Veinticinco
Hendricks se rio cuando Thorne se lo dijo. Una risa nerviosa tal vez, pero desde luego parecía despreocupado.
—Está intentando vacilarte, colega.
—Bueno, pues lo ha conseguido, joder.
—Ese es el objetivo desde el principio, ¿no? Intentar obtener una reacción.
Thorne no recordaba lo que le había soltado a Kitson cuando salió corriendo del despacho y llevó el teléfono de prepago al otro extremo del pasillo. Entonces fue a la escalera, inspiró una buena e inoportuna bocanada de aprensión de la moqueta nueva y marcó el móvil de Hendricks.
—¿Qué plan tienes hoy? —preguntó Thorne.
—Que me rompan la cabeza con un martillo, por lo visto.
—No bromees con esto.
—Es que es un puñetero chiste.
—Oye, lo mejor sería que te quedaras en casa. Y dile a alguien que se quede contigo...
—Tranquilízate...
Thorne estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarse, pero no era fácil. La negativa de Hendricks a asustarse no hacía sino aumentar su propia inquietud, su propio pánico.
—Me cago en diez, Phil. ¿No has visto lo que lleva ocurriendo estas dos semanas? ¿En cuántos cuerpos has trabajado?
—Moteros y polis corruptos, todos. Todos, gente a la que Brooks culpaba de la muerte de su novia. Esa es la pauta, ¿verdad?
—Y todos, gente de la que recibí fotos.
—Es una vacilada, te lo aseguro.
—Perdona, pero no eres tú quien va a tomar esa decisión.
Hendricks volvió a reír, pero a Thorne su risa le pareció un dedo que lo pinchaba en el pecho.
—Antes de que empieces a hacerte el poli «que se ciñe estrictamente a las normas», deberías recordar con quién estás hablando, colega.
—¿Y quién va a hacer tu autopsia, Phil? ¿Tienes que designar a alguien?
—Vamos, estás poniéndote ridículo.
—No, en serio —dijo Thorne—. Me interesa.
—Y en teoría soy yo la reina del drama. Dios mío...
Por encima de la estrecha barandilla, Thorne miró hacia abajo mientras oía respirar a su amigo. Así era como discutían. Ya hablaran de política o del cargo de primer ministro, Thorne era el que perdía los papeles y el que más chillaba, mientras que Hendricks se burlaba de él, displicente o sarcástico; y luego, a menudo, se quedaba furioso durante horas o incluso días.
—¿Qué tengo yo que ver con nada de esto? —dijo Hendricks al final—. Piénsalo un minuto y verás lo ridículo que es.
—Estás relacionado conmigo. A lo mejor con eso basta.
—Vamos, este tipo no mata sólo por gusto, ¿no? Lo hace para saldar cuentas pendientes.
El pánico inicial de Thorne empezó a disminuir un poco cuando entendió la lógica de lo que su amigo decía. No había un buen motivo para que Brooks quisiera que muriese Hendricks; desde luego, no el Brooks que creía estar empezando a comprender.
—Lo sé, y es probable que tengas razón, pero solo te pido que tengas cuidado. Quédate donde estás y ve la televisión o algo así. Pide que te lleven una pizza. No vas a morirte por eso.
—¿Quieres expresarlo de otro modo?
—La verdad es que no —dijo Thorne—. ¿Dónde estás? ¿En tu casa?
—No...
—Eso está bien; bueno, no te muevas.
Thorne no solo había reconocido el coche de Hendricks en la secuencia de vídeo. Lo había visto parar delante del domicilio de Hendricks.
—¿Hay alguien contigo?
—Eso no es problema —dijo Hendricks—. Tengo a una guapa y dura agente de policía para cuidarme. Bueno, en este preciso instante está en la ducha, pero no creo que piense salir a ningún lado.
Estaba en casa de Louise.
—Tiene gustos extraños con los tíos, pero creo que sabe cuidarse.
Eso Thorne no lo discutía y, además, a cada segundo que pasaba estaba más convencido de que Hendricks tenía razón, de que no había verdadero motivo para preocuparse. Aunque, teniendo en cuenta quién era probable que le hubiera facilitado la información a Brooks, no pudo evitar preguntarse si sabría también dónde vivía Louise.
Trató de quitarse aquella idea de la cabeza.
—¿Qué dice Brigstocke?
De pronto a Thorne le tocó responder una pregunta todavía más difícil.
—No lo sabe.
—Porque...
Porque soy un puñetero imbécil, pensó Thorne.
Le contó a Hendricks lo de la noche que recibió el primer texto de Brooks, en el jardín de la casa de Paul Skinner. El momento en que se dio cuenta de que en el meollo del caso había un policía que, casi con toda seguridad, ya había matado dos veces y era responsable de muchas más muertes. Cuando Thorne se dio cuenta de que no era una información que deseara compartir. Le dijo que desde entonces se había puesto en contacto con Brooks varias veces por una línea que no estaban controlando; que supo que Cowans estaba muerto antes de que se descubriese su cadáver siquiera.
Que sabía que Brooks planeaba matar otra vez.
—Vaya cara dura que tienes —dijo Hendricks, cuando Thorne terminó—. Y me echas un sermón a mí...
—Te hago una advertencia.
—Bueno, pues muchísimas gracias, me consideraré advertido.
—Esto no cambia lo que he dicho, Phil.
—¿Ah, no?
—¡No seas gilipollas! —Thorne estaba gritando ya; perdiendo los papeles de nuevo. Pero en el fondo sabía que era porque también había perdido toda autoridad—. De modo que la he cagado. No es la primera vez.
—Aunque bien podría ser la última.
—No pasará nada si tienes cuidado. ¿De acuerdo?
—¿Por qué no le preguntas sin más a tu amigo Brooks si tiene pensado liquidarme? A lo mejor eso nos evitaba un montón de jaleo.
—No funciona así.
Thorne oyó la ira en el silencio de su amigo. Imaginó una expresión que solo había visto una o dos veces y sintió un estremecimiento de alivio por no estar hablando cara a cara con él.
—Más vale que vaya a cerrar las puertas con llave —dijo Hendricks—. Como un buen chico.
—Oye, Phil... No se lo digas a Louise.
—¿Qué? ¿Que es posible que alguien esté intentando matarme? ¿O que te has hecho muy amigo de él a escondidas?
Thorne no tuvo una respuesta rápida.
—Colega: si de verdad querías jugar a ser Dios, debiste hacerte médico, joder...
Por mucho que su cara expresara lo contrario, Thorne pasó buena parte de la hora del almuerzo en el Royal Oak diciéndole a la gente que no le pasaba nada. Le costaba compartir la emoción de Kitson ante la posibilidad de localizar a Hakan Kemal en Bristol. Y también, reaccionar a la noticia de que ninguno de los de la lista de Tindall entrevistados hasta ahora había colaborado cuando les preguntaron si habían ayudado a Marcus Brooks a encontrar un lugar donde quedarse.
—Se quedan sin habla en cuanto ven una placa de identificación, esos hijos de puta —dijo Karim. Risas y abucheos cuando Stone añadió: —Ojalá funcionara con algunas mujeres que conozco. Thorne se puso a empujar por el plato su pastel de carne y puré de patatas, ya tibio, y pensó en lo que había dicho Hendricks antes de colgarle el teléfono.
En las verdades y las preguntas difíciles.
¿Había escogido ir a su estúpido aire porque era una oportunidad mejor de pillar a Brooks y, además, al policía corrupto que había desencadenado aquella carnicería? ¿Porque empezaba a poner en duda de qué lado estaba nadie? ¿O, en realidad, porque creía que su propio criterio valía más que el de todo el mundo? ¿Que una decisión repentina era más inteligente que el saber combinado de una brigada trabajadora, tan experimentada como él en todos los sentidos?
Después de todo, Dios no formaba parte de ningún grupo.
Hendricks intentaba marcarle un tanto, pero Thorne empezaba a pensar que su amigo había acertado. La suya era una de las pocas opiniones que Thorne respetaba. Y, con tristeza, llegó a la conclusión de que ese era precisamente el problema.
Aunque estos momentos de autoconocimiento resultaban deprimentes, al menos ahora se sentía más confiado en que Hendricks no se encontraba en peligro inmediato. Con todo, había experimentado una repugnante sacudida de alarma al preguntarse si el piso de Louise sería más seguro que el de Hendricks.
Teniendo en cuenta quién era probable que le hubiera facilitado la información a Brooks...
Hendricks tenía razón; casi con toda certeza era una tomadura de pelo. Pero no era Marcus Brooks el que incrementaba el tormento. Thorne decidió que haría otra visita a Long Lartin tan pronto como se presentara la oportunidad.
Al salir del bar, Kitson le puso una mano en el brazo; estaba claro que sus afirmaciones de que todo iba bien la convencían menos que a los otros.
—Tendrás un resultado —dijo—. Los dos lo conseguiremos.
Thorne pensó en la gráfica de barras que estaba frente a su despacho e hizo todo lo posible por sonreír.
—Vamos, jefe, a ti te toca motivarnos a los demás.
—¿Jefe?
—Actúas como comisario.
Thorne se puso deprisa la cazadora. Llevo días actuando, pensó.
El día era frío; el bramar del viento les dio en la cara cuando salieron al aparcamiento. Detrás de ellos sonó un claxon y, al volverse, Thorne vio un Volvo negro aparcado al lado de una hilera de contenedores de basura. Reconoció la parte de atrás de la cabeza del conductor y les dijo a Kitson y a los otros que fueran adelantándose.
El conductor del Volvo se inclinó para abrir la portezuela del copiloto, y Thorne entró con cuidado; se echó atrás en el asiento de cuero primero y luego volvió las piernas hasta meterlas antes de tirar de la portezuela.
—¿Está usted bien? —preguntó Nunn.
Thorne asintió. Lo habían operado de la espalda unos meses antes y, aunque ya no tenía dolores, seguía siendo cauteloso. Una pequeña parte de él todavía fantaseaba con intervenir la siguiente vez que los Spurs pasaran una sequía de goles, pero su lado más práctico le decía que no se levantase de la cama demasiado deprisa.
—Bonito coche —dijo Thorne.
El interior del Volvo estaba impecable; olía a nuevo.
—Creí que a usted le iban más bien los coches clásicos.
—¿Tienen a Dave Holland trabajando de incógnito?
Nunn se lo quedó mirando, sin entender. Thorne le dijo que no importaba.
Dentro del coche no hacía nada de frío, y Nunn estaba oyendo la radio. Bajó un poquito el volumen.
—¿Qué tal fue su charla con Richard Rawlings?
Thorne vio que la radio estaba sintonizada en Magic FM; una vieja canción de Petula Clark.
—¿Era a mí a quien vigilaban, o a Rawlings?
—Quizá vigilábamos el bar y tuvimos suerte —dijo Nunn—. ¿Qué quería Rawlings?
Así que Nunn sabía que Rawlings le había pedido la entrevista. Era lo más probable, pero aun así Thorne se preguntó si la JRP no estaría enterada de que se interceptaban las llamadas a su teléfono particular. A estas alturas ya no se sorprendía de nada.
—Considera que la tienen ustedes tomada con él. Quería que yo usara mi «influencia» para hacerlos aflojar el ritmo... O algo así.
—¿Qué le dijo usted?
—Que no tengo ninguna influencia.
—En eso tardó hora y media, ¿no?
—Casi todo fue él, soltando tacos.
Nunn sonrió.
—Porque en realidad no tengo ninguna influencia, ¿verdad?
—No es la palabra que emplearía yo, pero estamos trabajando en casos que, con un poco de suerte, se cruzarán en algún momento. Lo que usted haga probablemente sea fundamental.
En algún momento. El instante en que la identidad de aquel tras el que iban ambos (aunque Thorne todavía no estaba seguro de que ellos lo persiguieran por el mismo motivo) se sacara a relucir. Entonces la cosa se reduciría a poder, puro y duro, y Thorne sabía quién tenía más.
—Con todo, Rawlings es un cabroncete agresivo, ¿verdad? —Nunn chasqueó la lengua por los dientes—. No me gustaría estar cerca cuando pierde los estribos.
—Está asustado.
—No tiene sentido estar asustado si no se ha hecho nada.
—Eso son gilipolleces —dijo Thorne—. Usted sabe muy bien que ustedes están para asustar a la gente.
—Para recordárselo, quizá.
—Les dan formación especial, ¿no?
—Usted no está asustado, ¿verdad?
—Continuamente.
Nunn asintió.
—Hace bien. Tenemos un expediente de buen tamaño sobre usted, de modo que sería tonto no preocuparse un poco.
Thorne miró hacia delante. Petula se había fundido con Glen Campbell, que ahora cantaba Rhinestone Cowboy.
Tres años antes, Thorne había sido responsable indirecto de la muerte de un destacado gángster del norte de Londres. Pocos estuvieron de luto, pero Thorne sabía que algún día tendría que responder de aquello. No sabía si ese acontecimiento, u otros parecidos, estaban en un expediente de la JRP; aunque aún más lo preocupaba el porqué Nunn había decidido contarle que semejante expediente existía siquiera. Presentía que estaban haciéndole una especie de oferta, aunque también se incluía una amenaza, por si acaso.
Miró a Nunn, pero éste se había vuelto para mirar por la ventanilla a nada en particular.
Sería tonto no preocuparse un poco...
A Thorne no le gustaba Richard Rawlings, y todavía menos confiaba en él, pero se limitaba a responder con evasivas por si le sacaba a Nunn su versión. De repente le pareció que ya no tenía sentido divagar; y menos, si tenía que habérselas con un experto.
—Cuando mataron a Skinner, le pregunté a usted si se sentía decepcionado por no haber logrado trincarlo, ¿recuerda?
—«Robado» fue la palabra que utilizó —dijo Nunn—. Y le dije que sí.
Thorne se preguntó si Nunn tendría buena memoria o una grabadora. Decidió que estaba poniéndose paranoico de verdad.
—¿«Robado» por perder la oportunidad de encerrar a un poli corrupto? ¿O a dos?
—Dos siempre es mejor que uno. Siempre.
—Bueno, entonces o usted sabe quién es el otro poli y esperaba que Skinner le diera la prueba, o confiaba en que Skinner le dijera quién era su socio.
—La verdad es que no importa, ahora que está muerto.
—¿Cuál lo está?
La ventaja de jugar al póquer virtual, en particular cuando una cara revelaba tanto como la de Thorne, era que uno podía saltar de contento al ver que le habían dado ases sin que se enterara nadie que no estuviera en la habitación. Thorne miró a Nunn con la esperanza de ver algún «cante». Vio que seguía moviendo la cabeza con la canción de la radio y decidió que, probablemente, el agente de la JRP era mucho mejor jugador de póquer que él.
—Mire, los dos sabemos lo que este hombre ha hecho —dijo Thorne—. «Squire».
Aquello obtuvo una reacción. Era la primera vez que el nombre se mencionaba entre ellos.
—Los dos queremos encerrarlo, pero me parece que uno de nosotros piensa que esto es algo parecido a una competición.
—Se equivoca.
—¿Sí? Tal como va la cosa, solo averiguaremos quién es este hijo de puta cuando aparezca con el cráneo partido.
De pronto Nunn pareció asustarse.
—Eso no va a pasar.
Desde luego, parecía que sabía algo.
—¿Así que es Rawlings?
Nada.
—¿Lo sabe Rawlings?
Thorne soltó un largo suspiro, y volvió a aspirarlo fuerte cuando Nunn se dio la vuelta en el asiento para clavar la mirada en él.
—Así que uno de nosotros cree que esto es una competición —dijo Nunn—. Y calculo que solo uno de nosotros es completamente sincero. Y que suelta la parrafada como si fuera el único que juega limpio, sin guardarse nada...
Por más que se esforzó, Thorne supo que estaba ruborizándose. Si Nunn sabía que había estado comunicándose en secreto con Marcus Brooks, estaba jodido, con expediente o sin él. En ese momento se sintió tan acorralado como Rawlings afirmaba sentirse; como sabía que se sentía Brigstocke, fuera cual fuese su acusación.
—No es difícil entender por qué están ustedes tan mal vistos, cabrones.
Nunn sonrió, como si fuera una respuesta previsible en alguien que estaba a la defensiva. Como si la hubiera oído muchas veces.
—¿No cree que valga la pena hacerlo, asegurarse de que la mierda se tire por el váter?
—Pero no solo es la mierda, ¿verdad?
—No me dedico a esto porque me gusten las miradas cuando la gente se entera de para qué sección trabajas. No me encanta que me llamen esquirol o cosas muchísimo peores, ni oír cómo se detienen las conversaciones al entrar en la cantina. ¿De verdad cree que lo haría si no creyera que es importante?
En el metro, unos días antes, a Thorne le había parecido percibir cierta vulnerabilidad; algo que no acaban de ocultar el largo abrigo y la cabeza afeitada. Ahora le pareció vislumbrar otro destello de debilidad en aquella vehemencia, pero desapareció antes de que acabara de pensarlo siquiera.
—Somos muy conscientes de lo que opina la gente —dijo Nunn—. O casi toda la gente...
Ahora Neil Diamond: Beautiful Noise. Una canción que a Thorne le encantaba, a pesar de sí mismo.
—Bueno, pues si tiene la más remota pista sobre lo que pienso yo —dijo—, me encantaría oírla. Porque en este preciso instante no tengo ni puñetera idea.
Nunn se inclinó hacia delante y subió el volumen. Por lo visto, la conversación había terminado.
La canción de Neil Diamond seguía metida en su cabeza, y además le caía cada vez peor, cuando Thorne llamó a Louise a eso de las tres de la tarde. Apenas la oyó cuando descolgó.
—¿Qué diablos es eso?
Louise tuvo que alzar la voz por encima de un sonido muy agitado que sonaba de fondo.
—Un tema de thrash que se ha traído Phil.
—Vale.
Hendricks seguía allí.
Thorne oyó a Louise gritarle a Hendricks que bajara la música; segundos después oyó que el ruido se paraba del todo. Cuando Louise volvió al teléfono, casi susurraba.
—Está de un humor rarísimo, por cierto.
Así que Hendricks no le había comentado la conversación que habían mantenido antes. A lo mejor eso no estaba mal. Thorne pensó en contarle lo del mensaje y la negativa de Hendricks a tomárselo en serio, pero decidió que no. Seguro que le hacía la misma pregunta que Hendricks le había hecho sobre lo que opinaba Brigstocke, y la verdad es que no quería meterse en nada de eso. Desde luego, siempre podía decirle que actuaba como comisario, pero mantener la boca cerrada parecía un poco mejor que semejante casi-engaño. De modo que no dijo nada.
Ya había bastante gente que pensaba mal de él, tal como estaban las cosas.
—¿Qué tal va eso? —preguntó Louise, sin rodeos.
—Igual que siempre. Da igual como te sientas al principio del día: a partir del desayuno siempre va cuesta abajo.
—Debes de estar reventado —dijo ella—. Perdona...
—No pasa nada.
Oyó que alguien decía algo a gritos en segundo plano. Le contó lo del texto que Hendricks le había enviado aquella mañana.
—¿Ah, sí? Nunca dice nada.
No fue una sorpresa. Mientras Thorne volvía a contarle el mensaje de «eres el mejor», no pudo evitar pensar que tal vez fuera el último chiste que llegase de aquella dirección en algún tiempo.
—Es gracioso —dijo ella—. Inexacto pero gracioso.
Thorne se sintió aliviado al oír una sonrisa en su voz.
—¿Cuándo vienes?
—No debería de ser muy tarde. Las ocho, las ocho y media...
—Quizá podamos ir a ver esa película por fin. Los sábados suele haber sesión de noche.
—O a lo mejor los tres hacemos algo juntos —dijo Thorne—. Quizá sea más fácil pillar un DVD, sin más.
—Vale —dijo Louise, glacial otra vez.
—Tengo libre el día entero mañana.
—Sí, bueno. Está bien.
Thorne calculó que el «está bien» significaba «nada de eso»; que Louise contaba con que los dos pasaran algún tiempo solos. Pero no había olvidado del todo aquella secuencia de vídeo. Tal vez debía habérselo contado sin más, porque cuando colgó, al cabo de otro medio minuto de nada en absoluto, sabía que Louise pensaba mal de él de todas formas.
Estaba saliendo por la puerta cuando el pánico prendió en él...
Cruzar deprisa la central operativa, pensando en modos de intentar volver a congraciarse con Louise. Ponerse la cazadora y decir alegremente a aquellos a los que no vería hasta el lunes que disfrutaran del domingo de trabajo. Pasar por delante de la pizarra y echar una ojeada a las fotografías; a los cuerpos de las dos primeras víctimas, Tucker y Hodson.
Blanca carne muerta y tinta de colores.
De pronto dos ideas, dos fragmentos de conversaciones se juntaron, o más bien chocaron con estruendo en su mente e hicieron que las ruedas se pusieran a correr.
El soso chiste que Bannard había contado sobre que todos los moteros parecían iguales: todos con pelo largo y tatuajes. Y algo que Hendricks dijo en la autopsia de Tucker, aquella que habían visto juntos...
Thorne volvió a su despacho y apoyó el cuerpo en la puerta después de cerrarla. Se preguntó si no era más que agobio por llevar demasiado tiempo encerrado..., o eso esperaba, al menos. Usó el prepago para llamar al piso de Louise, luego al móvil de Hendricks.
No lo cogieron ninguno de los dos.
Durante un minuto o más se quedó allí, pensando con dificultad, respirando con dificultad..., y luego marcó otro número.