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09.35 horas
Juani, la camarera de la Platinum Class que estaba en la barra de la cafetería del salón principal, oyó claramente dos detonaciones. No era un sonido habitual en el barco. Pero como llevaba un día en que no paraba de oír sonidos extraños, no supo si llamar la atención nuevamente de su compañero Baute o dejar pasar el asunto, no fuera a ser que la tacharan de loca.
Los estampidos, aunque amortiguados, provenían del piso de arriba. Del puente de mando, con toda seguridad. Aguzó el oído, por si se repetían. Un tercer estallido, idéntico a los anteriores, la sacó de su indiferencia. Cogió el walkie de su cintura y pulsó la tecla de comunicación.
—Baute —dijo en voz baja—, he oído unos ruidos raros. Sonaban como disparos. Arriba, en el puente.
La respuesta se hizo esperar unos segundos.
—Te voy a prestar unos tapones para los oídos —contestó el otro camarero—. ¿No será que están descorchando champán? ¿No era gente de ópera los amigos del capitán? Esos aprovechan cualquier excusa para abrir botellas.
—Te lo digo en serio —insistió Juani—. Juraría que han sido disparos.
—No jures nada. No sé muy bien si alguien te creería. Espera un momento, que voy para allá.
Juani cortó la comunicación, salió de detrás de la barra y se asomó al pasillo donde se encontraba, al fondo, detrás de la tienda de regalos, la puerta de acceso al puente. Desde aquella distancia no vio nada raro. En lo que podía ver, no había nadie cerca del acceso al piso de arriba.
Baute llegó unos segundos después.
—¿Un viaje movidito? —preguntó con sorna.
La mujer se volvió, indignada.
—No te rías, que no tiene gracia —respondió—. ¿Por qué no echas un vistazo?
—Ven conmigo y así te quedas tranquila.
Juani asintió, mejor estaba en compañía de Baute que sola oyendo cosas raras. Avanzaron por el pasillo del salón central, dejando a su izquierda la zona de butacas en las que los pasajeros, si habían oído los sonidos, no les habían dado importancia.
—¿Estás segura de que eran disparos? —preguntó Baute mientras caminaban—. No veo a nadie alarmado.
—No puedo estar segura de nada —contestó Juani, un poco molesta—. Pero no eran sonidos normales en el barco. Y venían de arriba.
Llegaron ante la puerta cerrada de subida al puente. Allí había muy pocos pasajeros. El más cercano era un tipo solitario mal encarado que fingía no mirarlos.
—¿Ves?, no pasa nada —dijo Baute.
—Llamemos al contramaestre, por favor —pidió la camarera.
Baute sonrió y, simulando actuar a regañadientes, pulsó el botón de llamada en su walkie. No hubo respuesta. Lo volvió a intentar bajo la mirada cada vez más ansiosa de su compañera de trabajo.
—El cortado de media mañana —bromeó el camarero.
Su compañera no sonrió.
—Inténtalo con el puente —indicó Juani.
—Sabes que no debemos llamarlos salvo en caso de emergencia —repuso Baute.
—Yo lo haré.
La mujer tomó su propio aparato de transmisión y lo colocó en el dial del capitán y de su segundo. Las llamadas no obtuvieron respuesta.
—Esto es muy raro, Baute —dijo. Su voz sonó entrecortada—. ¿Qué hacemos?
El camarero estaba comenzando a contagiarse del nerviosismo de su colega. Se rascó la cabeza.
—Busquemos a otros tripulantes. Seguro que el contramaestre está con los compañeros de atraque o con los de la sala de máquinas. Voy a bajar a las cubiertas inferiores. Tú date una vuelta por el pasaje y pregúntale a Violetta, la de la tienda, si lo ha visto.
A Juani no le entusiasmó la idea de quedarse sola de nuevo. Iría a hacer compañía a Violetta, o más bien a que su compañera se la hiciera a ella.
Cuando los dos empleados de la naviera se separaron, el pasajero que estaba sentado al lado del pasillo se acercó a la puerta, tecleó el código de apertura y la puerta se abrió. Entró y la cerró tras él.
Violetta no creyó lo que le contaba Juani. A su espalda, un delfín hinchable de plástico con el anagrama de la compañía compartía su sonrisa de incredulidad. Eso fue hasta que Violetta intentó inútilmente ponerse en contacto con los compañeros desaparecidos.
—No puedo creer que Vicente no me conteste —dijo Violetta, después de haberlo llamado al móvil.
Corría el rumor de que la encargada de la tienda del barco tenía algún lío con Vicente Dorta, el segundo de a bordo, y aquel comentario parecía probarlo, pero no era tiempo para andarse con chismorreos. Estaba en otra cosa.
La encargada de la tienda de regalos y recuerdos estaba hecha un manojo de nervios.
—Juani, no sé tú, pero a mí no me gusta nada eso de que estén descorchando champán con la rusa esa, que no sé qué toca. Algo toca, y no sé si quiero pensar en ello. ¡Vamos a llamar a la puerta!
Juani se dejó llevar. Por un momento, pensó que aquello la sobrepasaba. A fin de cuentas, lo que tocara la rusa le traía sin cuidado. Y estaba segura de que lo que había oído no eran tapones de champán.
Ambas mujeres se acercaron con paso firme al puente (más Violetta que Juani). Al llegar a la puerta cerrada, comenzaron a golpearla con fuerza.
—¡¡¡Vicente!!! —bramó Violetta—. ¡Haz el favor de abrir la puerta!
Por un momento, Juani pensó que, en otras circunstancias, estaría muerta de risa, pero en realidad no lo estaba. Estaba muerta de miedo. Y mejor que no se lo preguntasen, porque no le quedaría otra que decir la verdad.
Se oyeron voces con acento extraño al otro lado de la puerta. ¿Les habría dado a todos por ponerse a hablar en ruso?
De repente, la puerta se abrió. Dos tipos con cara de pocos amigos aparecieron tras ella. Llevaban unas pistolas raras con las que apuntaron a las mujeres.
—¡Arriba las manos! —ordenó uno de ellos, con un fuerte acento eslavo.
La sorpresa paralizó a Violetta y a Juani, que no supieron qué hacer. Los tipos salieron del habitáculo de acceso al puente y empujaron a las mujeres.
—¡Atrás! —insistió—. ¡Todos atrás!
Violetta trató de resistirse, zafándose del brazo que la desplazaba.
—¡No me ponga la mano encima!
El secuestrador disparó al techo, provocando con el ruido que las mujeres se agacharan instintivamente. Quedó claro que aquello no era una broma. Otro secuestrador más salió al pasillo dando voces en un idioma desconocido. Ya eran tres.
Los tipos armados obligaron a las empleadas a dar media vuelta y a dirigirse a popa. El tercero se dirigió a la proa del barco, a recoger a los pasajeros que se encontrasen allí. Al cabo de un segundo, se oyó otro disparo. El secuestrador había tenido que imponerse de manera explícita. Al cabo de unos segundos, apareció encañonando a cuatro personas, que se unieron al resto del pasaje.
Los viajeros que pasaban cómodamente el ecuador del viaje en el salón principal vieron interrumpida su placentera somnolencia con la aparición de los pistoleros, que les ordenaron a voz en grito que se levantaran y se dirigieran al fondo, a la Platinum Class.
Tras un instante de desconcierto, y después de comprobar que aquellos hombres hablaban —gritaban— en serio, los pasajeros obedecieron y fueron replegándose hacia la popa del barco. Uno de los secuestradores se encargó de comprobar que no había nadie en los baños.
La súbita irrupción de unas treinta personas en la Platinum Class sorprendió a los pasajeros que todavía no sabían qué estaba pasando. La aparición de las pistolas aclaró algo las cosas.
—¡Todos sentados! —gritó uno de aquellos tipos, uno rubio—. ¡Las manos a la vista!
Los pistoleros los obligaron a sentarse. Uno de ellos buscó en el bar una bolsa grande de plástico y la mostró en alto.
—¡Los móviles! —gritó—. ¡Todos los móviles aquí!
El secuestrador pasó la bolsa por delante de cada uno de los retenidos. Todos, de mala gana, dejaron caer sus teléfonos dentro. Cuando terminó, dejó la bolsa en el suelo, al lado de la salida del salón.
Luego se volvió hacia los pasajeros, levantando el cañón de su arma.
—Ahora —dijo—, vamos a pasar un rato callados y tranquilos. Si alguien habla o se mueve, lo mato.
A pesar del acento, todos entendieron perfectamente el mensaje.