59

09.57 horas

Evgeny Kirilenko llevaba a Natalya cogida del antebrazo, firme, pero sin hacerle daño. Cruzaron el salón principal, que aparecía desierto ante sus ojos, en apenas quince segundos. La puerta de acceso al puente de mando estaba cerrada. Pensó que su compañero Basayev estaba siendo demasiado precavido, pero, bueno, nunca está de más.

Golpeó la puerta y llamó al terrorista que controlaba los mandos del barco. Basayev no tardó en bajar a abrirle. Kirilenko entró sin soltar a la mujer.

—¿Qué es esto? —preguntó cuando vio al rubio y a la chelista.

—Esta mujer habla checheno —respondió—. Y ha estado escuchando todo lo que decíamos. Creo que es necesario separarla del grupo.

—¿Hablas checheno? —inquirió, mirando a Natalya—. No pareces chechena. Más bien rusa.

Natalya no respondió.

—Te la voy a dejar aquí —indicó Kirilenko.

El terrorista de la barba miró a su compañero. Eso no estaba dentro de los planes.

—Pues ayúdame a atarla y amordazarla. No quiero distracciones.

Kirilenko asintió, empujó a Natalya escaleras arriba y dejó que la puerta se cerrase sola a su espalda.

Ariosto y Olegario salieron de su escondite en la sala de descanso de la tripulación con mucho cuidado cuando dejaron de escuchar las voces en checheno. El chófer se asomó al pasillo y comprobó que la puerta del puente, a apenas tres metros, estaba cerrada.

—Maldita sea —musitó—. Esto limita nuestras opciones.

Ariosto se colocó a su lado.

—Pues esperamos a que baje y vuelva a salir uno de ellos, o vamos a por el que está con los pasajeros.

—En el puente hay dos hombres armados —comentó Olegario—, y en la Platinum Class solo uno. No tenemos muchas opciones.

—Solo tenemos una pistola, Sebastián. Entremos cada uno por un lado. Yo primero, para distraer al terrorista, y usted lo reduce por detrás.

Olegario sopesó la situación, odiaba que su jefe se pusiera en peligro, pero apenas tenían tiempo. El plan, aunque fuera poco original, tal vez pudiera funcionar, precisamente porque resultaba descabellado.

—De acuerdo, pero no se exponga de un modo innecesario. Y no haga nada que provoque que le dispare.

Ariosto puso la mano en el hombro de Olegario, tratando de tranquilizarle.

—¿Cuándo me he expuesto yo de un modo innecesario? —le preguntó, esbozando una sonrisa.

Olegario no contestó, aunque se le ocurrieron unas cuantas ocasiones.

Avanzaron hacia la popa. Ariosto escogió el pasillo de su izquierda. Olegario, agachado y pistola en mano, el paralelo, al otro lado de las butacas centrales.

Ariosto llegó caminando con resolución a la puerta de cristal que separaba la Platinum Class del resto del barco, la abrió sin pensárselo dos veces y entró en el salón. Se asomó y localizó, ante la mirada asombrada de todos los pasajeros, al terrorista, plantado delante de la barra de la cafetería.

—¿Podría servirme un té, por favor? —le dijo, amablemente.

El checheno salió de su estupor en una décima de segundo.

—¡Manos arriba! —gritó, apuntando con su arma al recién llegado.

—Tranquilo —dijo él, obedeciendo—. Hay que ver lo mal que está el servicio en este barco.

—¡Callar y sentar con los otros! —gruñó, acercándose a Ariosto.

—Menos mal, algo amable —respondió en voz más baja.

Olegario entró con sigilo por la otra puerta del salón. Avanzó unos pasos y dudó. Lo más fácil era pegarle un tiro por la espalda al secuestrador y acabar con aquello rápidamente, pero no era su estilo. Además, Ariosto estaba justo detrás, en la línea de fuego. Se acercó sin que el checheno, pendiente de Ariosto, se percatara de su presencia. Y así fue hasta que sintió el cañón del arma de Olegario presionando su nuca.

—Suelta la pistola —le dijo el chófer con voz firme y tranquila.

El checheno abrió los ojos de asombro. Levantó los brazos separados y giró un poco la cabeza, lo suficiente para ver de reojo que sobre su piel tenía una de sus pistolas.

—Suelta la pistola —repitió Olegario.

El secuestrador comenzó a agacharse para dejar el arma en el suelo ante la mirada atenta de Olegario, que no perdía detalle de la mano que empuñaba la pistola. Pero no de la otra. En el mismo momento en que soltaba la pistola en el suelo y notó que quien le apuntaba se relajaba, con un giro rápido de la mano izquierda apartó el brazo armado del chófer al tiempo que se volvía y le lanzaba un directo al rostro. Olegario apenas vio venir el puñetazo, pero los reflejos de muchos años en el ring hicieron que girara la cabeza para esquivar el golpe directo. Le dio solo de refilón, sin hacerle mucho daño. El chófer tenía el brazo de la pistola aferrado por la mano izquierda de su oponente. Se giró sobre su espalda y lanzó un codazo alto con el brazo izquierdo: impactó en el tabique nasal del checheno.

Cualquier otra persona hubiera caído fuera de combate, pero el checheno era tan fuerte y rocoso como Olegario, y de un peso superior. Comenzó a sangrar por la nariz. Se repuso en un instante y trató de volver a golpear a Olegario con un crochet mal lanzado. El chófer notó de inmediato la falta de técnica del terrorista, volvió a esquivar el golpe girando el cuerpo, y replicó con un gancho directo al mentón. El golpe hizo trastabillar al checheno que, a pesar de estar tocado, no soltó el brazo de Olegario.

No hubo tiempo a más reacción. Baute, Dorta y el maquinista se habían levantado y se lanzaron contra el secuestrador y lo arrojaron al suelo, llevándose por delante a Olegario. Ariosto se acercó y recogió rápidamente la pistola del checheno del suelo.

La pelea que siguió entre los cuatro hombres y el secuestrador se alejó totalmente de las reglas del marqués de Queensbury. El checheno era perro viejo en la lucha cuerpo a cuerpo y se defendía con uñas y dientes. El revoltijo de cuerpos no permitía a Olegario aplicar buenos golpes a su contrincante, y no se atrevía a emplear la pistola. Se separó del grupo y, mientras los demás seguían luchando, buscó a su alrededor. Dio dos pasos, descolgó un pesado extintor de su base y volvió a la refriega. Esperó al momento apropiado, levantó la bombona y golpeó con ella la cabeza del checheno, que por fin dejó de resistirse.

Un suspiro de alivio recorrió todo el salón. Más de un pasajero había contenido la respiración.

Olegario y sus compañeros de pelea comprobaron que el secuestrador estaba inconsciente. El chófer miró el extintor y observó que estaba abollado.

—No se preocupe, Sebastián —dijo Ariosto—. Si la naviera reclama daños, yo me hago cargo.