35
09.40 horas
Ariosto aterrizó en el balcón de la Platinum Class. Se acordaba de que estaba allí gracias a otros viajes, cuando había acompañado a algún que otro viajero que no podía contener su ansiedad por fumar un cigarrillo en el exterior del barco. A pesar de caer lo más flexionado posible, los casi tres metros de altura le pasaron factura con sendos pinchazos en la cadera y en las rodillas. Los años no pasaban en balde, a pesar de que intentaba mantenerse en buena forma.
La plataforma balconada estaba desierta y se apresuró a ocultarse de la vertical, pegándose a la pared lateral, por si su perseguidor se asomaba por el alerón del techo superior. Una vez comprobó que no le seguían, echó un vistazo al interior del barco, aproximando su rostro al cristal oscurecido. Lo que vio le alarmó.
Ninguno de los pasajeros le había visto aparecer por el balcón. Todos tenían su atención dirigida a los pasillos del salón, donde unos tipos armados conducían a los viajeros dispersos para agruparlos en la popa. Los planes de los terroristas estaban haciendo su camino.
Lo primero era apartarse de la vista de los secuestradores, y también de los secuestrados, no fuera a ser que llamaran la atención sobre su presencia en el exterior de la cubierta. Se acercó rápidamente al extremo del balcón en el lado de estribor, a su derecha. Echó un vistazo al techo, para comprobar que no había nadie asomado. Ya no lo perseguían. Se enfrentaba a una pared con una ventana de cristal sin aperturas. Detrás de ella, había una escalera metálica que bajaba de la cubierta del pasaje a la inferior, reservada a los tripulantes del barco.
Ariosto pasó una de sus piernas por el borde de la baranda del balcón y apoyó el pie en el saliente exterior. Debajo de él rugían furiosamente las turbinas del barco. Trató de no pensar en el peligro al que se exponía. Una caída implicaría su final. Pasó la otra pierna y se agarró a la mampara de la pared metálica. Se asomó al lateral externo y sintió el viento azotando su ropa, tratando de empujarlo al vacío. Abajo, a unos dos metros de altura de la barandilla, vio el quiebro de la escalera exterior. Tragó saliva, cogió impulso y saltó al descansillo. El movimiento del barco lo desestabilizó y al aterrizar cayó de espaldas. El pasamanos de la escalera detuvo su movimiento, a costa de un buen golpe en la espalda y en las costillas.
Esperó unos segundos a que el dolor se amortiguara. Aunque hubiera querido, no podría haberse movido. Se palpó. Al parecer, no se había roto nada. Con mucho esfuerzo, se levantó y empezó a bajar por la escalera que conducía a la cubierta inferior. Los escalones terminaban en un distribuidor. Una puerta alta, a su derecha, llevaba a la cubierta del garaje. Estaba cerrada por dentro. Delante, otra puerta metálica, de apertura hacia el exterior, también cerrada. A la izquierda, la escalera continuaba su descenso a la estructura más baja del barco, casi a ras del agua.
Con la intención de encontrarse con algún tripulante, bajó los dos tramos de escalera y llegó al último descansillo. Aquella zona estaba pensada como salida de emergencia y para, desde allí, lanzar los cabos de amarre de las maromas a los noráis del puerto. No había entrada alguna al interior del barco. Volvió a subir los escalones y se encaró con una de las puertas del paramento superior. Comenzó a golpearla con la palma abierta. Desechó la idea de hacerlo con el puño cerrado. El metal parecía de una dureza extrema.
Tras treinta segundos de insistencia, notó que la palanca de apertura se movía. Se apartó unos pasos y permitió que la puerta se abriera hacia afuera. Un tripulante vestido totalmente de blanco y que llevaba puestos unos cascos de amortiguación de sonido se asomó y vio a Ariosto.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
Ariosto dudó que le oyera si contestaba. Le indicó que se quitara los protectores auditivos. El hombre asintió y así lo hizo.
—Los pasajeros no pueden estar en esta zona durante la travesía —advirtió.
—Lo sé —respondió Ariosto alzando la voz. El ruido de los motores del barco había aumentado al abrirse la puerta. Era la sala de máquinas—. Se trata de una emergencia. ¿No ha oído nada?
El marino se rio.
—¿Qué voy a oír? Ahí dentro hay un escándalo de mil demonios.
Ariosto no necesitó que se lo jurara. El estrépito de los motores era impresionante.
—¿Me creería si le digo que unos terroristas han secuestrado el barco?
El técnico maquinista miró a Ariosto con incredulidad, tratando de discernir si aquel hombre tenía alguna razón para mentirle.
—Mejor será que vuelva a la cubierta del pasaje —dijo, finalmente—. Si sigue aquí, le caerá una buena multa.
Ariosto miró a los ojos al tripulante. Sintió que era como chocar contra un muro. No bastarían las buenas palabras para convencerlo.
Optó por pasar a la acción. Antes de que el maquinista pudiera reaccionar, Ariosto lo rodeó y se coló rápidamente en la sala de máquinas. El movimiento pilló desprevenido al hombre, que apenas pudo agarrarlo por la chaqueta un segundo, antes de que se soltara.
Ariosto sintió que se había colado en un infierno. Una estrecha pasarela dejaba a su derecha una serie concatenada de motores amarillos que despedían un calor y un ruido insoportables. Corrió por el pasillo hasta una estancia que se abría al frente y a la que llegó al cabo de un par de segundos. Abrió la puerta y entró. Era un taller con su mesa de trabajo y algunas herramientas. En un asiento, sentado, otro tripulante con el uniforme azul celeste de la compañía daba cuenta de un sándwich. No había más. Solo otra puerta al fondo, cerrada.
El maquinista se acercó inmediatamente.
—¿Qué diablos está haciendo? —le gritó.
Su compañero dejó la comida y se levantó, alarmado.
Ariosto se vio rodeado por los dos empleados del catamarán. En ese momento, se abrió la puerta del fondo y reconoció a la persona que entraba. Era el camarero de la Platinum Class.
—Tal vez él se lo pueda explicar —dijo Ariosto casi gritando.
El ruido de los motores ahogaba cualquier conversación.
El maquinista cerró la puerta tras él y el ruido se convirtió en vibración.
—¿Qué ocurre, Baute? —preguntó el del sándwich—. ¿Qué haces aquí?
—No logro contactar con el puente —contestó—. Y se han oído unos ruidos extraños. ¿No había aquí un teléfono de línea directa con el capitán?
—¿Qué ruidos? —preguntó el maquinista, olvidándose por un segundo de Ariosto.
—Juani juraba que eran disparos —respondió el camarero.
—Eran disparos —intervino Ariosto, atrayendo las miradas sobre él—. Yo estaba en el puente cuando unos hombres armados han irrumpido y han disparado al capitán.
La noticia los dejó helados.
—Solo lo han herido —aclaró.
La explicación no mejoró el ánimo de los tripulantes.
—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó de nuevo el maquinista—. ¿Volando?
Ariosto sabía que responder a esa pregunta le llevaría a dar respuestas que sonarían inverosímiles.
—Algo así —respondió.
—Es verdad: estaba en el puente —intervino Baute—. El capitán lo invitó a subir.
—Traten de llamarle —les invitó Ariosto, señalando el teléfono.
El maquinista soltó un bufido, cogió el aparato y marcó repetidamente el botón de llamada. No hubo respuesta. Los marinos se miraron unos a otros, intranquilos.
—¿Lo ve? —dijo Ariosto, serio—. Convendrán, caballeros, que nos encontramos en una situación..., ¿cómo lo diría?, extremadamente complicada. ¿No les parece?