48
09.50 horas
El capitán Javier Velasco era el mando del Grupo del Semar, la vigilancia marítima de la Guardia Civil, que aquella mañana estaba de guardia en las dependencias de la benemérita en el puerto de Santa Cruz. Tenía al otro lado del teléfono al coronel Fajardo, uno de sus superiores directos en el organigrama militar. No daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Diecisiete minutos? ¿Está seguro?
Posiblemente, la segunda pregunta no era la más adecuada para un coronel, pero se le escapó. La de si se trataba de una broma la dejó aparcada.
—Nadie está seguro de nada, capitán —respondió el coronel, con un deje de irritación—. Puede ser una falsa alarma, puede que no, pero hay que actuar. Y nos toca a nosotros.
El capitán Velasco notó que unas gotas de sudor frío asomaban en sus sienes. Diecisiete minutos. Eso no era nada. No había tiempo de reacción.
—¿Y me dice que el catamarán está navegando al máximo de su capacidad? Entonces es imposible un abordaje. Cuarenta nudos equivalen a setenta y cinco kilómetros por hora. ¿Se imagina a alguien saltando de un barco a otro a esa velocidad? Las posibilidades de éxito son mínimas.
—¿Ni siquiera con un helicóptero? —preguntó el superior.
—Tal vez, pero corremos el riesgo de que los secuestradores nos vieran llegar y se dedicaran a hacer tiro al blanco con nosotros.
Velasco se sentía frustrado. Lamentaba tener que dar malas noticias, pero lo que no podía ser no podía ser. Llevaba años haciendo simulacros de liberación de secuestros marítimos y de negociaciones con los captores, pero siempre el planteamiento básico era el de un barco detenido o moviéndose a su velocidad de crucero. Nunca se había planteado la posibilidad de abordar un barco a setenta y cinco kilómetros por hora, era demasiada velocidad.
—¿No podríamos interceptar al ferry con alguna de nuestras patrulleras? —El coronel también le daba vueltas al asunto.
—Señor —respondió Velasco—. En este momento, solo disponemos en esa zona de una patrullera clase Rodman-66, la Pico del Teide. ¿La recuerda? Tiene una eslora de veinte metros y alcanza una velocidad de treinta nudos, treinta y cinco a plena potencia. El catamarán podría arrollarla sin inmutarse.
—Capitán, deje de tocarme las narices y haga algo, que para eso está. Quiero la patrullera cerca del ferry lo antes posible. Al menos que se vea que la Guardia Civil lo intenta. ¿Está claro?
—Sí, mi coronel. —Velasco igualó el tono glacial de su interlocutor—. Muy claro. Haremos lo que esté en nuestra mano.
El coronel colgó sin despedirse. Velasco se quedó mirando el auricular. Se giró y se encontró con uno de sus subordinados, el sargento Rubiales, un veterano reenganchado varias veces.
—¿Dónde está la patrullera en este momento?
—Estaba escoltando al petrolero, mi capitán —respondió el sargento—. Ha pedido permiso para acercarse a la dársena de Los Llanos.
—¿Cómo? ¿Y para qué?
—El teniente Pinazo dijo que iba a recoger a un compañero. Un policía nacional.
Velasco enarcó una ceja, extrañado.
—Póngame con Pinazo, sargento, haga el favor.
El suboficial utilizó el radioteléfono que tenía a su derecha. Al cabo de quince segundos, tenía al teniente a la escucha.
—¿Pinazo? —Velasco omitió las formalidades—. ¿Qué diablos está haciendo?
—Mi capitán —se escuchó a través del aparato—, en estos momentos estamos saliendo del puerto en dirección al muelle de La Hondura.
Velasco recorrió mentalmente el itinerario de la patrullera. La dársena de Los Llanos y el muelle de Ribera tenían su salida hacia el sur; entre estos y la refinería había un tramo de costa ocupado por el auditorio, el parque marítimo y la montaña de palmeras, la Palmetum. Después estaban las instalaciones del muelle de La Hondura, de uso exclusivo para la carga y descarga de combustibles, donde se encontraba anclado el Rossia.
—Teniente, olvídese de escoltar al petrolero. Salga al exterior de la zona portuaria y busque al Nivaria Ultrarapide, que se acerca por el noreste. Tenemos una alarma de secuestro.
—Eso es lo que estoy haciendo, señor.
—¿Cómo? ¿Y quién lo ha autorizado?
—Pues el mismísimo ministro de Interior. Acabo de hablar con él.
La respuesta dejó desarmado a Velasco. ¿El ministro de Interior?
—¿Está seguro de que era el ministro? ¿Y qué historia es esa de que lleva un pasajero?
—Completamente seguro, mi capitán. He hablado por teléfono con él a través del inspector Galán de la Policía Nacional. Llamaba directamente desde el palacio de la Moncloa. Galán es quien más sabe del secuestro. Estará usted al tanto de que se trata de un secuestro, ¿no?
Velasco volvió a encajar la noticia con la guardia baja, pero se rehízo rápidamente.
—Por supuesto, teniente, ¿qué se cree? ¿Tiene órdenes entonces? Pues ejecútelas al pie de la letra.
—Sí, señor. Eso trataremos de hacer.
—Y una cosa más, teniente.
—A sus órdenes, mi capitán.
—Como no me ha informado de estas llamadas, cuando vuelva, considérese arrestado.
El teniente Pinazo soltó un suspiró antes de contestar.
—A sus órdenes, mi capitán.
49
09.50 horas
En apenas dos semanas, las hojas de los árboles que rodeaban el palacio de la Moncloa se habían vuelto ocres y después marrones. El mes de octubre había entrado silenciosamente en Madrid, y con él había traído un notable descenso de la temperatura. Empezaba a refrescar. El agradable verano comenzaba a ser un recuerdo lejano.
Aquel sábado por la mañana, el presidente del Gobierno rogaba por que le dejaran tranquilo un rato. Con la excusa de bajar a hacer algo de ejercicio en el gimnasio de la residencia, se había escondido allí, dedicado a una de sus pasiones ocultas: la lectura de los periódicos deportivos que seguían, minuto a minuto, las venturas y desventuras de su equipo de toda la vida: el Barcelona.
Para evitar las incomprensiones de sus correligionarios de un partido de centro derecha en el que todos eran del Real Madrid, contaba con la complicidad de Mateu. Su chófer le dejaba, como quien no quiere la cosa y como habían acordado, los periódicos apilados debajo de la press banca, en el gimnasio.
Y no es que su afición por el Barça fuera un secreto; todo su círculo lo sabía. Sin embargo, el capullo de asesor de imagen, al que tenía que sufrir todos los días, le había aconsejado, casi exigido, que no lo demostrara públicamente. Los periodistas eran gente perversa. Si le pillaban leyendo aquellos periódicos, le dejarían en mal lugar.
Por todo eso, su ratito en el gimnasio el sábado por la mañana era sagrado.
O casi.
Su móvil atronó en aquel espacio cerrado, entre pesas y aparatos creados por mentes diabólicas para crear agujetas en los lugares más insospechados. El presidente cerró los ojos y se prometió no presentarse a la reelección (mintiéndose conscientemente, el partido no le iba a dejar otra opción). Ese año, la Liga parecía más interesante que nunca, aun así, dejó los periódicos para coger ese móvil del que no podía separarse nunca. Como si fuera el teléfono rojo Washington-Moscú. Aquel número solo lo conocían los ministros y sus secretarios. Solo lo empleaban en caso de emergencias, y de las grandes.
El presidente miró el número, sabiendo de antemano que no lo iba a reconocer. Una retahíla de más de doce dígitos le indicaba que la llamada provenía de un despacho ministerial, pero era imposible adivinar de cuál.
—¿Diga?
—Señor presidente, soy el ministro de Interior. Tenemos una emergencia.
El presidente reconoció la voz de José Antonio Franco de Rivera, un tipo joven y competente para quien los apellidos habían supuesto más un freno que un espaldarazo en su carrera política. Con él compartía la pasión secreta por el Barça.
—Usted dirá.
El presidente era amigo personal de su ministro. En las ocasiones en que el protocolo lo permitía, se tuteaban. Pero, en ese momento, sabía que todas las conversaciones que mantuviera a través de ese teléfono se grababan, así que había que mantener el protocolo.
—Han secuestrado un ferry rápido en Gran Canaria. Al parecer, lo dirigen a toda velocidad contra el petrolero ruso Rossia, que está atracado en Tenerife. Hay peligro de colisión.
El presidente se sintió tentado de volver a centrarse en los problemas judiciales de un dirigente del club culé. Aunque era un tema un tanto lamentable, era más agradable que lo que le contaba el ministro.
—¿Se sabe quiénes son y qué quieren? —preguntó.
—Nada de nada. Solo son conjeturas. No ha sido posible contactar con la tripulación del barco presumiblemente secuestrado ni con los presuntos secuestradores. Todo se basa en un mensaje enviado por uno de los pasajeros. Como no hemos podido contrastarlo ni descartarlo, y como, además, el barco sigue a toda velocidad, nos lo estamos tomando en serio.
—Me parece correcto. —El presidente aprobó la decisión de su subordinado, lo estaba haciendo bien, a pesar de los disgustos que le daba cada vez que abría la bocaza ante la prensa—. ¿Qué consecuencias puede tener una colisión entre ambos barcos?
—Es difícil de predecir. La primera impresión de nuestros analistas es que el choque por sí solo no produciría la combustión del crudo que lleva el petrolero. Pero de la marea negra no nos salvamos. Me imagino que sería relativamente fácil de controlar.
—¿Es posible que sea un atentado terrorista? —El presidente iba tomando conciencia de la magnitud del problema.
—No queremos ni pensarlo, señor. Pero tiene toda la pinta.
—Me imagino que en ese barco viajan pasajeros.
—Así es, señor presidente.
—Y supongo que dispondremos de medios para contrarrestarlo...
El ministro tardó más de un segundo en responder.
—Pues ese es el caso. Que no podemos hacer casi nada.
Un par de segundos de silencio. Aquello no era fácil de digerir.
—¿Puede repetirme eso? —preguntó el presidente—. ¿Qué hay de la Armada?
—En Canarias contamos con cuatro BAM, ya sabe, los buques de acción marítima de última generación que tan buen resultado dieron contra los piratas de Somalia. Pero están anclados en Gran Canaria. Necesitarían una hora y pico para llegar a Santa Cruz. Cuentan con helicópteros Seahawk, tampoco llegarían a tiempo.
—¿Y el ejército?
—En Tenerife, en Los Rodeos, tenemos la unidad de respuesta rápida de la Guardia Civil, el GRS, así como una escuadrilla de helicópteros del Ejército del Aire. Ya los hemos avisado. El helicóptero del GRS estará en el aire dentro de menos de veinte minutos.
—¿Tenemos algo más? —El presidente comenzaba a impacientarse. Pensó que tal vez debería de aumentar el presupuesto militar.
—En Santa Cruz, la capital, en cuanto a medios marítimos de respuesta inmediata, solo disponemos de una patrullera de la Guardia Civil, que no alcanza la velocidad del ferry y es un mosquito a su lado. A pesar de eso, hemos dado orden de que se acerque lo que pueda al barco y nos informe. No creo que pueda hacer más que eso, ya que con la rapidez a la que va el ferry un abordaje es casi imposible.
—Y, entonces, ¿qué hacemos para detenerlo?
El ministro de Interior dejó pasar un segundo. No era fácil.
—He hablado con el ministro de Defensa. Desde el punto de vista militar, con los medios de que disponemos, solo existe una única posibilidad con garantías para detener el ferry.
—No me lo diga, la solución es tan mala como el problema.
El ministro tomó aire.
—Solo queda utilizar los F18 que tienen la base en el aeropuerto de Gando, en Gran Canaria.
—¿Usar un caza de combate contra un buque civil?
—Si acierta en los motores, puede detener el barco rápido antes de que choque con el superpetrolero ruso.
—Y de paso, puede acabar con los pasajeros.
—Si no lo hacemos, también están condenados.
El presidente se sentó en la banqueta de abdominales. Trató de concentrarse mirando al suelo. Cualquiera de las soluciones era mala.
—Tenemos muy poco tiempo, señor presidente, apenas un cuarto de hora. Lo justo para que despegue el caza y llegue a Tenerife —puntualizó el ministro de Interior.
El mandatario no tenía testigos a su alrededor, pero asintió con la cabeza. Una pesadumbre se abatía sobre su alma. Deseó no haber llegado a ese punto, en que una decisión suya podía tener consecuencias terribles para la vida de muchas personas. No se había presentado a las elecciones para eso.
¿O sí?
—Señor ministro, ordene al caza que se prepare para despegar, que cargue toda la munición de que disponga, incluida artillería pesada, y que espere mi orden. —Se le quebró la voz. La última frase que dijo fue más para sí que para su interlocutor—. Y que Dios nos coja confesados.