Uno

Tom Thorne no estaba seguro de que la vieja tuviera el as que pretendía tener con tanto afán. La sonrisa y las gafas de la dulce ancianita no lo engañaban ni un segundo, ni tampoco el pelo de algodón de azúcar ni el bolso de tela escocesa. Tampoco se creía al tipo de la mandíbula cuadrada y el esmoquin, a quien había puesto en evidencia un par de manos antes. Al tío aquel le daba una pareja de dieces como máximo.

Thorne subió quince dólares. El as que él sí que tenía le proporcionaba la pareja más alta, pero como en la mesa había tres corazones, quiso espantar a quien, a lo mejor, anduviese detrás del color.

El tío del esmoquin se retiró, seguido rápidamente por el fulano calvo de la camisa chillona que se había pasado toda la partida mascando un grueso puro.

Ahora sólo quedaban Thorne y la vieja. Ella se tomó su tiempo, pero al final puso las cartas sobre el tapete y dejó que él cogiera los veinticinco dólares del bote.

Ésa era la alegría y la frustración del póquer en Internet. Aunque los jugadores eran de lo más auténtico, los dibujos de los personajes sentados en torno a la mesa no variaban. Y a lo mejor la vieja (que lucía el nombre de usuario de Tope Farolero) en realidad era un adolescente con cara de torta que vivía en el Medio Oeste norteamericano.

Hacía unos cuantos meses que Thorne (a efectos del juego en Internet, conocido como El Poli de las Kartas) entraba en Pokerpro.com. Un poco de diversión inofensiva, nada más. Había visto a suficientes damnificados como para saber que el juego podía quitártelo todo con tanta eficacia como la adicción a la heroína, y también sabía que para muchos miles de personas del país, la disponibilidad en Internet no hacía sino acelerar el proceso. Él lo consideraba tan sólo una forma distendida de relajarse al acabar la jornada. O, como aquella noche, de matar el tiempo mientras esperaba a que llamara Louise.

Le echó un vistazo al reloj y se sorprendió al ver que había estado jugando dos horas y media.

Una rápida ojeada a la parte inferior de la pantalla le indicó que llevaba una ventaja de cuarenta dólares en la velada. Doscientos setenta y cinco dólares en total. No era para quejarse; además, aunque de vez en cuando perdiera algo de dinero, le parecía que seguía siendo menos que si pasara el mismo tiempo en el Royal Oak.

Se levantó y se acercó al equipo de música. Sacó el compacto de Laura Cantrell que había estado escuchando y empezó a buscar un sustituto adecuado mientras decidía que iba a esperar otra media hora..., o quizá tres cuartos, hasta las dos. Luego se iría a dormir.

Mantenía una relación sentimental con Louise Porter desde finales de mayo; desde finales de un caso en el que trabajaron juntos, porque a Thorne lo trasladaron temporalmente a su grupo de la Unidad de Secuestros. El caso Mullen costó varias vidas: algunas perdidas y muchas más destrozadas sin remisión. Thorne y Louise se sorprendían tanto como los demás de haber sacado algo positivo de aquella carnicería, y aun los sorprendía más el que, al cabo de cinco meses, no diera señales de perder fuelle.

Thorne sacó una recopilación de Waylon Jennings. Metió el compacto en el reproductor y empezó a seguir con la cabeza el ritmo que acompañaba a la guitarra en el inicio de Only Daddy That'll Walk The Line.

La verdad es que dos policías que trabajaran en unidades distintas no lo tenían fácil para pasar mucho tiempo juntos, aunque Louise creía firmemente que el no estar todo el rato uno pegado al otro ayudaba a mantener vivas las cosas. Ella tenía su pisito en Pimlico: a un buen trecho en metro o en coche desde el piso, aún más pequeño, de Thorne, que estaba en Kentish Town. Y aunque pasaban juntos al menos dos o tres noches por semana en casa de uno o del otro, Louise decía que la distancia bastaba para evitar cualquier sombra de inquietud que, de otra forma, a lo mejor se colaría en la historia. Cosas como perder la independencia o tenerse demasiado visto... O incluso, sencillamente, aburrirse.

Aunque Thorne había sido propenso a todos esos asuntos más de una vez, le decía a Louise que a lo mejor se excedía un poquito. Al cabo de un par de meses, en cierta ocasión en que tomaban café en el Bengal Lancer, una charla sobre arreglos domésticos empezó a parecerse de pronto a una sesión informativa de brigada. Entonces Thorne se inclinó sobre la mesa, le rozó los dedos y le dijo que debían intentar relajarse y pasárselo bien, nada más. Que tomarse las cosas al día no hacía daño.

—Esa es una típica actitud de «tío» —dijo Louise.

—¿Qué?

—Esas gilipolleces de «relájate». Y tú lo sabes.

Thorne hizo una mueca, fingiendo ignorancia.

—Siempre me asombra que los hombres casi nunca dispongan de cinco minutos para hablar de una relación, pero sean capaces de pasarse todo el día tan contentos, poniendo en orden alfabético una colección de compactos...

Claro que Thorne sabía que Krauss iba antes de Kristofferson... Pero también sabía que se sentía de lo más bien, y de lo más feliz, por primera vez desde que había muerto su padre, hacía dos años y medio.

Cuando Waylon Jennings (archivado entre The Jayhawks y George Jones) empezó a cantar The Taker, Thorne volvió al ordenador y se sentó a jugar unas cuantas manos más. Entonces sintió que Elvis daba vueltas debajo de la mesa, husmeándole las espinillas con la esperanza de un tentempié tardío o de un desayuno ridículamente tempranero.

Buscaba los friskies, pensando en la posibilidad de montar una pareja rey-diez con sus cartas, cuando le sonó el móvil.

—Perdona —dijo Louise—. Estoy saliendo ahora mismo.

Igual que otras secciones de Operaciones Especializadas, la de Louise Porter se encontraba en Scotland Yard. Había otra buena, y tranquilizadora, distancia desde donde tenía su base el grupo de homicidios de Thorne, en el Peel Centre, en Hendon; aunque a aquella hora de la noche probablemente no estaría a más de veinte minutos en coche de Kentish Town.

—Pondré el agua a hervir para el té —dijo Thorne.

La conversación se interrumpió un instante; oyó a Louise intercambiar breves bromas con los policías que estaban de servicio de seguridad al tiempo que salía y bajaba hacia el aparcamiento subterráneo.

—Creo que esta noche me voy derecha a casa —dijo ella al fin.

—Ah, vale.

—Estoy reventada.

—De acuerdo.

—Que sea mañana por la noche.

—Hombre, para mí va a ser esta noche... —dijo Thorne—. Aunque solo, por lo visto.

Ella se echó a reír; una carcajada picara. Respiraba fuerte, y Thorne se la imaginó caminando deprisa, deseosa de llegar al coche y a su casa.

—Debí llamar antes —dijo ella—, pero ya sabes cómo es esto. ¿Te has quedado esperando mucho rato?

—No importa.

Y no importaba. A veces los dos trabajaban tarde, hasta horas absurdas, y mantenían muchas charlas como aquella, de última hora de la noche..., o primera de la madrugada.

—¿Cómo te ha ido el día?

—Con altibajos.

Como siempre, Thorne trabajaba en media docena de asesinatos distintos, cada uno en distinta fase: entre un cadáver que aún se enfriaba y un caso judicial que empezaba a calentarse. Una mujer cuyo marido, tras perder la cabeza, la había matado a ella y a la madre de ella pegándoles con una botella de vodka vacía; una adolescente asiática asfixiada por un tío suyo en algo que se parecía sospechosamente a un crimen «de honor»; un joven turco asesinado en el aparcamiento de un pub...

—¿Y tú? —preguntó Thorne.

—La mar de divertido —dijo Louise—. He pasado una larde maravillosa intentando convencer a un importante distribuidor de drogas, que no quiere presentar cargos contra otro importante distribuidor de drogas, de que no se tomó como rehén a sí mismo durante una semana y no se cortó tres dedos.

—¿Y cómo fue eso?

—Por lo visto se quedó encerrado por casualidad en un cobertizo; entonces decidió hacer un poquito de bricolaje para pasar el tiempo y se despistó con la sierra eléctrica.

—No saques conclusiones apresuradas —dijo Thorne—. ¿Tiene cara de buena persona?

Otra fuerte carcajada. Al oír un leve eco, él se dio cuenta de que estaba en el subterráneo.

—Pareces cansado —dijo Louise.

—Estoy bien.

—¿Qué has estado haciendo?

—No mucho. He visto una película de mierda..., me he puesto un poco al día del papeleo...

—Vale.

La llamada empezó a entrecortarse porque se perdía la señal. Thorne oyó el piar del mando a distancia cuando ella abrió el coche.

—Entonces, mañana por la noche, ¿seguro?

—Si no tengo que lavarme el pelo... —dijo Thorne.

—Te llamo durante el día.

Thorne echó un vistazo a la pantalla del ordenador cuando se repartía la cuarta carta comunitaria. Vio que, con una carta aún por salir, su rey-diez se convertía en un proyecto de escalera abierta.

—Conduce con cuidado...

Entró en la cocina para prepararse un té, pidió disculpas a Elvis por haberse olvidado de su comida y encendió el hervidor del agua camino del frigorífico. Estaba alargando la mano para coger un tazón cuando oyó los pitidos de mensaje del teléfono.

Sabía que era de Louise; sonriendo, pulsó MOSTRAR, y el texto sólo sirvió para que su sonrisa se ampliara más.

Sé que estás jugando al póquer. XXX

Aún intentaba pensar en una respuesta divertida cuando el tono volvió a sonar.

Esta vez el mensaje no era de Louise Porter.

Era un mensaje multimedia con una fotografía adjunta. La foto tenía mala definición y, además, estaba hecha de cerca y desde abajo, de modo que Thorne tuvo que poner el teléfono más o menos a medio metro de distancia durante unos cuantos segundos y luego ladearlo bien para ver exactamente lo que era. Entonces, se dio cuenta por fin de lo que estaba mirando.

La cara del hombre, pálida y deformada, llenaba la pantallita.

Un mechón de pelo oscuro y rizado cruzaba la única mejilla visible. La boca estaba abierta, con los labios moteados de blanco y una rodaja de lengua apenas visible dentro. Tenía doble papada, montada una encima de la otra; una incipiente barba negra salpicada de canas las cubría, y una fina línea roja las perfilaba. El único ojo estaba cerrado. Thorne no supo muy bien si unas marcas que cruzaban la ceja y seguían hasta la frente eran del objetivo de la cámara o no.

Tecleó en el móvil para recuperar los detalles del mensaje, aparte de hora y fecha, buscando la identidad del remitente. No había ningún nombre; entonces pulsó la tecla de llamada dos veces para marcar el número de teléfono que aparecía.

No había línea.

Volvió a la imagen y clavó la vista en ella al tiempo que sentía acelerársele el pulso en el lado del cuello; al tiempo que sentía aquel conocido y horrible cosquilleo, la vibración que aumentaba y se desplazaba hacia la nuca. En no pocas cuestiones, a veces Thorne no distinguía lo que saltaba a la vista; pero, para bien o para mal, aquél era su campo. A los contables se les daban bien los números, y Tom Thorne sabía reconocer un muerto cuando lo veía.

Volvió a ladear la pantalla y acercó más el móvil a la lámpara de la mesa, olvidada ya la partida de póquer. Miró fijamente la mancha oscura que había bajo la oreja del hombre, algo que desde luego no era pelo. La línea roja que se había metido en la raja de la doble papada.

Que fuese sangre no era una conclusión definitiva, por supuesto, aunque Thorne sabía qué era lo más probable. Sabía que muy poca gente iba por ahí tomando fotos de amigos y parientes a quienes se les hubiera venido encima un muro o que se hubieran caído rodando por la escalera.

Sabía que estaba mirando a la víctima de un asesinato.