no duró más de un minuto, los rusos —soviéticos se les llamaba por aquel entonces— no coordinaban bien con todo el whisky que llevaban encima y los fue dejando fuera de combate uno tras otro con distintos golpes académicos. Todavía se acordaba: un directo para el primero, un crochet para el segundo, y un uppercut para el tercero. Qué lástima que no hubiera habido público. Pero no pudo evitar que uno de ellos le acertara en la nariz. No fue un derechazo lo suficientemente fuerte para dejarlo KO, pero sí para romperle el tabique nasal.

El médico le aconsejó una operación de urgencia, antes de que la fractura se consolidara, y así lo iba a hacer, tenía fecha para ello un par de días después. Pero Sophie, una morenaza que le sorbía su juvenil seso en el establecimiento de Madame Lagard, le dijo que así estaba más atractivo.

Y así se quedó.

Desde entonces, cada vez que escuchaba el acento ruso, recordaba aquellos tiempos pasados que ya no volverían, y a Sophie y a otras —morenas, rubias y pelirrojas— que pasaron por su vida poco después. Era un dulce recuerdo, a pesar de todo.

Echó atrás el respaldo de su sillón y trató de dormir un rato, ya estaba bien de recuerdos. Ese acento lejano que le distraía tanto solo le iba a llegar de los labios de la chelista rusa. De ningún sitio más.

O al menos, eso fue lo que deseó.