Treinta y seis

Aunque Zarif seguía sentado en el reservado, Todavía mirando en la misma dirección, Thorne no pudo evitar preguntarse si no se habría movido. ¿Había tenido tiempo de levantarse mientras él estaba abajo? ¿Quizá, de usar el teléfono para decirle a alguien que Thorne estaba allí?

—¿Cuándo fue la última vez que Sanidad les echó un vistazo a sus aseos? —dijo Thorne, subiendo de nuevo.

Zarif se volvió y reconoció con una inclinación de cabeza lo que ambos sabían que era una broma. Con el dinero y las relaciones que tenía la familia, las inspecciones del Ministerio de Sanidad y Seguridad en el Trabajo no eran precisamente algo de lo que preocuparse. Thorne se preguntó si Baba Arkan Zarif se preocupaba de algo siquiera.

Baba, que sencillamente significaba «padre» en turco. Sin embargo, en el contexto del crimen organizado tenía un significado mucho más siniestro.

Zarif se quedó mirándolo mientras Thorne volvía a acercarse a la mesa y luego pasaba por delante, camino de la puerta. Con trabajo, salió del reservado para ir detrás; para acompañar a Thorne hasta la puerta y cerrarla con llave tras él.

—Lamento no haber sido más hospitalario —dijo.

—De esta no me muero.

—Espero que le parezca que su visita ha merecido la pena.

Thorne se detuvo ante la puerta, la cerró con llave y volvió a dirigirse hacia el restaurante.

—Eso aún está por ver...

Zarif se quedó inmóvil y luego se volvió deprisa, con un bamboleo de barriga, al oír pasos en la escalera. Se veía atraído en dos direcciones a la vez. Cuando vio al hombre aparecer por encima de la blanca barandilla, el gesto le salió casi perfecto: tuvo que mirar dos veces. En su garganta sonó un ruido bajo.

—Otra persona quería charlar con usted —dijo Thorne.

—Esto no está..., bien —dijo Zarif—. Está usted muy loco, cojones.

Esta vez buscaba las palabras de verdad; hablaba despacio, intentando organizar las ideas.

Hablaba con Thorne, pero con la mirada fija en Marcus Brooks.

A Thorne se le ocurrió pensar que, como le ocurría a él mismo, Zarif no había visto nunca a Brooks en persona; a lo mejor ni siquiera tenía idea del aspecto del hombre cuya vida había vuelto del revés. Pero, por su expresión, estaba claro que sabía de sobra quién era su visita.

Brooks tenía el pelo más largo que en el retrato robot más reciente y, además, todos los ingredientes de una buena barba. Pero su cara era incluso más delgada. Tenía un buen grano, o una especie de llaga, en el borde del labio superior, y por encima de unos semicírculos oscuros, los ojos parecían empañados y vacíos.

Vestía tejanos y una desteñida sudadera bajo una chaqueta marrón de rapero. Sus zapatillas de deporte estaban embarradas, y en una mano balanceaba una bolsa de plástico.

No había nada planeado, al menos a partir de este punto, y quizá fuera solo que Brooks siguió el ejemplo de Thorne, pero los dos empezaron a moverse hacia Zarif casi al mismo tiempo. Zarif retrocedió hacia el reservado donde había estado sentado; se detuvo en el borde de la mesa.

Miró a Thorne.

—Sabe que tengo amigos muy cerca. Mis hijos...

—Lo sé —dijo Thorne—. ¿No tiene una especie de botón de alarma? Nunca me pareció la clase de persona que pide ayuda a gritos, pero podría intentarlo.

Thorne pensó que Zarif parecía asustado; desconcertado, desde luego. Pero la ira era inconfundible. La sangre oscureció más la piel color verde oliva de la cara del viejo, que echó atrás los hombros.

—Ha entrado usted sin autorización.

—Usted me invitó a entrar —dijo Thorne—. Creo recordar que me ofreció una copa.

Zarif se volvió para mirar al hombre al que, con toda seguridad, no había invitado.

—La puerta estaba abierta —dijo Brooks.

—Loco del todo, cojones...

Zarif meneó la cabeza y tragó saliva.

—A lo mejor voy al teléfono y llamo a la policía, nada más —señaló a Thorne—. Hablo con alguien que se ocupe de usted.

Brooks dio otro paso adelante.

—Hábleme de Ángela —dijo.

Zarif no dijo nada. Los ojos puestos en la bolsa; en su peso. Thorne sabía que, aunque ignorase qué aspecto tenía Brooks, Zarif debía de saber exactamente lo que había estado haciendo y, además, cómo. Hasta este momento, seguro que Zarif había saboreado todos los detalles.

—Solo quiere saber —dijo Thorne.

—Quiero los nombres de los hombres que usted envió —dijo Brooks—. Quién conducía el coche.

—Es una cuestión de tranquilidad de espíritu —dijo Thorne.

—¿Sabía usted que Ángela iría con mi hijo?

—¿O eso fue otro extra?

—¿Estaba planeado?

Zarif no se movía, pero sus ojos iban rápidos del uno al otro.

—Debí imaginármelo —dijo Thorne—. Lo cierto es que las familias nunca han sido territorio prohibido para usted, ¿verdad, Baba?

—¿Planeó matarlos a los dos?

Zarif meneó la cabeza.

Thorne apoyó la espalda en la barra.

—¿No, «no lo sé», o no, «no quiero decirlo»?

—Que le den por el culo —dijo Zarif en un tono igual de despreocupado.

Brooks sopesó la bolsa que llevaba en la mano.

—De un modo u otro, da igual.

—Y que te den por el culo a ti también...

Thorne se apartó de la barra y fue a ponerse detrás de ella.

—Si no tiene nada más que decir, no merece la pena quedarse a esperar, ¿verdad? —miró a Brooks por encima de la barra. El agotamiento le marcaba de arrugas toda la cara; pero ahora Thorne también vio allí un anhelo—. Te lo dejaré, entonces.

—Eso me parece bien —dijo Brooks.

Thorne echó una ojeada a los estantes que tenía por encima y buscó el lector de compactos. Cuando lo encontró, subió el volumen. La mujer cargaba las tintas; el percusionista hacía horas extras.

—¿Adónde va? —preguntó Zarif.

Thorne no respondió; disfrutó del miedo que oía en la pregunta. Siguió con la cabeza el ritmo de la música mientras volvía a rodear la barra y se alejaba por delante de Zarif hacia la escalera.

—Ahora tiene que pararse y pensar en lo estúpido que está siendo.

Intentando parecer indiferente, mientras el corazón se le estrellaba contra el pecho...

—Usted es demasiado listo para hacer esto.

Hizo caso omiso del ruido mientras bajaba: los gritos y los juramentos; los sonidos de un hombre que perdía el control. En lugar de eso, se centró en la voz de la mujer; en las notas de la canción, que subían hasta convertirse en un perfecto grito de alegría, o de angustia, mientras él bajaba deprisa la escalera y salía por la puerta metálica gris.

Se tomó su tiempo en recorrer el callejón hasta llegar a la calle; luego volvió a la avenida principal. No faltaba mucho para la una de la madrugada, pero todavía había mucho tráfico en Green Lanes. Conductores que se dirigían al norte hacia Turnpike Lane y más allá, o hacia el sur, hacia la city.

Thorne vio pasar coches, taxis y camiones, y se preguntó cuántos de sus ocupantes se sentían parte de algo; cuántos se comunicaban de verdad con los demás que los rodeaban. En Londres había comunidades, focos muy unidos y aislados, donde se podía pensar que a los vecinos de al lado les importabas algo. Pero también era una ciudad en la que un ejemplar del Evening Standard te protegía casi de todo.

Donde la muerte, la muerte violenta, desde luego, se había vuelto parte del tejido de la ciudad, como los precios exorbitantes de las casas y la imposibilidad de aparcar.

Donde la esperanza de vida en barrios como Islington, Camden y Haringey era hasta diez años menor en unas partes que en otras.

Donde gente como Arkan Zarif hacía planes y se enriquecía.

Thorne pasó despacio por delante de la inmobiliaria y se detuvo un segundo ante la ventana del restaurante. Vio la botella y el vaso encima de la mesa, y oyó la música que salía del interior. Ahora el local parecía vacío. Supuso que o bien Brooks había metido a Zarif en la habitación de la parte de atrás, o lo había llevado abajo. Se preguntó si Brooks pensaba en el ruido.

—Eso me parece bien —dijo, antes de que saliera Thorne.

Dio la impresión de que hablaba en serio.

Thorne apartó la vista de la ventana, sintiéndose vacío, y eso no le pareció mal. Ya la primera vez había decidido que en lo que se refería a Zarif y a otros como él, su brújula moral tendría que..., reajustarse. Tenía una raya, desde luego, igual que todos los demás, y más de una vez algunas personas lo habían obligado a traspasarla.

Psicópatas, sádicos, abusadores de niños...

Pero Arkan Zarif le había jodido la visión del mundo; su comprensión de lo que era justo y decente. La había redefinido...

Un coche-patrulla pasó a toda velocidad con las luces encendidas y haciendo sonar la sirena. Thorne parpadeó y vio la cara de Louise; ruborizada como estaba después de hacer el amor, o cuando se enfurecía...

Oyó la voz de ella, y también la suya propia.

¿Y cómo de corrupto te vuelve a ti eso que has hecho? ¿O a mí lo que hice anoche?

Nosotros no hemos asesinado a nadie.

La imagen se deshizo, fue alejándose, y él prosiguió su camino, bastante tranquilo. Cuando se trataba de Arkan Zarif, lo único que importaba era obtener el resultado correcto.

Mientras esperaba, Thorne miró el reloj muchas veces. Transcurrieron diecisiete minutos desde que salió del restaurante hasta el momento en que sonó el teléfono.

Su viejo teléfono móvil.

Lo sacó del bolsillo pero no contestó. Dejó que saltara el buzón de voz.

Marcus Brooks, llamando al número que le habían dado. Diciendo lo que Thorne le había dicho que dijera.

Thorne escuchó el mensaje, sabiendo que no era el único que lo hacía; luego volvió a caminar por detrás de la hilera de comercios y bajó hacia la entrada de servicio.

Encontró a Brooks al final del callejón.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Thorne.

La luz de la farola hacía que Brooks pareciera tener peor color todavía.

—Ha dicho «por favor». No durante demasiado tiempo.

Con cuidado, le pasó el móvil de prepago. El que Thorne había dejado sobre la barra al subir el volumen del lector de compactos. El que Brooks cogió entonces.

Thorne miró la pantalla. La función de grabadora de voz seguía en marcha, como durante los últimos veintitantos minutos.

—Los nombres de los que atropellaron a Ángela y a Robbie están ahí —dijo Brooks. Bajó la mirada un segundo a sus zapatillas deportivas—. Y los de los hombres que prendieron fuego a la casa de tu padre.

Una sacudida en el estómago, como un espasmo de indigestión. Cólera y alivio neutralizándose. Nada más, por el momento.

—Me he asegurado de que sepa que lo tenemos —dijo Brooks—. No va a contarle a nadie que hemos estado allí.

Thorne asintió.

—Deberíamos marcharnos.

Brooks balanceó la bolsa de plástico mientras volvían caminando a Green Lanes y cruzaban hasta donde Thorne había dejado el BMW. Brooks se subió detrás. Thorne le puso una mano en la base de la espalda para ayudarlo a entrar y luego se quedó apoyado en el coche. Clavó la vista en el teléfono unos segundos antes de metérselo en el bolsillo.

«Gracias» parecía poco apropiado. Lo de que estaba detenido llegaría después.

Cruzó con el coche la calle principal y dio la vuelta; conduciendo a paso de peatón, pasó por delante de la ventana del restaurante. Despacio, Arkan Zarif caminaba arrastrando los pies, con mucho trabajo, hacia el vidrio que tenía a la espalda. Parecía que le habían metido algo en la boca. Servilletas, supuso Thorne.

—No sabes cuánto he deseado matarlo —dijo Brooks.

Thorne se apresuró a mirar al retrovisor, luego volvió a mirar a la figura que empezaba a aullar y a golpear la ventana del restaurante.

Él lo sabía muy bien.

Aunque no había sido fácil convencer a Brooks, ni a sí mismo, al fin se convino en que debían hacer lo preciso para obtener la información necesaria, pero no más. Que Zarif sufriría más detrás de las rejas. Que estaban siendo cualquier cosa menos compasivos.

—No tienes..., ni puñetera idea —murmuró Brooks.

Thorne alejó con cuidado el coche del bordillo y lo dirigió hacia el norte, dejando que los pensamientos se le asentaran en la mente mientras cogía velocidad. Ya casi toda la historia estaba clara, y era bastante sencilla de contar. Montó el resto en el camino de vuelta a Colindale.

Marcus Brooks estaba dormido en el asiento trasero cuando el coche llegó al primer semáforo.