18
09.15 horas
Una gran parte de los pasajeros del Queen Elizabeth se agolpaban en las amuras de babor atentos a cómo se acercaban al gran superpetrolero ruso. La expectación aumentaba a medida que el crucero se acercaba a Tenerife, que ya ocupaba todo el horizonte, con sus laderas ascendiendo suavemente hacia el interior confluyendo en la majestuosa silueta del Teide, dueño y señor del skyline de la isla. El Rossia se hacía cada vez más grande ante sus ojos; su verdadero tamaño comenzaba a evidenciarse al compararlo con la maraña de tuberías, chimeneas y tanques que conformaban la refinería que se encontraba a su lado.
La velocidad del barco británico aminoró unos nudos, de modo que los viajeros pudieran disfrutar del espectáculo con tranquilidad. Al cabo de apenas veinte minutos, pasarían muy cerca del gigante ruso y el que quisiera podría extasiarse haciendo fotos. Todo un valor añadido para aquella travesía.
Los Carpenter llevaban una hora acodados en la zona que llamaban Promenade, cerca de la proa del crucero. Era el mejor lugar para desplazarse en caso necesario de una borda a otra del barco. Sin embargo, esa precaución era innecesaria, el Queen Elizabeth se acercaba al Rossia dejándolo a su izquierda, a babor.
Robert Carpenter estaba deseando encontrarse con el sobrecargo para cambiar impresiones con alguien que supiera de barcos. Maggie, su mujer, no era precisamente una buena contertulia para esos temas. Y ya estaba comenzando a cansarse, replicando cada vez más espaciadamente a sus comentarios, y eso que no había comenzado el espectáculo de verdad. Lo que no sabía el señor Carpenter era que Higgins, el sobrecargo, los tenía localizados desde que subieron a la cubierta y que había evitado con sumo cuidado pasar por su lado.
Higgins sabía lo que se hacía.
Robert Carpenter aguzó la vista para apreciar los detalles del barco gigante al que se aproximaban. Una eslora inmensa, de casi medio kilómetro, y una altura de unos sesenta metros sobre el nivel del mar en su cota más alta. Si el señor Carpenter tenía algo bueno, era su capacidad para medir las distancias y las velocidades. Era un don innato, que había descubierto en sus primeras singladuras en la Royal Navy. Sus compañeros y sus superiores conocían esa habilidad que, de momento, no le había servido de nada. En su momento, fue capaz de determinar, a ojo, el tiempo que tardarían dos buques en colisionar si ambos mantenían un rumbo determinado, así como el peso de la carga de cada embarcación en función del tipo de barco y su velocidad. Era esa clase de conocimiento anecdótico que no implicaba una mención especial para el reenganche. Ni para cualquier otro uso útil.
Sin embargo, Robert Carpenter se sintió de nuevo un joven marino al redescubrir esas dotes que creía perdidas tras tanto tiempo entre longanizas y salchichas envasadas al vacío. De forma inconsciente, había calculado mentalmente que tardarían en llegar a la altura del costado del Rossia veintitrés minutos y medio, si la velocidad del Queen Elizabeth no variaba. El crucero debía virar unos grados a estribor si no quería chocar con el superpetrolero. Pero esos datos no importaban a nadie, ni siquiera a Maggie, por lo que se los guardó para él.
Lástima que el sobrecargo no se dejara ver.
Recordó un episodio de sus meses de servicio en el Atlántico Sur, en el destructor HMS Exeter, en el que estaba destinado, cuando surgió el conflicto de las Falklands, las Malvinas para los latinos, allá por 1982.
Se acordaba como si fuera ayer. En aquellos tiempos, era un simple peón de artillería, un machaca que cargaba la munición de un lado a otro. Sin embargo, le tocó estar en cubierta una fría mañana de primeros de mayo; desde su puesto, vio maniobrar a los barcos de guerra que se dieron cita en aquel desapacible lugar. En un momento dado, se le ocurrió decirle a su superior:
—El Sheffield está demasiado expuesto. Se halla dentro del radio de acción de un misil.
El teniente, un capullo escocés pelirrojo hasta el blanco de los ojos, de cabeza y mentalidad cuadradas, le replicó:
—Qué sabrás tú de eso, inglés ignorante. Nuestros mandos lo tienen todo controlado.
Y tan controlado lo tenían que los argentinos enviaron un Exocet que llegó en un suspiro, impactó en el destructor y lo dejó fuera de combate. A los pocos días, se hundió. Carpenter llegó a determinar en voz alta los segundos que faltaban para la explosión, lo que solo le valió un arresto de dos días. A partir de entonces, supo que era mejor mantener la boca cerrada. No obstante, el teniente tuvo la lucidez suficiente para, minutos después, encararse acaloradamente con el capitán del HMS Exeter. El barco se desplazó las millas suficientes para quedar fuera del alcance de los diablos volantes de fabricación francesa que había comprado la dictadura de los generales. Por primera vez, se comprobaba que un solo misil era capaz de hundir un destructor de última generación.
Por mucho que le hubiera gustado hacerlo, Robert Carpenter no pudo decir aquello de «ya lo decía yo».
Qué le iba a hacer.
Así es la vida.