Veintiuno
Davey Tindall alzó la vista del periódico y, por encima de unas gafas para leer de las que se compran ya hechas, miró detenidamente a los dos hombres que estaban ante la ventanilla.
—Ocho libras —dijo, al tiempo que arrancaba dos entradas. Suspiró al ver las placas de identificación; tiró las entradas a la papelera y señaló con la cabeza hacia la puerta que daba a la sala—. Pasen entonces. Les advierto que la película ya ha empezado.
—¿De verdad importa? —preguntó Thorne; escudriñó el cartel pegado con cinta adhesiva bajo el cristal de la taquilla—. No creo que Tímidas y rasuradas tenga demasiada trama.
Holland le agradeció a Tindall la oferta y le explicó que no eran polis de Antivicio buscando un regalito. Thorne le dijo de dónde sí que eran y, también, que querían hablar con él.
—Ya estuve allí con ustedes el otro día —dijo Tindall—. Con el agente Stone y el otro tipo, el asiático...
—Eso fue el otro día. Con otros dos policías. Y antes de que hablara usted con Marcus Brooks.
Tindall hinchó las mejillas y dobló el periódico.
—Vamos a pasar a la parte de atrás y a poner el agua para el té —dijo Thorne.
El cine pertenecía a una cadena del Soho; la dirigía una familia del sur de Londres que también poseía salas de fiestas y salones de masaje, y que además llevaba una red de chicas que entraban y salían de varios de los hoteles más importantes de la ciudad. Tindall estaba en plantilla desde hacía años y realizaba diversos trabajos: se ocupaba de la taquilla, trasladaba a las chicas y recogía la recaudación. De vez en cuando, también le pasaba información útil al comisario Keith Bannard, a cambio de dinero y una tarjeta de «salir libre de la cárcel».
Tindall echó la llave a la cabina de la taquilla y llevó a Thorne y a Holland a un despachito que hacía las veces de almacén. Su piel parecía tan gris como en la grabación que Karim le había enseñado a Thorne, aunque los ojos eran más negros y no paraban de lanzar rápidos vistazos a su alrededor tras las gafas, como si buscara desesperadamente un amigo o una salida. Debía de rayar en los sesenta; bajo y flaco como un galgo, con cabello blanco que amarilleaba en las sienes. Llevaba tejanos de aspecto nuevo con una raya bien marcada en las perneras; el torso se perdía en una fina chaqueta verde de punto.
—No hay té —dijo.
—Solo era una forma de hablar —dijo Thorne—. Tampoco vamos a quedarnos.
Había diarios y revistas desperdigados sobre la que servía de mesa de escritorio y, en el suelo, montones de cintas de vídeo. Un cartel de Jena Jameson estaba pegado detrás de la puerta, y en un tablero de corcho había un calendario con la foto de un golden retriever, rodeado de tarjetas de empresas de taxis y de prostitutas por teléfono. El cuarto olía a priva y a lejía.
—¿Cuándo habló usted con Brooks? —preguntó Holland.
—¿Quién dice que haya hablado?
—Hemos cogido parte de sus cosas. Encontramos su número de teléfono.
—¿Y qué? Yo tengo montones de teléfonos de gente. Eso no quiere decir que los llame todos los días.
El acento escocés era más fuerte de lo que Thorne recordaba por la grabación. Se preguntó si Tindall lo exageraba cuando no tenía ganas de decir según qué cosas; cuando podía salirle caro.
—No nos costará registrar sus archivos telefónicos —dijo Holland—. Registrar toda clase de cosas y sacar a relucir mierda de todo tipo que a lo mejor preferiría que nosotros no supiéramos... Y que preferiría que no supiera el tipo para quien trabaja.
Thorne hojeó rápidamente el calendario.
—Y no se refiere al comisario Bannard.
Había una raza distinta de perro para cada mes.
—Yo no había hablado con él cuando fui adonde ustedes el domingo, lo juro.
—Bueno, y entonces, ¿cuándo ha hablado con él? —dijo Thorne.
Tindall se lo pensó.
—Llamó al día siguiente. Yo estaba aquí.
—¿Y no se le ocurrió decírnoslo?
—Se me pasó —dijo Tindall.
Empezó a rebuscar en cajones y armarios. Preguntó a Thorne y a Holland si alguno tenía un cigarrillo. Holland tenía un paquete de diez para las emergencias, pero no dijo ni mu.
—¿Lo ha visto usted? —preguntó Holland.
Tindall meneó la cabeza.
—No.
—¿Está seguro? —Thorne apartó algunos periódicos de un empujón y se apoyó en el borde de la mesa—. Piénselo muy, pero que muy bien.
—Quería un coche, ¿vale? Me preguntó si conocía a alguien que pudiera conseguirle algo rápido, en metálico.
Thorne y Holland intercambiaron una ojeada. El día del que hablaba Tindall era la víspera de cuando asesinaron a Cowans. Thorne se preguntó si Brooks querría el coche por eso. Sin duda lo necesitó para seguir a Cowans, si el motero fue por ahí en busca de una fulana y luego bajó hasta el canal al encontrar a una que le gustó.
—¿Lo ayudó usted?
—Yo tenía unos cuantos contactos en la compraventa de coches hace años —dijo Tindall—. Allá cuando conocí al muchacho, cuando nos juntábamos con parte de la misma gente. Pero ya no. Le dije que tendría que preguntarle a otro.
—¿Y nada más?
—Nada más, sí. Solo un par de minutos. Visto y no visto.
—¿No le sugirió a nadie en concreto? —dijo Holland.
—Ya se lo he dicho: hace mucho que estoy fuera de ese negocio.
—Sin ánimo de ofender, Davey —dijo Thorne—, no dice más que sandeces.
—Le juro...
—Jure cuanto quiera. Creo que usted ayudó al «muchacho»; por los viejos tiempos, porque le da pena, ¿quién sabe? Quizá lleva ayudándolo desde que salió de la cárcel. Buscándole a la gente adecuada...
—Sí, y una leche.
—Ninguno de los amigos que tiene usted en la policía va a ayudarlo en esto. Y menos si es usted cómplice de un asesino, colega. En particular, de un asesino al que le ha dado por matar polis.
—Mire, volvió a llamar ayer, ¿vale? —Tindall miró rápido de uno a otro para ver si provocaba una reacción—. Anoche, tarde. Me sacó de la puta cama, precisamente.
—¿Qué quería?
—Necesita un lugar donde quedarse —dijo Tindall.
Thorne miró a Holland otra vez. Tenía que estar diciendo la verdad. No había forma de que Tindall se hubiera enterado de la batida de Hammersmith.
—Quería saber si se me ocurría algún sitio donde sobar unos días. Alguien que lo alojara y lo dejara en paz.
—¿Y qué?
—Hablamos de una o dos personas a las que podía preguntar.
—¿Por ejemplo? —preguntó Thorne.
Tindall parecía afligido.
—Vamos, ya sabe de qué gente le hablo...
Thorne echó mano a un bolígrafo que había en la mesa, arrancó una tira de periódico y le pasó las dos cosas.
—Anote los nombres.
Empezaba a dar la impresión de que a Tindall le hacía muchísima falta el cigarrillo. Soltó una palabrota entre dientes mientras garabateaba unos cuantos nombres, fingiendo que le costaba trabajo. Desde el cine, al otro lado de la pared, la banda sonora del largometraje principal se oía muy bien.
—Por lo visto alguien está sin resuello —dijo Holland; escuchó unos segundos más—. Eso son gruñidos de primera.
—¿Cuántos hay dentro? —preguntó Thorne.
Tindall hizo un gesto de desprecio.
—Media docena...
A Thorne lo asombró que hubiera tantos disfrutando de Tímidas y rasuradas a las once de la mañana. ¿Por qué no se quedaban en casa a ver algo en un DVD, sin más? Ahora, en compacto o descargándolo de Internet, uno disponía de cualquier cosa a la que fuera aficionado, y Thorne no entendía por qué nadie seguía yendo a los cines porno o cogía revistas del estante de arriba, mientras fingía mirar What-Hi-Fi? Solo se le ocurría que disfrutaban con la sórdida emoción del asunto; como esas estrellas de cine a las que pillaban con prostitutas de cincuenta dólares cuando podían acostarse con cualquier mujer que desearan.
Thorne cogió el papel que, con gesto brusco y nada cortés, le daba Tindall.
—Gracias, Davey —dijo—. Será mejor que dejemos que vuelva al trabajo. Bueno, nos dirá si lo llama otra vez, ¿verdad?
Tindall se rio.
—¿Cree que necesito más de estas historias?
Thorne pasó despacio por delante de él, camino de la puerta.
—En serio —dijo—. Espero que no se le pase nada más. ¿Sabe cómo es Bannard cuando se intenta tomarlo por imbécil?
Thorne suponía que el hombre de G&O podía ponerse bastante chungo, y la expresión de la cara de Davey Tindall lo confirmó.
—Bueno, pues yo soy mucho peor.
Tindall les cerró el paso cuando intentaban salir.
—¿No saco nada de esto?
Thorne se limitó a mirarlo fijamente y esperó a que se moviera.
—Se lo digo en serio —la voz era débil y desesperada—. Un par de billetes de cincuenta, pongamos, solo por mi tiempo.
Thorne empleó otro segundo del tiempo de Tindall para decirle que se fuera al carajo.
Con los años, de vez en cuando se intentaba aburguesar Holloway Road. Alguna charcutería de calidad hacía una pasada fugaz. Algunos imbéciles abrían librerías de anticuario y vendían las existencias al cabo de un año. En su calidad de animadísima calle principal, como ruta fundamental de salida de la ciudad hacia el norte, nunca iba a ser Highgate Hill ni Hampstead High Street... Pero a Yvonne Kitson le parecía que estaba mejor así: descarada y nada pretenciosa, con bares y restaurantes concurridos, y unos cuantos sitios decentes para bailar y oír música si uno se tomaba la molestia de buscar. Desde luego, un lugar adonde no le hubiera importado ir a la facultad.
Observó a Harika Kemal mientras salía de la asociación de estudiantes con dos amigos y hurgaba en el bolso buscando una bufanda. Kitson vio que en la cara de la chica aparecía una expresión consternada cuando se dio cuenta de que se acercaba.
—¿Puede dedicarme solo cinco minutos, Harika?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor...
Estaba claro que el hombre y la mujer que habían salido con Kemal eran pareja. El hombre dio un paso hacia Kitson.
—¿Pasa algo?
Kitson pensó que tal vez fuera turco. O griego, a lo mejor. Llevaba un brillante anorak con ribetes de piel en la capucha, y gafas de cristales finos y rectangulares.
Kitson metió la mano en el bolso y sacó su placa de identificación.
—¿Es que no pueden dejarla tranquila un rato? —dijo el estudiante.
Su novia era asiática; rolliza, con el pelo corto y un pendiente en la nariz.
—A lo mejor podría hacer algo útil —dijo—. Como intentar coger al animal que asesino a su novio.
Hablaba con el mismo sarcasmo a medio camino entre el inglés británico y el norteamericano que Kitson ya le oía emplear a su hija de nueve años.
—Está bien —dijo Kemal a sus amigos—. Ahora os alcanzo.
—¿Hay algún sitio donde podamos ir a tomar un bocadillo o algo? —preguntó Kitson.
La chica dio unas palmaditas al bolso que llevaba colgado al hombro.
—Llevo mi almuerzo.
Atravesaron la calle y caminaron un poco por la bocacalle de enfrente. Encontraron un banco en una pequeña y embarrada parcela de hierba, junto a un bar irlandés. Kitson volvió la cabeza y vio que los dos estudiantes no se habían movido; miraban fijamente desde la entrada del edificio de la asociación de estudiantes. Se volvió de nuevo hacia Kemal y vio que la chica sacaba una fiambrera de plástico del bolso.
—Lo que ha dicho su amiga. Eso es exactamente lo que intentamos hacer.
—Lo sé.
Kemal despegó el papel de aluminio de los bocadillos.
—Y además no tiene sentido irle con chorradas: no estamos avanzando nada. Hemos hecho todo lo que tenemos que hacer, ¿sabe? Todo lo que se nos ocurre. Hemos hablado con todos los que hemos podido y hemos hecho un llamamiento en la televisión. Yo sé que lo ha visto.
La chica no dijo nada. Un estruendoso camión de cemento pasó despacio por delante de ellas y esperó para girar a la izquierda y meterse en la calle principal.
—La única pista que tenemos es usted —dijo Kitson.
Kemal meneó la cabeza, aunque a Kitson le pareció más un gesto de resignación que una negativa.
—Es tan duro... —dijo.
—Claro que sí.
Fue una respuesta automática, pero Kitson creía de verdad que sí que le resultaba difícil a la chica. Afrontar la pérdida de su novio... Afrontar lo que sabía, a pesar de lo mucho que tal vez desease ignorarlo...
—¿Cómo puedo mirar a la cara a la familia?
Kitson se inclinó hacia delante en el banco para mirarla de frente.
—¿La familia de quién? ¿La de Deniz?
Otro gesto negativo, con un sentido aún más ambiguo que el anterior.
—No pasa nada, Harika. De verdad.
Kitson observó cómo la chica daba vueltas en la mano una y otra vez al bocadillo, sin probarlo. Al mirarla le costó imaginar cómo habría llegado a tener una relación con un hombre como Deniz Sedat. No parecía de las que se dejaban impresionar por el dinero y los coches fardones, y desde luego era lo bastante inteligente para saber de dónde procedía ese dinero. Kitson se preguntó si no se equivocaba por completo al interpretar a Harika Kemal. O si, sencillamente, entre ella y Sedat no habría una atracción física que superaba todo lo demás.
—No tendría a nadie.
Kitson señaló con la cabeza hacia la universidad.
—Tiene buenos amigos, eso es evidente. Gente que se preocupa mucho por usted. Y ya se lo he dicho: nos aseguraremos de que esté protegida. Usted y las personas cercanas a usted.
De pronto Kemal alzó la cabeza.
—¿Y si es de la gente que tengo cerca de quienes necesito que me protejan?
Había cólera e impaciencia en su rostro, pero su voz se quebró antes de que acabase de hablar.
Kitson alargó la mano para coger un pañuelo de papel. Se lo pasó, pero la chica ya había encontrado uno de los suyos. Los tenía a mano.
—Cualquier cosa que necesite.
—Necesito que Deniz esté vivo.
—Y yo necesito encontrar al hombre que lo mató —dijo Kitson. Pensó en cogerle la mano, pero decidió que eso sería demasiado—. Dígame quién fue, Harika.
La chica se sorbió la nariz y se secó los ojos; luego volvió a meterse el pañuelo de papel en el bolsillo.
—Hakan Kemal —dijo.
—¿Cómo Kemal?
—Mi hermano mayor. Mi hermano mató a Deniz.
Kitson asintió, como si lo entendiera, pero su mente empezaba ya a acelerarse. Tenía muchas más preguntas y quería volver como una exhalación al despacho para poner las cosas en marcha. Pero sabía que, al menos durante unos minutos, debía quedarse en el banco con Harika Kemal.
Kitson volvió a echar una ojeada a los dos estudiantes, que seguían mirando desde el otro lado de Holloway Road. Tuvo la impresión de que a ninguno de los dos le importaría nada arrancarle la cabeza.
...estaba sentado en el parque en mitad de la noche, empapándome y pensando qué mierdecilla tan blando soy. Que me deshago de todo al que le echo la culpa de lo que pasó, sin sentir casi nada, pero que no tengo suficientes agallas para matarme. Fue mi primer pensamiento en chirona, cuando me enteré. Quitarme de en medio, me refiero, y reconozco que fue un alivio cuando en vez de eso empecé a pensar en hacer que pagara otra gente. Cuando lo decidí ya no tuve que pensar demasiado en suicidarme; en admitir que no tenía agallas para hacerlo.
Imagino que a lo mejor sería más fácil si creyera en algo. En algo, joder. Si pensara que había siquiera una posibilidad de que volviera a veros después. Lo que sí sé es que, sí creía en Dios o en cualquier otra cosa, desde luego ya no creo...
Y mira, sé que no va a ocurrir nunca, o no ahora, por lo menos, pero he empezado a imaginarme cómo será estar con otra persona algún día. Incluso tener otro crío. Dios, perdóname, nena, que no pueda impedir que se me pasen por la cabeza estas estupideces. Pienso en el sexo, y en ir de vacaciones, y en sabe Dios qué, y en las riñas que tendríamos yo y esa mujer. En cómo siempre estaría celosa de ti al sentir que competía con una muerta y eso. La imagino perdiendo los estribos a base de bien, y diciendo algo sobre ti o haciendo pedazos una foto antigua, cosas así. Y entonces, joder, yo perdería el control, sin más, y querría hacerle daño. Acabaría empinando el codo, lo más seguro, y estropeando la vida de todo el mundo.
¿Ves? Tengo demasiado tiempo para pensar en esta clase de historias. Todo el tiempo que no estoy escribiendo cartas a un fantasma.
Sin embargo estaba pensando. Si alguna vez ocurriera eso, si se presentara otra persona, quiero decir. ¿Me dejaríais? ¿Sería entonces cuando os perdería para siempre a ti y a Robbie? El caso es que sé que tú querrías que yo fuera feliz, que siguiera adelante, pero la verdad es que no es nada probable.
Ser feliz significa olvidar...
Thorne clavó la mirada en la última línea unos segundos y luego volvió a meter la fotocopia de la carta en el cajón de la mesa, con las demás. Saludó con una inclinación de cabeza a Sam Karim cuando el sargento pasó por delante de la puerta del despacho, luego se relajó, dio un sorbo al té y pensó en el espantoso poder de la pena.
Ahora comprendía lo que guiaba a Marcus Brooks. El impulso. Al mirar otra vez la imagen más reciente de aquel hombre, la que se basaba en la descripción dada por el guardia de seguridad, empezaba a ver por detrás de ella. Empezaba a conectar con alguien anestesiado por la pérdida: al margen del dolor y del placer elementales de la vida cotidiana. Alguien a quien no dejaba de asombrarle su propia capacidad para caminar o vestirse, y que funcionaba sin más motivo que para dar caza a quienes habían roto su vida en pedazos y los habían esparcido después.
Cuando aquel agente en prácticas comprendió por fin la naturaleza de las cartas que Thorne había descubierto en Hammersmith, puso los ojos en blanco y dijo algo sobre que Brooks estaba «perdiendo la cabeza». Era una reacción comprensible, y Thorne sonrió y asintió. Y también contuvo el deseo apremiante de darle a aquel engreído gilipollitas una bofetada.
El tiempo que no estoy escribiendo cartas a un fantasma...
Thorne había hecho algo parecido; había hablado con su padre después de que el viejo muriera. En realidad el único en hablar era su padre, pero Thorne sabía muy bien que venía a ser lo mismo.
Se tardaba un segundo en decir «adiós»..., y toda una vida.
Alzó la vista cuando Kitson entró con ímpetu, tirando el abrigo en el respaldo de una silla y sin parar de parlotear, diciendo que en la actualidad los estudiantes parecían aún más jóvenes que los policías.
—Deberías renunciar al trabajo —dijo Thorne—. Volver a la facultad como estudiante mayor de veinticinco años. ¿No te apetece, tres años de beber y acostarte con gente de dieciocho? Ahora que lo pienso, me iré contigo...
Kitson le contó su entrevista con Harika Kemal. El nombre de quien había identificado como el asesino de su hermano.
—¿Cómo lo sabe con certeza? —preguntó Thorne—. Antes dijo que no había visto lo ocurrido.
—Ya no estoy segura de eso.
—Va a ser dudoso sin un testigo.
—Ya me preocuparé de eso después.
—¿Y ha dicho por qué lo hizo su hermano?
—No pienses que ha sido fácil sacárselo —dijo Kitson.
—Debe de haber algún meneo por algún lado.
Kitson rebuscó en el bolso y sacó un pequeño tarrito.
—Hakan lleva una tintorería en Green Lanes —frunció los labios y se pasó una pizca de bálsamo por ellos—. Allá arriba, cerca de Finsbury Park...
Thorne sabía que muchos negocios de aquella zona pagaban a bandas de droga locales para que les dieran protección; que algunos actuaban como tapaderas de los distribuidores y traficantes de heroína. Restaurantes, empresas de tele-taxis, supermercados... Se preguntó si a lo mejor Hakan Kemal no blanquearía algo más que camisas y blusas.
Era evidente que Kitson había pensado más o menos lo mismo.
—Quizá los de G&O lo pillaron justo desde el principio, y sí que estaba relacionado con las bandas.
—No es el asesino a sueldo más fino con que me haya encontrado nunca —dijo Thorne—, pero, ¿qué sabré yo?
Kitson no tuvo problema en estar de acuerdo en ambos puntos.
Thorne la miró desde el otro lado de la mesa, socarrón.
—¿Has visto una película que se llama Tímidas y rasuradas?
Estaba intentando hacer una descripción fiel del olor del despacho de Davey Tindall cuando le sonó el móvil. Miró en la pantalla quién llamaba y pensó en no cogerlo, pero al instante se sintió culpable. Suspirando, pulsó la tecla verde.
—¿Tom?
—Hola, tía Eileen. Iba a llamarte esta noche.
—Perdona si estás ocupado, guapo. No me gusta llamarte cuando estás en el trabajo.
—No pasa nada.
—Solo intento organizar cuántos seremos para Navidad, ¿sabes?
—De acuerdo.
Era la conversación que Thorne sabía que se avecinaba. Se estremeció por dentro al pensar en el técnico que escuchaba en el armario..., meándose de risa.
—Desde luego sería estupendo verte, guapo. Le hemos preguntado a Víctor si querría venir para el almuerzo de Navidad.
—Eres muy amable —dijo Thorne.
Eileen, la hermana de su padre, había semiadoptado al viejo que fue el único amigo de su hermano durante el último año de su vida.
—Estoy seguro de que le gustará.
Se oyó un largo suspiro.
—El pobre tipo...
Thorne no estaba seguro de si su tía hablaba de Víctor o de su padre.
—Así que, al menos, piénsatelo —dijo Eileen—. Es que sentiría pensar que estás solo, como el año pasado.
En realidad Thorne había pasado las navidades anteriores, las primeras desde la muerte de su padre, con Hendricks y su entonces novio, Brendan. Ahora que se le había dado la vuelta a la tortilla y Hendricks era el soltero, Thorne estaba pensando si no debería ofrecerse a devolverle el favor.
—Los primeros años siempre son los peores para la Navidad, guapo. Por eso he creído que a lo mejor querrías estar con la familia.
—De acuerdo. Gracias.
—Trae a tu nueva novia si quieres, claro...
Louise ya había planteado la posibilidad de pasar la Navidad con sus padres, lo cual era problemático en sí mismo. En su momento Thorne intentó una estratagema de lo más astuto: aparentar mucho interés al tiempo que se cubría las espaldas... Y sabía que aquello no había caído muy bien. Quedaron en hablar en serio del asunto más adelante: otra conversación que no esperaba con impaciencia, precisamente. No conocía a los padres de Louise, pero el padre había estado en el ejército, y Thorne ya se había formado una sobrecogedora imagen mental de aquel hombre. No estaba seguro de que le apeteciera pasar el día de Navidad escuchando historias de guerra, ni dar un largo paseo con el perro de la familia después de almorzar. Por mucho que quisiera pasar aquel tiempo con Louise, empezaba a pensar que agarrarse un pedo con Hendricks y ver La gran evasión tenía bastante buena pinta. Debía comprobar con quién jugaban los Spurs el 26 de diciembre, ya puestos...
—Si quieres que te diga la verdad, está todo en el aire —dijo—. No organizan los turnos de trabajo hasta el último momento, y, ya sabes, incluso entonces, sí nos llega un trabajo grande...
—Eso da igual. Tú apareces el mismo día, y ya nos las arreglaremos.
—No quiero liarte.
—No seas tonto, guapo. Tú sabes que siempre preparo demasiado de todos modos.
—No te oigo muy bien, Eileen.
—¿Tom?
—Perdona..., la cobertura es malísima aquí dentro...
—No te preocupes, guapo. Te preguntaré otra vez la semana que viene...
Cuando Thorne se guardó el teléfono y levantó la mirada, Kitson tenía los ojos clavados en él; meneó la cabeza, y él no supo si estaba escandalizada o impresionada.
—Oye, da miedo lo bien que mientes —dijo.