54

09.53 horas

Los cómodos asientos de la Platinum Class no relajaban en lo más mínimo a sus tensos ocupantes, vigilados de cerca por dos de los secuestradores, que no permitían que nadie hablase ni se moviera. La única concesión fue permitir que el primer oficial, Dorta, pudiera permanecer sentado en el suelo, vigilando a los dos heridos. El estado del mar, llano hasta ese momento, comenzó a rizarse un poco. El catamarán lo notó con lentos balanceos a los lados.

Natalya había logrado sentarse junto a su esposo en la serie de butacas dobles de babor, cerca del mamparo delantero que delimitaba el salón. Esperaba, tensa, atenta.

—Natalya, no me encuentro bien —susurró Arribas.

Ella miró a su marido. Se le veía pálido.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó en voz baja.

—Me duele el pecho. Me cuesta respirar.

Alarmada, la mujer recordó un episodio ocurrido apenas un año atrás, cuando Arribas sufrió una crisis cardiaca. Los síntomas eran los mismos.

—Tranquilízate —le dijo, por decir algo, nadie estaba tranquilo en aquel barco—. Quítate la corbata y aflójate el cinturón.

El músico obedeció, pero su aspecto no mejoró. Por momentos parecía aún más pálido.

—¿Dónde tienes las pastillas? —Natalya comenzaba a ponerse nerviosa.

Su marido se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Ella buscó y encontró un pequeño pastillero plateado. Sacó un comprimido. Ahora había que tragarlo. Arribas comenzaba a perder el conocimiento.

Natalya se levantó.

—Necesito un poco de agua —dijo.

El secuestrador más próximo, el violento, se percató del movimiento de la mujer y se le acercó, apuntándole con la pistola.

—¡Sentar! —Gritó—. ¡Nadie se mueve!

Natalya lo miró acercarse, pero no se arredró.

—Necesito un poco de agua —volvió a decir, esta vez en checheno—. ¿No le darías agua a una compatriota?

El pistolero se detuvo, completamente asombrado. Lo último que esperaba escuchar en aquel barco era a uno de los pasajeros hablando en su lengua natal. Se repuso rápidamente.

—Tú no eres chechena —respondió en ese idioma—. Tu acento no es correcto.

—Viví muchos años allí y llegué a querer esa tierra. —Natalya sintió que el tipo duro se ablandaba un poco—. Solo quiero un poco de agua para mi marido.

—¿Qué ocurre, Ramzan? —El compañero del secuestrador le interpeló desde el otro lado del salón.

Todos los ojos de los pasajeros estaban puestos en ellos.

—Esta mujer necesita un poco de agua, Evgeny. Habla nuestro idioma.

El segundo pistolero se acercó. Al pasar por la barra de la cafetería, cogió un botellín de agua abierto.

—¿Eres chechena? —preguntó—. No lo pareces.

—Tú tampoco —contestó Natalya, señalando su cabello rubio—. ¿Me das el agua, por favor?

Kirilenko le entregó la botella de plástico.

—Eres rusa, ¿verdad? —preguntó, esta vez en ruso.

Natalya no respondió. Sabía que si contestaba en ese idioma perdería la poca estimación que había logrado de aquellos hombres. Se dedicó a intentar que su esposo tragara la pastilla, lo que consiguió al segundo intento.

—Gracias —dijo en checheno, sentándose en su butaca—. No les molestaré más.

Kirilenko se rascó la cabeza. No habían previsto aquella situación. Alguien del pasaje entendía lo que decían, y que los pasajeros desconocieran su idioma era un arma a su favor. Había estado hablando con sus compañeros con toda libertad. Aquella mujer les había entendido, tanto cuando estaban en el puente de mando como en aquel salón. Era muy posible que estuviera al tanto de sus planes. Necesitaba que todos los secuestrados permanecieran sentados en sus asientos hasta el último instante. Y ella podía alertarlos en cualquier momento.

—Levántate —le ordenó, esta vez en checheno—. Te vienes conmigo.

—Deje que me quede, por favor. Mi esposo me necesita.

—Tu esposo está bien. —Kirilenko acercó el cañón de la pistola a apenas unos centímetros del rostro de la mujer—. ¡Vamos!

Natalya dudó un segundo. Arribas parecía dormido, cosa que la tranquilizó. Si se enfrentaba a aquellos locos, no conseguiría nada. Decidió que era mejor seguir sus indicaciones. Se levantó y salió del salón de Platinum Class, como le indicó el secuestrador.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Volvemos arriba, a los controles. Quiero que charles un rato con mi amigo Ibrahim —dijo el checheno. Y añadió en ruso—.Y te aviso de que a él no le gustan nada las rusas.

Natalya volvió a ignorar la última frase. Al pasar junto a la bolsa donde estaban los móviles de los pasajeros, se dio cuenta de que algunos de ellos comenzaban a emitir sonidos de aviso. La rusa adivinó qué ocurría.

Volvían a tener cobertura. El barco acababa de entrar en el radio de acción de la señal del repetidor de tierra en Tenerife.

Aunque no sabía si eso les iba a servir de algo.