Veinticuatro

—Este trabajo es un puto chiste.

—¿Acabas de entenderlo por fin? —preguntó Thorne.

Kitson pasó por delante de Thorne, que esperaba su tostada, y metió una bolsita de infusión de hierbas en una de las pequeñas teteras de metal individuales que siempre derramaban el té por toda la mesa cuando uno intentaba usarlas.

—Un chiste de esos de «tengo una buena noticia y una mala noticia» —dijo—. Toda una serie, joder.

Thorne alargó la mano para coger un rectángulo de mantequilla envuelto en papel de plata y un sobrecito de mermelada, al tiempo que pensaba que, cuando estaba de mal humor, Kitson decía casi tantos tacos como Richard Rawlings. Casi todo el rato su propio lenguaje era muy poco refinado también, pero había empezado a observarlo en los demás. Quizá otro vestigio de los últimos meses de su padre.

—Entonces me imagino que tienes un chiste para mí...

Llevaron las bandejas a una mesa y se sentaron junto a unos cuantos agentes de otro grupo, que acababan de salir del turno de noche. Estos policías tomaban el desayuno prácticamente en silencio; rendidos, pero también aliviados por haber superado toda la noche de un viernes. Thorne había realizado aquel turno las suficientes veces como para saber que uno o dos no debían de tener muy claro el día que los esperaba con sus familias; tenso y estresante en potencia, después de las ocho horas más difíciles de la semana.

—Buena noticia: tengo el nombre de un hombre a quien la novia de la víctima identifica como nuestro asesino —Kitson se sirvió el té; con una servilleta de papel secó lo que se había derramado—. Mala noticia: ha desaparecido.

—¿Kemal?

—La tintorería lleva una semana cerrada, y los vecinos no le echan el ojo encima. Se ha dado el piro, por lo que parece.

Thorne habló con la boca llena de tostada.

—Bueno, desde luego no es una noticia estupenda si necesitas que te planchen una camisa, pero da la impresión de que es tu hombre.

—Exacto. Y por eso es una mala noticia, coño.

Uno de los detectives miró desde el otro lado, como si el lenguaje soez en una mujer y tan temprano lo distrajera de su desayuno inglés completo. Kitson le devolvió la mirada y le dejó muy claro que no se le había acabado el suministro.

—Aparecerá —dijo Thorne.

—Si todavía está en el país. Lo más probable es que ya esté escondido en algún pueblo pesquero turco.

—¿Has puesto gente en los puertos?

—Están «organizándolo» —hizo un gesto de comillas como para poner en duda la eficacia de quienes lo organizaban—. Pero creo que es demasiado tarde, joder.

—¿Crees que se ha enterado de que su hermana lo sabía? ¿Que era probable que lo delatara?

—¿Quién sabe?

—Eso explicaría por qué estaba tan asustada.

—Quizá no era la única que estaba asustada —dijo Kitson—. Deniz Sedat tenía algunos amigos desagradables de verdad. Si yo fuera Halal Kemal, la policía no es lo que más me preocuparía.

Thorne asintió y masticó la tostada. Pensó que la teoría de Kitson estaba muy bien, pero que ella aún no se había encontrado con cierta clase de policía.

Camino de su despacho, Thorne pasó por delante de Stone cuando éste repetía su número de «mujeres y bolsas de basura» para una guapa administrativa. Parecía estar funcionándole.

Este trabajo es un puto chiste...

Muchos chistes revoloteando, y un buen ambiente poco común en la central operativa. Y eso a pesar de que casi todos los que estaban trabajando preferirían estar haciendo otra cosa un sábado por la mañana: tener relaciones sexuales; ver «Football Focus»; tener relaciones sexuales mientras veían «Football Focus»...

Justo después del desayuno había recibido un mensaje de texto en su viejo móvil.

Anoche fuiste muy ardiente. Eres el mejor xxx

Hendricks. Con una sonrisa, Thorne borró el mensaje. Le había contado lo de la escucha pensando que, tal como estaban las cosas, una breve estancia en la cárcel no estaría tan mal, y sabía que el cabrón descarado se lo mandaba pensando en quienes interceptaban los mensajes de aquella línea. Imaginó los comentarios cuando localizaran el número.

A media mañana una llamada de Keith Bannard bajó un punto o dos el humor de Thorne.

—¿Ha estado disgustando a mi soplón?

Tindall: una «fuente humana encubierta de información», o FHEI, según un millar de memorándums y partes de gastos... Aunque todo el que no quería parecer completamente ridículo usaba la trillada jerga que adoraba todo poli de ficción, de Jack Regan en adelante.

—Desde luego se le disgusta fácilmente.

—Sí, bueno, pero es a mí al que le da el dolor de oídos...

Mientras lo escuchaba, Thorne imaginó al hombre de G&O como un policía de televisión: un poli rural y sensato que enloquece en la gran ciudad; cara roja y manazas que no dejan de agitarse, siempre indignado por el modo en que la gente hacía las cosas y por el precio de todo. Solucionando las cosas a su manera.

Thorne le explicó por qué él y Holland habían hecho la excursión a Soho. Y que, aunque estaba claro que el señor Tindall era un individuo muy sensible, también era un sinvergüenza embustero.

—¿Sacó algo? —preguntó Bannard.

—¿Qué? ¿Se refiere aparte de la profunda tristeza y la oferta de entradas gratis para una película porno?

—Sí, bueno, todos sacamos eso.

—He sacado una lista de nombres.

Thorne le contó lo de la conversación que Tindall afirmaba haber tenido con Marcus Brooks; lo de la gente que le había aconsejado ir a ver para el alojamiento. Le leyó los nombres en voz alta.

—¿Ha hablado ya con alguno de ellos? —preguntó Bannard.

—Algunos van a recibir visitas hoy, más tarde.

—Buena suerte.

A Thorne no lo sorprendió en absoluto que Bannard fuera pesimista.

—¿Qué diablos le pasa a esta gente cuando se trata de hablar con la policía? No pretendo que se incriminen a sí mismos, ni que delaten a nadie. Solo me refiero a que digan algo, joder. Con los Black Dogs es como una especie de distintivo honorífico. Con los de paisano encabeza la lista, junto con la empanada con puré de patatas, el boxeo y querer a sus mamas.

—A lo mejor es por usted —dijo Bannard—. Todos hablan conmigo.

—Solo cuando tiene por dónde agarrarlos.

—Así resulta más fácil.

—¿Cómo hizo que Tindall empezara a hablar?

—Dinero, amigo —Bannard era prosaico—. La forma más fácil de todas. Su mujer estaba enferma, a punto de espichar, creo. Necesitaba dinero para cuidar de ella.

Thorne sintió una punzada de culpabilidad por cómo había valorado a Tindall. Al mismo tiempo pensó que el personaje de Bannard quizá fuese demasiado duro incluso para el más hastiado de los espectadores de televisión.

—¿Algo que pueda conseguirnos? —preguntó—. ¿Sobre alguno de estos nombres?

—La verdad es que no.

—Creí que a lo mejor usted tenía algo de..., influencia.

—Oiga, amigo, si tuviera algo por donde agarrar a cualquiera de estos cabrones, lo habría usado ya.

—Solo era una idea.

—Por preguntar que no quede.

—¿No tienen a nadie dentro de ninguna de estas «empresas»?

Bannard aspiró el aliento; luego respondió como un taxista a quien le piden que vaya hacia el sur del río a las cuatro de la madrugada.

—Ahí sí que no puedo entrar, amigo.

Dijo que preguntaría por si alguien de su grupo tenía alguna buena idea. Todo el mundo tenía contactos distintos.

Thorne dijo que se lo agradecería.

—Aquello de que hablamos la otra noche —añadió—, bajo el puente... Me preguntaba si los Black Dogs se han buscado un nuevo jefe ya.

Pensaba en quién sería el próximo del que planeaba deshacerse Marcus Brooks. En el mensaje que esperaba recibir en algún momento de aquel día.

Bannard dio un bufido desdeñoso.

—Bueno, si es así, no sé quién es. Al final me enteraré. Aunque será algún hijo de puta con el pelo largo y tatuajes, eso se lo garantizo.

Thorne sabía a lo que se refería Bannard. Ya empezaba a confundir a los tres moteros muertos en su cabeza: una masa de blanca carne muerta y tinta de colores.

—Creo que por eso se ponen los apodos —dijo Bannard—. Para distinguirse entre sí.

—Tiene lógica —dijo Thorne.

Bannard bromeaba, aunque aquello es lo que hacía su viejo cuando empezaron los cortocircuitos. Los nombres fueron lo primero en desaparecer, sustituidos por sencillas (y por lo general poco lisonjeras) descripciones físicas. Todo el mundo, desde el del kiosco hasta el propio Tom Thorne.

—¿Así que ésa es la mejor opción que tienen? —preguntó Bannard—. ¿Los nombres que consiguió de Tindall?

—¿La mejor opción?

—Para intentar localizar a Brooks, quiero decir.

«Bueno, aparte de los amistosos mensajes de texto que nos mandamos de madrugada», pensó Thorne.

—Estamos investigando unas cuantas cosas más —dijo.

En realidad había más de unas cuantas.

Las llamadas «veinticuatro horas de oro» desde que el cuerpo de Martin Cowans se sacó del canal no habían proporcionado nada mínimamente valioso, aunque todavía había muchas pistas pendientes de investigar: los objetos recogidos en el domicilio de Hammersmith, la descripción más reciente de Marcus Brooks, la información que brindó Davey Tindall... Habían enviado policías para entrevistarse con los de la lista de Tindall, pero casi todo el grupo de investigación, que ya había crecido hasta los cincuenta y tantos entre personal de la policía y civil, se afanaba en el lugar donde el detective moderno realizaba la mayor parte de su trabajo: ante una mesa, teniendo a mano el teléfono, el fax y el teclado del ordenador.

Hoy día la mayoría de los partes médicos que presentaban los empleados de la Policía Metropolitana eran por problemas de espalda o lesiones en muñecas y brazos por movimiento repetitivo. Ni siquiera los asistentes sociales que supervisaban a los presos en libertad condicional, agrupados la mitad de las veces con los trabajadores a tiempo parcial de la Policía de Apoyo a la Comunidad, sufrían ya de los pies. Aunque a Thorne le daba la impresión de que casi seguro que él gastaba un poco más de suela que la mayoría; desde luego, más que los de su rango.

—Sí, pero eso no es porque trates de localizar cosas, ¿verdad? Es porque huyes de algo.

Holland o Hendricks..., en fin, se lo había dicho alguien que le tomaba el pelo.

Cuando Thorne soltó el teléfono, todavía sin saber muy bien por qué había llamado Bannard, fue a buscar a Holland.

—Sigo sin aprender a mantener cerrada esta bocaza, ¿eh? —dijo el sargento.

En la sesión informativa del jueves había sugerido que a lo mejor averiguaba dónde se había comprado Brooks el coche. Desde entonces, aparte de su excursión con Thorne al Soho, había pasado casi todo el tiempo arrepintiéndose.

Empujó una pila de papeles por la mesa hacia Thorne.

—Vendedores de coches de segunda mano de Acton, Brentford, Chiswick y Shepherd's Bush. Centenares de esos hijos de puta, y eso sin los dudosos... —alargó la mano para coger una nota autoadhesiva donde había garabateado unos apuntes—. He encontrado un par de buenos BMW de segunda mano que a lo mejor te interesan. Ya sabes, siempre que te apetezca entregar como entrada el «vomitomóvil».

—No te escucho —dijo Thorne.

Holland echó atrás la silla y señaló un grueso montón de viejos periódicos y revistas de coches.

—Eso también ha sido un gusto: llamar por teléfono a todos los maleantes que tal vez hayan enchufado un Mondeo oscuro al contado hace unos días. Deberías oír cómo inspiran el aliento cuando les digo desde dónde llamo. Como si hubieran matado a alguien porque le han vendido a algún pobre diablo un ataúd con ruedas...

—Parece que te has divertido —dijo Thorne.

Holland bromeaba pero, en los casos que solían llegarles, el coche era el arma homicida con más frecuencia que la pistola o el cuchillo. Thorne volvió a pasarle el manojo de papeles; le había recordado de pronto que su propio papeleo estaba guardado en el cajón de su mesa.

Cartas de un hombre a su esposa e hijo muertos.

—El comisario estaba buscándolo —dijo Karim detrás de él.

Thorne se volvió.

—Bueno, pues no me buscaba mucho. Solo he estado aquí y en el despacho.

Karim hizo una mueca de «¿A mí qué me cuenta?», seguida de otra que le indicaba que continuaran la conversación en otro sitio.

Salieron al pasillo.

—Brigstocke tiene no sé qué «cita».

Karim recalcó la palabra lo suficiente como para que Thorne supiera que el comisario no había ido al dentista. Thorne hizo la pregunta con una mirada.

—Un abogado —dijo Karim—. Parece que este asunto de la JRP, sea cual sea, va a más.

Igual que todo lo demás, pensó Thorne.

—Así que usted actúa de comisario.

—¿Cómo?

—Solo hasta que regrese. No deberían de ser más de unas horas.

—¿Por qué yo? Por lo general no soy yo.

—Por lo general no está usted por aquí. De todas formas es lo que él ha dicho; y, además, yo personalmente creo que no le vendrá mal tener más responsabilidades.

Karim iba riéndose mientras se alejaba sin prisas, pero la mente de Thorne ya estaba en otro sitio: pensando en algo que Sharon Lilley había dicho aquella noche en el bar, cuando le contó que su comisario dio un paso atrás para dejarla llevar la investigación Tipper.

¿Había mencionado un nombre?

Dijo que la idea era «probarte los zapatos para ver si te quedan bien»: acostumbrarse a dirigir una investigación de envergadura. Pero a Thorne se le ocurrieron motivos menos altruistas por lo que un policía tal vez no deseara verse involucrado.

Si conocía en persona al principal sospechoso, por ejemplo... O si era uno de los dos responsables de convertirlo en el principal sospechoso.

Thorne fue por el pasillo hacia su despacho. Lilley dijo que no estaba segura de dónde había acabado su comisario; algo sobre que era del tipo de persona que siempre cae de pie. Mentalmente, Thorne tomó nota de intentar averiguar dónde había caído.

Al ir a entrar en el despacho estuvo a punto de chocar con Kitson, que salía.

—Hemos encontrado a Kemal —dijo—. Está en Bristol, o al menos estaba allí hace dos días.

—¿Y no estás ni siquiera un poquito decepcionada?

—¿Cómo dices?

—Sé que andabas buscando un viaje a ese pueblo de pescadores turco.

—Me conformaré con un día en Bristol —dijo Kitson—. Tiene buenas tiendas.

Estaban en el estrecho pasillo. Tras un cristal, unos carteles daban publicidad a nuevas iniciativas: medidas severas contra los fugitivos en libertad bajo fianza; una campaña para que los delitos de carácter xenófobo, racista u homófobo no se introdujeran en el deporte... Una gráfica de barras pregonaba con orgullo el aumento de hasta un ochenta y siete por ciento de la tasa de casos resueltos por número de denuncias de asesinatos en toda la Policía Metropolitana.

Si no atrapaban a Marcus Brooks, pensó Thorne, tendrían que volver a dibujar la gráfica.

—Hace dos días le pusieron una multa por estacionamiento indebido en el centro de Bristol. Un Renault matriculado a nombre de Hakan Kemal.

—¿La ha pagado ya?

—Creo que tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

—¿Y qué hay en Bristol?

—Ni idea. Algún lugar donde esconderse, supongo.

—¿Vas a hablar con la hermana otra vez?

Desde el despacho, Thorne oyó un pitido amortiguado: el tono del prepago sonando en el bolsillo de su chaqueta. El sonido de un mensaje que llegaba. Pasó por delante de Kitson con aire despreocupado y cruzó hasta la silla, intentando mantenerse atento a lo que le decía, al menos con un oído.

—... llamé antes, y me salió el contestador...

Mientras asentía con la cabeza, diciendo: «continúa», Thorne sacó el teléfono y de forma automática inclinó el cuerpo para separarse de Kitson, que lo había seguido hasta dentro sin dejar de hablar.

—Estaba pensando en charlar con los padres...

Un sobrecito parpadeaba en la pantalla. Otro número que Thorne no reconocía.

—Pero creo que deberíamos darle a Harika la oportunidad de que vuelva a llamarme primero.

Thorne tecleó MOSTRAR y luego se desplazó hacia abajo; pulsó un botón para reproducir la secuencia de vídeo.

En aquel momento, de repente, todo lo que estaban hablando y todo lo que Thorne estaba pensando se apagó en su cabeza. Kemal, el seguimiento del comisario de Sharon Lilley... Todo. Las palabras de Kitson se desvanecieron como si unas manos enormes le taparan fuerte las orejas.

Como si ella le hablara debajo del agua.

La secuencia de quince segundos acabó. Se quedó congelada. Un coche familiar plateado; un hombre que se apartaba de él.

Thorne estaba mirando una fotografía de Phil Hendricks.