68
10.04 horas
—Los motores a media potencia, señor.
El capitán Kovaliov recibió la noticia de su jefe de máquinas con un gruñido. Desde el puente de mando del Rossia, escudriñaba en el horizonte la creciente figura del Nivaria Ultrarapide, preguntándose quién iría al mando del catamarán. También se cuestionaba si, en realidad, aquel fanático estaría dispuesto a estrellarse contra su barco o si se desviaría o se detendría en el último momento. Se maravillaba de la capacidad del ser humano para construir un superpetrolero como aquel y de la facilidad con la que pretendían destruirlo.
—Gracias, señor Kerenski, evacúe el barco con el resto de la tripulación, por favor —respondió, y cortó la comunicación con la sala de máquinas.
A Kovaliov, hasta hacía unos minutos, no le cuadraban algunos detalles. El choque del catamarán no produciría en un superpetrolero de doble casco y compartimentos estancos más que un agujero por el que saldrían unos pocos miles de metros cúbicos de crudo. Un crudo que ni siquiera se inflamaría y que podrían controlar rápidamente.
Eso pensaba unos minutos antes. Justo hasta que le contaron lo de la bomba de ANFO. Entonces todo cuadró. La explosión del nitrato de amonio produciría una combustión de un calor intensísimo que sí podría hacer que se quemara el petróleo que llevaba en las bodegas. Y no solo eso, alcanzaría los tanques de la refinería vecina, y la onda expansiva barrería los barrios cercanos, sin contar con los incendios posteriores.
Una perspectiva nada deseable.
Y los motores todavía a media potencia.
Volvió a gruñir.
Se giró y miró hacia la cubierta exterior del petrolero. Todo el personal estaba siendo evacuado, incluida la marinería rusa. El último helicóptero estaba a punto de despegar y casi todos los botes salvavidas habían sido botados; solo quedaba uno de los de estribor, en el que tuvieron que meter, casi a la fuerza, al alcalde, que insistía en salir del barco el último de todos.
En el Rossia solo se quedaría el capitán Kovaliov. No porque fuera un héroe, sino porque era el único que todavía esperaba un milagro.
Contempló la maniobra de descenso de la lancha con los últimos tripulantes hasta que llegaron a la superficie del agua. Ojalá tuvieran tiempo de ponerse a salvo.
No les prestó más atención y se volvió al otro lado del puente. Observó que el Queen Elizabeth trataba de alejarse del petrolero. No le serviría de nada si el Rossia estallaba. Seguro que la nube de fuego les alcanzaría.
Desvió su mirada al frente. El Nivaria estaba más cerca; un barco más pequeño, una patrullera militar, zigzagueaba a su lado, inútilmente. Se admiró del valor de aquellos hombres que con una pequeña embarcación pretendían desviar un ferry que le superaba veinte veces en tamaño.
En todas partes, había valientes.
Y también cobardes, como los despreciables secuestradores. El Infierno los recibiría con los brazos abiertos.
Kovaliov intentó sosegarse. Comprobó la velocidad del ferry e hizo un cálculo rápido. El impacto se produciría dentro de unos cuatro minutos. Lo esperaría de pie, junto al timón, como mandaban los cánones.
Sacó del bolsillo trasero una petaca pequeña de vodka que guardaba para las grandes ocasiones. Abrió el tapón y le dio un buen trago.
El alcalde Melián, mientras el enorme bote salvavidas bajaba hacia el agua, contempló cómo la policía evacuaba la avenida marítima de doble carril que rodeaba por el mar la refinería. El gentío era difícil de manejar, pero, afortunadamente, estaba comenzando a moverse. Rogó que no cundiera el pánico y hubiera una estampida. Tal vez los ciudadanos ni siquiera supieran la razón por la que los estaban sacando de allí. El parque marítimo también estaba vacío, los últimos helicópteros tenían orden de aterrizar a un par de kilómetros del puerto.
Los inflexibles anfitriones rusos le habían chafado el plan inicial de quedarse en el Rossia con el capitán ruso. Esa postura heroica, que todavía debía de parecerlo a los ojos de sus subordinados y de los periodistas (ninguno de ellos sabía que lo habían obligado a subir al bote), tenía quizás un mucho, o mejor, un demasiado, de quijotesca. Y no es que se arrepintiera ahora, pero como pose electoral había sido perfecta. Lástima que no se presentara a las elecciones.
Melián caviló sobre esa última frase.
Pose electoral.
Servando Melián, el héroe del petrolero.
No, mejor: el héroe del Rossia.
Ya veía las portadas de los periódicos: el alcalde que afrontó la amenaza hasta el final.
Melián, solo ante el peligro.
Ese titular valía más que cinco campañas electorales. Nadie podría hacerle sombra. ¿Y por qué no? Se encontraba bien, podría con otra legislatura. Y a los delfines del partido, que les dieran.
El bote salvavidas llegó a la superficie del mar, los tripulantes desengancharon los cables y pusieron en marcha el motor de la embarcación. La proa giró hacia el muelle de la refinería más próximo.
El alcalde, viendo la parsimonia metódica con que se hacía todo, no pudo evitar dirigirse al oficial que manejaba el fueraborda:
—Oiga, patrón, ¿no podría ir un poco más rapidito?