Prólogo
Supo que eran la pasma en el mismo instante en que los vio, pero algo en su actitud, en aquella incomodidad de cumplido y en cómo sus facciones adoptaban un gesto de exagerada preocupación, le taladró un agujero hasta las mismas tripas. Le arrebató el aliento al dejarse caer en la silla donde la mujer le aconsejó que se sentara.
Reunió un poco de saliva en la seca boca y tragó. Luego se quedó mirándolos mientras los dos trataban en vano de ponerse cómodos; mientras carraspeaban y acercaban un poco más las sillas.
Los tres dieron un respingo al oírlo: el tremendo chirrido y el eco.
Era como si los hubieran soltado en la habitación contra su voluntad, como si fueran actores que hubieran llegado por casualidad a un escenario sin saber en qué obra estaban, y casi le dieron pena al verlos intercambiar miradas, mientras sentía el grito que iba cobrando fuerza en lo más hondo de su interior.
Los policías se presentaron. Primero el hombre, el más bajo, y después su colega femenina. Los dos le dijeron sus nombres de pila, como si eso sirviera de algo.
—Lo siento, Marcus, pero le traemos malas noticias.
Ni siquiera se enteró de los apellidos; la verdad es que no. Se limitó a mirarles fijamente las cabezas, a captar detalles que presintió que aún recordaría mucho después de salir de aquella habitación: un cuello de camisa sucio; el delicado mapa de venas en la nariz de un bebedor; las raíces oscuras que asomaban bajo un tinte...
—Ángela —dijo—. Es Ángela, ¿verdad?
—Lo lamento.
—Dígame.
—Ha habido un accidente.
—¿Grave...?
—Por desgracia, el coche no paró.
Y entonces, mientras observaba cómo sus bocas formaban las palabras, una idea, un solo pensamiento trivial surgió por encima del ruido de su mente como una voz lejana, apenas audible sobre el crepitar de una radio mal sintonizada.
Por eso han mandado a una mujer: porque en teoría son más sensibles. O a lo mejor porque creen que así habrá menos posibilidades de que me eche a llorar, de que me ponga histérico o algo...
—Hábleme de ese coche —dijo.
El policía asintió como si estuviera preparado para aquella petición; le agradaba más encargarse de los detalles técnicos.
—Creemos que el conductor se saltó el semáforo y no tuvo tiempo de frenar en el paso de cebra; lo más probable es que superara el límite de alcoholemia. No conseguimos una descripción demasiado útil en el momento, pero hemos obtenido una muestra de la pintura.
—¿Del cuerpo de Ángela?
El poli asintió despacio y tomó otra buena bocanada de aire.
—Encontramos el coche quemado a la mañana siguiente, a unos kilómetros de allí. Lo robarían para darse una vuelta, nada más...
Dentro de la habitación el aire era caliente y húmedo. Por el olor supo que no haría mucho que la habrían pintado. Pensó en dormir y en despertar de una pesadilla entre sábanas pegajosas.
—¿Quién está cuidando a Robbie?
Tenía la vista clavada en el policía cuando hizo la pregunta. Peter no sé qué. Vio que desviaba la mirada y sintió que algo se le desgarraba dentro del pecho.
—Lo siento —dijo la mujer—. Su hijo estaba con la señorita Georgiou en el momento del accidente. El vehículo los atropello a los dos.
—Murieron en el acto.
El policía tenía las manos apretadas fuerte; ahora aflojó el agarrón y empezó a darle vueltas a la alianza en el dedo.
—Fue instantáneo, ¿sabe?
Miró cómo el pulgar y el índice del poli se movían, temblando mientras empezaban a helársele las venas y a hacérsele añicos bajo la piel. Sintió que la sangre se le volvía negra y se reducía a polvo; que pasaba rozándole apenas los tatuajes y la piel que amarilleaba, como la sangre de alguien que llevara muerto mucho tiempo.
—Bueno... —dijo la mujer. Queriendo decir: «Gracias a Dios; y ahora, ¿salimos pitando de aquí?»
Él asintió con un gesto, queriendo decir: «Sí, y gracias, y por favor váyanse a tomar por el culo antes de que les parta la cara de un cabezazo, o de que parta la pared, o el suelo».
Mientras caminaba otra vez hacia la puerta donde esperaba el guardia, fue como si, de pronto, cada sentido marchara a tope, aguzado en un arrebato pasajero antes de que todo empezara a cenarse.
Las junturas de los ladrillos pintados se abrían como grietas, y estuvo tentado de meter los dedos dentro. Sintió el áspero roce de la tela de los tejanos en las piernas al andar, y desde el otro lado de la habitación le llegaron perfectamente los susurros de los dos policías, resonando por encima del agua que corría por los radiadores.
—¿Cuándo sale?
—Un par de semanas, creo.
—Bueno; por lo menos así no tendrá que ir al funeral con las esposas puestas.