Diecinueve

Thorne sabía que para la opinión pública todo era muy simple; desde luego, las víctimas de un crimen y los familiares de los muertos lo tenían clarísimo. Si la policía atrapaba a un asesino hacía un buen trabajo. Si no, la cagaba. Pero pocos comprendían o valoraban la importancia de la suerte.

Buena y mala. Pura suerte...

La mala suerte se aceptaba, pero a la buena se agarraba uno con las dos manos e intentaba no soltarse. Había desempeñado un papel principal a la hora de meter en la cárcel a Sutcliffe y a Shipman. Y cuando los radiantes jefes de policía se ponían ante las cámaras y hablaban de un «trabajo bien hecho», era más que probable que para sus adentros estuvieran dando gracias a Dios, o a lo que más se le pareciera, por el gran trozo de buena fortuna que les había tocado. Que estuvieran rezando para pedir más de lo mismo la próxima vez.

A raíz del descubrimiento del cadáver de Skinner, la oficina de prensa había facilitado un artículo para su inserción en la última edición del Standard del lunes. Era prudentemente discreto; nada de ojos enloquecidos y desorbitados, ni titulares escabrosos como «Se busca asesino de poli». Solo un par de columnas en una página interior: una fotografía de Marcus Brooks; unas cuantas líneas explicando que aquel hombre, a quien buscaba la policía en relación con una «investigación en curso», tal vez hubiera cambiado de aspecto desde que se había tomado la foto; la afirmación (eso sí, en cursiva) de que se le consideraba peligroso y no había que acercarse a él.

Las llamadas fueron llegando poco a poco durante los dos días siguientes: nombres, avistamientos; al menos dos personas que afirmaban ser Marcus Brooks... Se investigó toda la información, prestando atención especial a cualquier avistamiento registrado en la zona occidental de Londres, y de buenas a primeras llegó una llamada que se parecía mucho a una pista fiable.

Algo que agarrar con las dos manos.

Quien llamaba era guardia de seguridad del turno de noche en el London Ark: el espectacular complejo de oficinas de cobre y cristal situado en el centro de Hammersmith. Comentó que en dos ocasiones distintas, al volver a su casa del trabajo justo antes de las seis de la mañana, había visto a un individuo que tal vez fuera el hombre a quien se refería el artículo del Standard. El hombre entraba en una casa frente a la suya. Incluso se habían saludado con la cabeza la segunda vez que se vieron.

El guardia de seguridad vivía a tres calles de distancia de una de las antenas de telefonía móvil confirmadas.

La casa que identificó estaba dividida en tres pisos; mientras la vigilaban, por la fachada y por la parte de atrás, se localizó al dueño, y Andy Stone y otro policía hablaron con él en su domicilio. No tardó en averiguarse que el hombre que quizá fuera Marcus Brooks era el inquilino del piso de un dormitorio que había en la planta superior. Se había mudado hacía dos semanas; dio el nombre de Robert Georgiou y pagó el alquiler de tres meses por adelantado y en metálico. Cuando le preguntaron, el dueño le dijo a Stone que sí, que ahora que lo pensaba, su nuevo inquilino le había parecido un poco raro.

—Callado, ¿sabe? Muy serio.

Pero el hombre le dijo algo sobre que estaba separado de su mujer, así que el dueño lo atribuyó a eso y lo dejó en paz.

«Por no mencionar el dinero en metálico», pensó Thorne cuando Stone volvió para informarlo.

A las siete de la mañana tenían establecido un puesto de observación en una casa de enfrente y vigilaron el piso durante cuatro horas. Una unidad armada estaba en alerta cerca de allí. Las casas contiguas se evacuaron de la manera más rápida y discreta posible.

Al no haber ninguna señal de movimiento, y contando con información fiable de que poco antes de las seis de la mañana se había visto al hombre entrar en el edificio, la suposición de que el objetivo estaba dentro y, probablemente, dormido, se hizo oficial justo antes de mediodía.

Brigstocke consultó con su mando de distrito y luego dio orden de entrar.

Kitson se inclinó un poco más para acercarse a la doble grabadora de compactos que estaba empotrada en la pared de la sala de interrogatorios. No hacía falta, pues los micrófonos eran sumamente sensibles, pero fue un movimiento automático; como agachar la cabeza bajo las aspas de un helicóptero.

—La señorita Kemal ha vuelto a rechazar la oferta de contar con representación legal.

La joven sentada en la silla de enfrente frunció el ceño y se dio un tironcito del pelo.

—No necesito a nadie, ¿no? No estoy metida en ningún lío.

Su voz era suave, solo con un asomo de acento londinense.

—Creo que no —dijo Kitson.

—Entonces...

Se encogió de hombros.

—No son más que trámites, Harika. No hay problema.

La chica tenía veintipocos años y era estudiante de contabilidad de la North London University. Kitson reparó en lo atractiva que era; lo había visto ya en la reacción de Stone cuando fueron a recogerla al vestíbulo de la comisaría de Colindale. Era la primera vez que él la veía, porque no estuvo presente la primera vez que interrogaron a Harika Kemal, aquella noche en que apuñalaron a Deniz Sedat. De todos modos, ella no estaba entonces en su mejor momento.

Tenía los ojos verdes, con unas pestañas larguísimas, y el pelo castaño veteado con reflejos color miel. Kitson imaginaba que seguro que esos no eran los rasgos en que Stone se fijó primero.

—Tenemos que saber por qué ha llamado —dijo Kitson.

La chica no dijo nada.

—Y además dos veces —dijo Stone.

—Mire, sabemos que está asustada.

Mientras hablaba, Kitson se dio cuenta de que estaba empleando el mismo tono que usaba con sus críos cuando no querían ir al dentista o repasar para un examen.

—Lo oigo en su voz, y le juro que haremos todo lo posible por asegurarnos de que no tenga nada que temer.

—Yo no he llamado a nadie.

—Harika, usted dijo que sabía quién había matado a Deniz. Tenemos grabaciones de esas llamadas de teléfono.

—No de mí.

—He reconocido su voz.

—Comete un error.

—Podemos rastrear la llamada —dijo Stone.

Kitson vio el dilema en los ojos de la chica. Vio que quería decirle a Stone que estaba diciendo tonterías, pero que no era capaz. Había ocultado su número las dos veces pero no se atrevía a reconocerlo. En lugar de eso, bajó la vista hasta el tablero de la mesa y se puso a toquetear el borde con una uña pintada de color ciruela.

—Podemos, si no tenemos más remedio —dijo Kitson—. Es un fastidio cuando se oculta un número, y, lógicamente, querríamos que nos ahorrase esa molestia, pero podemos hacerlo.

Stone se hizo el encantador, dentro de lo que podía.

—Vamos, échenos una mano, Harika. Si sabe algo, si sabe quién fue responsable del asesinato de Deniz, ¿no le debe a él el decírnoslo?

—Es difícil, lo sé —dijo Kitson—. Pero no hay por qué asustarse. Nosotros nos encargaremos de todo.

Cuando por fin la chica alzó la mirada, sus ojos parecían enormes y estaban húmedos.

—Creí que sabía algo, pero no —se las arregló para esbozar una temblona sonrisa—. Nada más. Soy una tonta...

—Muy bien, pero, ¿por qué no deja que lo verifiquemos? —dijo Kitson—. Si está equivocada, no pasa nada, ¿no?

Harika meneó la cabeza y se metió los dedos por entre el pelo.

—Hay dos clases de personas que hacen ese tipo de llamadas —dijo Stone; de pronto su tono era más áspero—. Unas quieren ayudar de verdad. Nos cuentan lo que saben, y si investigamos y se queda en agua de borrajas, no importa, porque eso es parte del trabajo.

La chica negó con la cabeza y levantó una mano.

—Por otra parte, siempre hay unos cuantos a quienes les gusta jugar con nosotros. Nos mandan en la dirección equivocada, o dan a entender que saben cosas cuando no es así; y cuando se intenta atrapar a un asesino, eso cuesta vidas. Así que de verdad espero que no esté usted haciéndonos perder el tiempo.

La agresividad de Stone no hizo más que despertar algo parecido en la chica. Parpadeó para contener las lágrimas y le devolvió la mirada.

—Bueno, y entonces, ¿por qué no dejamos todos de perder el tiempo? No tengo obligación de estar aquí, ¿verdad?

Echó hacia atrás la silla, pero Kitson se inclinó por encima de la mesa y le cogió el brazo.

—Era más sencillo al otro lado de un teléfono —dijo—. Lo entiendo, el anonimato... Pero esto es igual de confidencial en todos los sentidos, Harika, de verdad. Si lo sabe, o incluso si cree que lo sabe, díganoslo.

Kitson la miró fijamente, intentando llegar hasta lo que había empujado a la joven a coger el teléfono.

—Denos solo un nombre...

Durante quince segundos solo se oyó el tenue zumbido del equipo de grabación y el crujido de la corta cazadora de piel de la chica al revolverse en la silla. Negó con la cabeza, siguió negando... Susurró:

—No puedo.

Se quedaron sentados otro minuto, aunque estaba claro que de momento no iban a sacar nada más de la joven. Dio la impresión de que Stone no habría tenido problema en quedarse mirando a Harika Kemal mucho tiempo más, pero Kitson tenía mejores cosas que hacer.

En cualquier parte del centro de Londres era difícil conseguir pisos baratos, aunque de todas formas Thorne comprendía por qué el dueño de este inmueble en concreto no estaba desbordado de posibles inquilinos. Por qué se había contentado con embolsarse el dinero y no hacer demasiadas preguntas.

A un tiro de piedra del paso elevado de Talgarth, la vivienda estaba situada en el extremo más sombrío de una mediocre hilera de casas adosadas. Por la parte delantera, el piso de la planta de arriba (una habitación y un aseo encajado en los aleros) daba al tejado del hospital de Charing Cross, mientras que desde la claraboya de las traseras la vista, apenas más interesante, era el verde y el gris del cementerio de Hammersmith.

—No es de extrañar que Brooks esté de mal humor —dijo Holland.

No se había reparado prácticamente en ningún gasto a la hora de crear un ambiente pésimo de verdad: tres dibujos distintos de moqueta en una sola habitación; un desastre de calentador eléctrico de dos barras montado en una pared; una taza de váter manchada de porquería, y un plato de ducha de plástico rosa que daba la impresión de hacer juego con él.

—Santo Dios.

—Lo que me sorprende es que no se haya suicidado.

—Cuando tengamos un rato, ¿volvemos para trincar al hijo de puta ladrón que ha alquilado este sitio...?

Muy despacio, Thorne fue de la cama a la cómoda. No tenía prisa, por supuesto: tenía mucho interés en no pasar nada por alto..., pero no habría ido mucho más rápido ni aunque su vida dependiera de ello. La noche antes había dormido unas tres horas. Tres horas entre quedarse sopa en el sofá con un móvil apretado contra el pecho y que lo despertara el campanilleo del otro, con noticias del avistamiento de Hammersmith.

Louise había entrado en la sala justo antes de que él se marchara, perpleja al verlo vestido del todo. Él le contó lo del cadáver que habían encontrado la noche anterior. Lo de que tenía que irse a toda prisa otra vez.

—De verdad que no estoy intentando evitarte —había dicho, riendo.

Ella no le vio la gracia.

—Nadie ha dicho que lo intentaras.

Cuando Thorne alargaba la mano para coger el tirador del cajón de arriba, lo llamaron desde el otro lado de la habitación. Un agente en prácticas cuyo nombre nunca recordaba había descubierto una fiambrera de plástico debajo de una mesa, llena de dinero. Al cogerla Thorne sintió las esquinas desgastadas a través de los finos guantes. Hojeó rápidamente el fajo de billetes y luego se la pasó al policía encargado de las pruebas. Mientras estaba allí, este fue metiendo con cuidado en una bolsa bolígrafos, papeles y un paquete de tabaco de liar que estaban sobre la rajada tapa de formica de la mesa. A Thorne le dio la impresión de que la habían tomado «prestada» de una freiduría barata.

—Hay una buena cantidad ahí —dijo el agente en prácticas—. Todos de cincuenta y de veinte, por lo que parece.

Thorne llamó a Brigstocke, que estaba en el cuarto de baño. Habían encontrado ropa esparcida por todos lados y objetos personales en una repisa encima del lavabo. Pero al ver el dinero Brigstocke asintió, como si el descubrimiento confirmara lo que él ya estaba pensando.

—Bueno: o se fue con muchísima prisa o va a volver —dijo—. Deberíamos coger lo que podamos lo más rápido posible y marcharnos. Pon vigilancia a los dos lados de la calle, por si acaso.

Una unidad de la policía científica nunca se marchaba de ningún sitio exactamente tan rápido como llegaba, pero Thorne sospechó que perdían el tiempo de todos modos.

—Sí, vale la pena intentarlo —dijo.

Volvió otra vez a la cómoda, dio un paso más y se quedó unos segundos delante de la sucia ventana. Al recordar lo que había ocurrido, lo que había sentido en el jardín de la casa de Skinner, instintivamente bajó la mirada hasta la calle y las casas de enfrente, como si a lo mejor Marcus Brooks estuviera mirándolos desde algún sitio.

El cajón se negó a abrirse con facilidad, y Thorne tuvo que arrodillarse y abrirlo a base de tirones de un par de centímetros o así cada vez. El agente en prácticas le echó una mano y soltó un resoplido al mirar y ver lo que había dentro.

—La hostia, podría abrir una tienda.

Había quizá una docena de móviles surtidos. Baterías y cargadores de repuesto. Tarjetas SIM sueltas, selladas en plástico transparente o montadas, sin usar, en tarjetas de plástico.

—No tiene nada más —dijo Thorne—. Lo que está haciendo lo es todo para él.

Con un dedo enguantado echó a un lado parte del material.

—Se pasa el tiempo reuniéndolo todo.

—Espero que no haya uno por cada mensaje que piensa mandar.

Thorne sabía que el joven agente en prácticas bromeaba, pero aun así se le cortó la respiración; hurgó entre los Nokia y los Samsung como si fueran cuchillos o pistolas. Recordó lo que Kitson había dicho en el pub.

«¿Cuánta venganza puede querer nadie?».

Alargó la mano para coger una cosa que había en la parte de atrás del cajón y sacó un manojo de papeles, atados con varias gomas elásticas. Leyó la primera página y luego, suavemente, dobló la esquina para mirar la segunda.

El agente en prácticas estaba poniendo todo su empeño en leer por encima de su hombro.

—¿Qué ha encontrado, viejas cartas de amor?

—Viejas no —dijo Thorne por fin.

Ahora sabía con certeza que Brooks no había ido a ningún sitio; que si no lo habían cogido, no habría sido por mucho tiempo. Llamó por señas al policía encargado de recoger las pruebas y le pasó las cartas.

—Quiero copias de esto lo antes posible —dijo.

—¿Que quiere qué?

Thorne repitió la petición; la primera vez sus palabras se habían perdido bajo las de Russell Brigstoke, que paseaba de acá para allá por la habitación, dando palmadas e instando a todo el mundo a que se diera prisa.

Brooks se encontraba con media docena de personas más al final de la calle, observando el ir y venir.

En cuanto vio al poli que hacía señas a los coches para que siguieran adelante, la cinta colgada entre dos farolas y el indicador de «desvío», supo que pasaba algo. Entonces aparcó unas cuantas calles más allá y volvió andando a ver lo que ocurría.

—Hay un montón —dijo el hombre que tenía al lado—. Debe de ser bastante grave.

Una mujer detrás de él se inclinó hacia delante.

—Uno me ha dicho que han visto a la pasma con ametralladoras.

Aquella mañana había vuelto al piso sobre las seis y, después de afeitarse y cambiarse, volvió a salir enseguida. No tenía sentido intentar dormir, ya lo sabía, y como tenía asuntos que hacer al otro lado del río, quiso adelantarse al tráfico.

¿Cómo lo habrían encontrado? ¿Habrían estado cerca de poner fin a todo aquello? Alzó la vista hacia el piso y se sorprendió preguntándose si Tom Thorne estaría allí dentro.

Pensó en los mensajes de texto de la noche anterior.

Perder el piso era una molestia, pero no era el fin del mundo.

Tenía gente que le buscaría un sitio donde dormir hasta que todo esto acabara. Eso no sería problema. Lo mismo con el dinero; todavía le debían muchos favores. Se compraría algo de ropa nueva, unos cuantos teléfonos nuevos, todo lo que necesitara.

Esto no iba a interrumpir nada.

Se dio la vuelta y se dirigió otra vez hacia el coche. Dejó a la mujer quejándose por no poder volver a entrar en su casa, porque tenía que preparar el té a los críos.

Claro que las cartas eran lo único que importaban de verdad. Pero solo había perdido los papeles. Tinta y pedazos de papel.

Todas las palabras estaban dentro de su cabeza.