66

10.03 horas

—¡! —contestó Galán al teniente de la patrullera—. Se me ocurre que, aprovechando el momento en que pasemos junto al Nivaria, lo aborden todos los hombres que puedan saltar y se cuelen en el barco. Luego puede dispararle a los motores. Tendremos ganado ese tiempo para reducir a los secuestradores.

El teniente Pinazo dudó. El viento azotaba su rostro y el impacto continuo de gotas de agua a toda velocidad le obligaban a entornar los ojos.

—Es una locura —dijo—. ¿Ha probado alguna vez pasar de un vehículo a otro a ochenta kilómetros por hora? Aquí es peor, el barco cabecea y salta continuamente.

—Vamos, teniente, se nos va a escapar. ¿Acaso tiene miedo? —El inspector sabía que estaba lanzando un envite muy fuerte al oficial.

—¡Galán, no me toque las narices! —contestó, sonriendo—. ¡Qué demonios! ¡Vamos a intentarlo!

En la patrullera iban seis hombres; tres de ellos saltarían al Nivaria Ultrarapide. Cuando el teniente les explicó la propuesta de Galán, ninguno objetó nada. Aprestaron sus armas y se acercaron a la borda de babor.

—Vamos a aproximarnos todo lo posible en paralelo a la escalera exterior de popa —indicó al timonel.

La patrullera se acercó al casco del catamarán. Poco a poco, iba perdiendo la carrera con el ferry. Al cabo de pocos segundos, la borda del barco de la Guardia Civil estuvo a la altura del pasamanos más bajo del Nivaria Ultrarapide, el que se encontraba en el rellano donde terminaba la escalera exterior, justo encima de las turbinas.

—¡Con cuidado! ¡Que no nos atrape la turbulencia de los generadores! —gritó el teniente—. ¡Sargento Galván, acerque la patrullera con el bichero y aborden!

A pesar de la velocidad y de las salpicaduras del agua, el sargento logró asir la barandilla horizontal del catamarán con el gancho situado al extremo del largo palo y tiró de él hasta que las bordas se rozaron.

El primer guardia civil, con su fusil de combate a la espalda, se impulsó en el borde del mamparo de la patrullera y saltó a la estrecha plataforma. Cayó correctamente, con ambas piernas flexionadas, y se rehízo al instante. Antes de que se girara, el segundo guardia realizó el mismo movimiento, pero el salto fue algo defectuoso debido al cabeceo de su embarcación. Aterrizó con una rodilla flexionada. Rodó sobre sí mismo hasta que las piernas de su compañero lo detuvieron.

Sin esperar más, el tercer guardia civil saltó. En el instante en que su pie izquierdo se separaba de la borda de la patrullera, un golpe de mar separó ambas embarcaciones. El sargento perdió el bichero por la fuerza del movimiento y el guardia civil que saltaba no llegó a agarrarse a la barandilla, chocó con la pared lateral del Nivaria y cayó al mar, desapareciendo inmediatamente de la vista de todos.

—¡Hombre al agua! —gritó el sargento, fuera de sí.

Otro golpe de mar contrario provocó que la patrullera volviera a acercarse al catamarán, rozando la barandilla. Un segundo después la velocidad del Nivaria haría que la separación fuera definitiva y la patrullera quedara atrás.

Galán estaba junto a la borda. Veía a menos de dos metros de su posición a los guardias que habían saltado. Casi podía tocarlos. Un impulso se apoderó de él. Se acercó al borde de la patrullera y saltó de la misma forma que sus colegas. Cayó en la superficie metálica de la meseta con los dos pies al mismo tiempo. El impulso lo lanzó hacia delante, de rodillas. Los guardias civiles lo cogieron. Una décima de segundo después, la patrullera se separó de nuevo y quedó rezagada respecto al ferry.

—¡Galán! —gritó el teniente—. ¿Qué diablos hace? ¿Se ha vuelto loco?

El policía se levantó, se giró y miró al teniente.

—¡La misión es de tres efectivos! —le gritó.

—¡Y una mierda! —respondió Pinazo, con la misma intensidad—. ¡No le vuelvo a subir a mi patrullera! ¡Se lo juro por lo más sagrado!

Galán se encogió de hombros y se volvió a sus nuevos compañeros, que lo miraban asombrados.

—¿Subimos? —les preguntó—. Dentro de medio minuto, este lugar será un colador.