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09.50 horas
Galán no se creía lo que daban de sí apenas doce minutos. Se había plantado en la zona portuaria al cabo de unos instantes y, como si se hubieran coordinado, en el momento en que bajaba de su automóvil en el muelle de Ribera —una planicie insulsa dedicada a la descarga de contenedores—, la patrullera Pico del Teide de la Guardia Civil llegaba a un pequeño desembarcadero, a menos de veinte metros. El inspector se acercó corriendo y no esperó a que la Heineken, como se las conocía humorísticamente en el ámbito policial por su color verde, atracase. El policía saltó a bordo cuando uno de los guardias iba a lanzar un cabo.
—¡Galán! —dijo Pinazo, el teniente—. ¡Siempre con prisas!
El inspector se incorporó tras casi caer rodando por la cubierta después del salto.
—Teniente —respondió—, no hay un minuto que perder.
El oficial sonrió. Recordaba un episodio similar ocurrido meses atrás, cuando trataron de seguir el rastro de una arqueóloga secuestrada. En aquella ocasión, el inspector se encontraba, según su parecer, igual de agobiado.
—Pues no lo perdamos.
Se giró y gritó al timonel que pusiera rumbo al exterior del muelle e inmediatamente después a mar abierto, en busca del Nivaria Ultrarapide.
Pinazo se acercó a Galán, sin perder su sonrisa, le puso la mano en el hombro, y le habló en un tono que solo pudieran escuchar los dos.
—Galán, nos la estamos jugando. ¿Lo sabe, no?
El inspector buscó la mirada del teniente y le contestó francamente:
—Lo sé. Si esto es una broma, nos veremos en la cola del paro.
El militar soltó una carcajada y apretó el hombro del inspector.
—Nos acercaremos al catamarán a echarle un vistazo.
La patrullera se mantuvo a una velocidad lenta dentro del recinto portuario, no se podía navegar a más de tres nudos, una lentitud eterna para los impacientes ojos de Galán.
El móvil del inspector comenzó a sonar. Lo sacó del bolsillo de su pantalón y echó un vistazo a la pantalla. Era de la comisaría central.
—¿Galán? —Era la voz del comisario Blázquez—. ¿Dónde diablos está?
Aquella frase le recordó una serie de detectives de cuando era pequeño, la del teniente McCloud, al que su jefe televisivo siempre se le dirigía de la misma manera.
—En una patrullera de la Guardia Civil del Mar. Rumbo al barco secuestrado.
La respuesta de Blázquez se demoró unos segundos. La razón vino a continuación, en tono azorado:
—¿Cómo ha podido adivinarlo? Es justo lo que le iba a pedir que hiciera —rezongó—. Ha desatado la caja de los truenos. Tengo en línea retenida al ministro de Interior. Insiste en hablar con usted, y ya que está, me imagino que también con el teniente de la patrullera. Se lo paso. Y cuidadito con lo que dice.
Galán no esperaba que le hicieran hablar con un ministro en aquellos momentos, pero se recompuso en un segundo, concentrado en lo que iba a escuchar, y sobre todo en lo que iba a decir.
—¡Inspector! —resonó en el aparato—. Le habla el ministro de Interior. Escuche atentamente.
A Galán no se lo tenían que pedir dos veces. Tenía todos los sentidos puestos en aquella conversación.
—He sopesado con mis analistas la situación. Uno de los elementos claves en esta crisis es la presencia de la patrullera de la Guardia Civil cerca del problema.
—Pues estoy en ella —respondió—. Aunque tal vez prefiera hablar con el teniente al mando.
Galán se sintió feliz de pasarle el móvil a Pinazo. El ministro siguió con el guardia civil.
—¡Teniente! Debe usted tratar de interceptar la trayectoria del ferry. Prioridad absoluta. Intente como sea que cambie de dirección.
—Señor, me imagino que le habrán informado del tamaño de la patrullera en relación con ese barco.
—Haga lo que crea oportuno. ¡Pero hágalo! Tal vez sea nuestra única oportunidad. Tiene carta blanca.
—Gracias por la confianza. —La voz de Pinazo no rebosaba confianza—. Haremos lo que podamos.
—Buena suerte, y manténganos informados. —El ministro cortó la comunicación.
Galán miró a Pinazo buscando una respuesta. ¿Qué podía hacer una patrullera contra un barco rápido de más de diez metros de altura que navegaba a cuarenta nudos?
Pinazo, adivinando los pensamientos de su colega, sonrió.
—No desesperes. Tenemos un as en la manga.