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09.30 horas

Una alarma de reloj de pulsera comenzó a sonar a las nueve y media en punto. Lo hizo solo un par de veces. Alguien posó su dedo índice rápidamente sobre el botón de detención y el ruido cesó. Sentado en su butaca del Nivaria Ultrarapide, Ibrahim Basayev miró a su derecha, donde se encontraba su lugarteniente, Evgeni Kirilenko, y musitó una sola palabra en checheno:

—Vamos.

La respuesta no se hizo esperar. Él y sus tres acompañantes se levantaron al mismo tiempo, colocaron las bolsas deportivas encima de los asientos y, tras buscar en su interior, extrajeron cuatro pistolas de un diseño muy poco convencional. Colocaron los cargadores y manipularon el cerrojo del arma, de forma que la primera bala quedó cargada. Un tercer hombre sacó de un paquete de cigarrillos un trozo de plástico blando y un detonador de su bolsillo y miró la puerta de acceso al puente.

—No va a hacer falta, de momento —dijo Ibrahim—. Memoricé la secuencia cuando entró el capitán.

Kirilenko miró a su alrededor. Nadie se había percatado de los movimientos de los hombres. El pasajero más próximo, cinco filas de butacas más atrás, dormitaba con los ojos cerrados.

Basayev se acercó a la puerta metálica y pulsó una secuencia concreta de seis dígitos, 7-6-5-6-5-3, tal como lo había hecho el capitán del barco unos minutos antes. La cerradura de la puerta emitió un ligero chasquido y la hoja se abrió. Hizo una señal con la cabeza a sus compañeros. El rubio y el moreno entraron en el cubículo que había tras la puerta, seguidos de Ibrahim, que cerró la puerta tras de sí. El cuarto se sentó en la butaca más próxima, ocultando su arma. Le tocaba vigilar para que nadie se aproximara a aquella entrada.

Kirilenko estaba animado. Era una ventaja inesperada que no hubiesen tenido que abrir la puerta con los cincuenta gramos de C4, pues la explosión hubiera alertado a los oficiales que controlaban el catamarán.

Tras la puerta, a la izquierda, había una escalera que conducía al puente y una puerta cerrada al frente, la del cuarto de transmisiones. Basayev hizo una seña a Kirilenko, quería encabezar la ascensión. El rubio se lo permitió. Ibrahim era el técnico: por eso debía llegar a un punto concreto del cuadro de mandos antes que nadie.

Subió los escalones de dos en dos y llegó al piso superior. Allí se encontró a cinco personas: dos tripulantes de uniforme (uno de ellos el capitán) y tres pasajeros (dos hombres y una mujer). Fue el segundo de a bordo el primero que se percató de la llegada de los intrusos.

—¿Qué significa esto? —preguntó en voz alta, dando la alarma.

Los ocupantes del puente de mando quedaron mudos al ver entrar a tres intrusos en él apuntándoles con unas extrañas pistolas que parecían de juguete. Sin mediar palabra, Ibrahim se acercó a dos de las consolas, levantó el arma y disparó dos veces contra cada una de ellas. Los estampidos que salieron del cañón, en un espacio de apenas veinte metros cuadrados, los ensordecieron. De los controles salió despedida una lluvia de chispas y los aparatos se apagaron. El olor a pólvora lo invadió todo.

—¡Las radios! —gimió espantado el segundo—. ¡Las ha inutilizado!

—¡Quietos todos! —gritó Kirilenko, levantando bien la pistola—. ¡Vamos a tomar el mando de este barco! ¡Dispararemos a quien se mueva!

El acento ruso enturbiaba su castellano chapucero, pero el mensaje llegó alto y claro. No cabía duda de que las pistolas no eran de juguete.

El capitán no se arredró y dio un paso al frente.

—¡Soy el capitán y exijo que entreguen esas armas! —exclamó.

Basayev no se inquietó por la reacción del oficial. En cierta manera, era lo que cabía esperar. Apuntó con su pistola, todavía humeante, a la rodilla del capitán y volvió a disparar. El impacto en la pierna, a menos de dos metros, tiró al hombre hacia atrás. Salpicaduras de sangre mancharon los trajes de los dos pasajeros que acompañaban al capitán. La mujer soltó un grito de sorpresa y horror.

—Mejor sin líderes —dijo el rubio, y apoyó el cañón de la pistola en la sien del segundo—. Vas a colaborar, ¿verdad?

El tripulante asintió casi temblando, con los ojos muy abiertos, mirando de reojo aquel arma tan singular, pero efectiva.

Los dos pasajeros atendieron en el suelo al capitán, intentando detener la hemorragia con sus cinturones, de los que se despojaron de inmediato. El oficial se dejaba hacer y apenas gruñía por lo bajo, apretando los dientes. El dolor debía de ser horrible. El cabecilla checheno admiró su comportamiento. Era un valiente, pero estúpido. Se podía haber ahorrado el tiro. La mujer los miraba de pie, sin saber qué hacer.

—Todos sentados, en la esquina —dijo, y señaló al copiloto—. Tú también. Deja el timón en piloto automático.

Los dos oficiales y los tres pasajeros obedecieron y se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en el mamparo de madera.

Los asaltantes se reunieron y conversaron en voz baja entre ellos, sin dejar de apuntarlos.

—Este hombre necesita atención médica —dijo uno de los pasajeros.

El rubio, el único que había hablado en castellano, contestó:

—Este hombre puede esperar unos minutos. Ustedes harán que sobreviva. Dentro de poco, se reunirán con el resto de los pasajeros.

En el piso de abajo, se oyó una voz en un idioma extranjero. El cuarto secuestrador había abierto la puerta e informaba de algo. El rubio le contestó con un par de órdenes.

Ariosto notó que Natalya se estremecía al escucharlos. La tenía a su izquierda. Se acercó un poco y le susurró.

—¿Los entiende?

La mujer asintió con el rostro demudado.

—Chechenos —dijo, casi inaudiblemente.

No se lo podía creer.

¿Chechenos?