Veintiséis

Cuando colgó el teléfono, el asunto había quedado bien arreglado, pero Brooks no estaba satisfecho. No parecía correcto tener que implicar a otras personas, tener que depender de nadie. Lo suyo era que todos fueran solo de él.

Así no era como él hacía las cosas.

Se incorporó en la mullida cama de la habitación de invitados de Tindall y se miró en el espejo del tocador de enfrente.

Casi era increíble, la mierda que estaba hecho.

Como él hacía las cosas.

Santo Dios...

No se refería a cómo hacía una maleta o conducía un coche. No pensaba en estas cosas, o por lo menos en serio, no; ni siquiera en los momentos más sombríos, justo después de entrar en chirona. Pero todo lo cambiaba a uno, lo grande y lo pequeño, ¿verdad? Lo convertía a uno en otra persona. Todo lo que se veía o se pensaba, de modo que no se era la misma persona de un segundo a otro. ¿Cómo diablos iba uno a serlo? Tal vez, al final, lo bueno y lo malo lo convertían a uno en la persona que siempre tuvo que llegar a ser.

Lo de asesinar era una cosa que él hacía ahora, así de sencillo. Y le agradaba muchísimo más hacerlo solo.

En este asesinato nadie..., nadie lo obligaba a seguir el consejo ni a aceptar la oferta de ayuda; pero, dadas las circunstancias, tenía su lógica. Eso cuadraba las cosas. Y estaba claro que este cabrón lo merecía tanto como cualquier otro.

Se hizo muecas en el espejo...

No es que no pudiera trabajar con otra gente. La verdad es que había disfrutado aquel par de años en que él y Ángela «limpiaban» casas juntos; le encantó. Pero era preciso trabajar por el mismo fin, hacerlo por los mismos motivos. Entonces los dos afanaban cosas y las vendían para llevar comida a la mesa. Para pagar la ropa y las vacaciones y las cosas para Robbie. Y no hay más que hablar. Los dos tenían la misma actitud hacia el trabajo: pensaban de la misma manera cuando había que ver si valía la pena correr un riesgo, si la consecuencia merecía la pena, y eso. Tenían los mismos límites.

Nadie que se metiera en lo que él estaba haciendo sentiría igual que él. Y menos, lo que él sentía cuando bajaba el martillo. Por fuerza habría un momento, un punto, en que otra persona pensaría que ya estaba harta y lo dejaría. Él no se imaginaba lo que sería llegar a ese punto.

Nadie más sentiría tanto, o tan poco, como él.

Se echó hacia delante y bajó de la cama; luego cruzó hasta el espejo y se arrodilló, subió la cara y la acercó hasta pegarla al espejo. Joder, parecía que tenía casi cincuenta años. Como su padre aquel par de veces, en el locutorio.

«Perdona, nena», pensó. Te juro que tenía buen aspecto antes de que todo esto ocurriera; mejor que ahora, por lo menos. Incluso estuve haciendo ejercicio unos cuantos meses, vigilando lo que comía y todo eso. No quería volver a ti gordo y jodido, como Nicklin y los demás, ¿sabes?

»Todo lo cambia a uno, lo grande o lo pequeño; le cambia a uno los planes. Desde luego, yo no lo sabía cuando me dejaba las patatas a la hora de la cena y hacía circuitos en el gimnasio de Long Lartin. No pensaba que fuerais a iros a ningún lado, ¿no?

»Que yo saldría de una cárcel para entrar en otra.

—¿Señor Yashere? El inspector Thorne.

Un breve silencio.

—Le dejé un mensaje hace tres días.

—La zapatilla de deporte perdida.

—Correcto. La zapatilla que se ha marchado. ¿La tiene usted?

—No...

—Perder una prueba tan importante está provocando ciertos problemas, por no decir algo peor.

Yashere hablaba despacio, con precisión. Acento nigeriano.

—Le prometo que la encontraré —dijo Thorne—. Y entonces se la llevaré personalmente en una caja, rodeada con un enorme lazo rojo. Pero ahora mismo necesito un favor.

—Estaba a punto de irme a casa.

La Fiscalía General de la Corona tenía una pequeña oficina muy cerca, en la comisaría de Colindale, pero el servicio de guardia que funcionaba fuera del horario laboral puso a Thorne con la Unidad Penal de la Jefatura Superior de Edmonton. Allí tenían su base Anthony Yashere y sus colegas asistentes sociales, cuyo trabajo consistía en recopilar pruebas materiales, garantizar la integridad de las cadenas de custodia de pruebas y lanzar desabridos correos electrónicos y llamadas telefónicas cuando desaparecían zapatillas de deporte manchadas de sangre.

Thorne le explicó lo que necesitaba.

Yashere tomó detalles, fechas y nombres. Después le dijo que lo más seguro es que le consiguiera la transcripción del juicio en unos cuantos días.

—Demasiado lento —dijo Thorne—. Perdone.

Yashere empezó a pensar en voz alta y fue orientando a Thorne a través de los trámites mientras entraba en el sistema informático. Este proporcionaba un resumen de todos los casos que estaban en curso, pero todavía no incluía todos los juicios cuyos detalles se encontraban en otro sistema, al que había sustituido hacía tres años.

Thorne escuchó el tecleo del ordenador. Los gruñidos y suspiros de frustración.

—Estamos remontándonos mucho —dijo Yashere—. Tal vez debería preguntar a un colega que conoce el sistema mejor que yo.

A Thorne se le ocurrió una idea mejor.

—¿Quién era el fiscal? Deben de tener constancia de ese dato.

—Me parece que sí.

—¿Tiene usted su número?

Yashere salió de un sistema y entró en otro. Más tecleo, más esperar.

—Me parece que necesitará un número particular —dijo Yashere—. No hay demasiados idiotas como usted y yo que sigan trabajando a esta hora de un sábado.

Dijo que intentaría localizar a Stuart Emery y le diría que llamara a Thorne.

Thorne le dio a Yashere el número del teléfono de prepago.

—¿Puede decirle que es muy urgente? —dijo.

—Por favor, no olvide mi zapatilla de deporte perdida, inspector...

Thorne volvió a llamar al móvil de Hendricks y no obtuvo respuesta. Paseó de un lado a otro del despacho; cuando Kitson asomó la cabeza para despedirse, le dijo que la vería el lunes, y luego siguió mirando el reloj cada dos minutos.

Diez minutos después de hablar con Yashere, llamó Stuart Emery.

Brooks volvió a subir la escalera de madera sin alfombrar desde el sótano de Tindall. Allá abajo no había electricidad, y había tenido que usar una linternita de mierda que sacó de un cajón de la cocina. Una cosa de críos, con un haz de luz débil y lechosa. Se las arregló para encontrar un par de martillos metidos en una polvorienta bolsa de herramientas, entre húmedos montones de revistas y cajas de vídeos, y ahora los subía los dos para echarles un buen vistazo a la luz.

Escogió el más pequeño: un martillo de carpintero con pintura verde en el mango. Luego lo metió en una bolsa de plástico, que llevó al recibidor y dejó junto a la puerta principal.

Aún había mucho tiempo.

Volvió tranquilamente a la cocina y se arrodilló para escudriñar en el frigorífico. Al instante, la perra de Tindall salió de su cesta en el rincón y cruzó corriendo a ver lo que pasaba. Leche, cerveza, cebollas. Había unos tomates de lata en un plato, y Brooks pensó en hacerse unas tostadas para acompañarlos. Al final se decidió por el plato de salchichas guisadas, cuajadas en manteca bajo un grasiento plástico de cocina.

Llevó el plato a la mesita que estaba pegada a la pared y dejó caer media salchicha en el suelo para la perra. Fuera llovía a cántaros. Vio la lluvia rebotar en el fieltro que cubría el tejado del cobertizo.

Recordó a Ángela gritándole un domingo; había llevado a Robbie al campo a pelotear un poco, y los dos volvieron a casa empapados, haciendo botar un embarrado balón. A Robbie le hizo gracia y sacudió el pelo mojado por toda la cocina antes de que Ángela pudiera coger una toalla, y eso la enfadó más todavía. Los dos meándose de risa. Ángela gritando, mientras le quitaba a Robbie la diminuta camisa del West Ham.

La perra estaba puesta de pie sobre las patas traseras, dándole en las espinillas con la pata, así que la cogió en brazos. Le dejó lamer la grasa del plato. Le frotó la rasposa tripa e intentó estirar el recuerdo. A veces no estaba seguro de si algunos momentos se los imaginaba, nada más, pero tenía una imagen bastante clara de la cara de su hijo; Robbie sacudiendo la mojada cabeza, con las dos paletas saliéndole todavía.

A esa imagen intentaría agarrarse más tarde, cuando metiera la mano en la bolsa de plástico.

Stuart Emery se mostró enérgico, sin llegar a ser arisco, cuando le preguntó a Thorne para qué deseaba la información. Thorne intentó ser rápido y sencillo.

«Quiero que me demuestren que me equivoco», pensó.

Por segunda vez escuchó mientras, al otro extremo de un teléfono, alguien intentaba evocar la información que confirmaría o aliviaría sus peores temores.

—Tengo doce años de notas de resumen por aquí —dijo Emery.

Thorne intentó permanecer tranquilo mientras el viento lanzaba gotas de lluvia contra la ventana como si fueran tachuelas.

—La Corona contra Brooks, ¿verdad?

—Septiembre de 2000. Tribunal superior de Middlesex.

Thorne esperó, deseando que cada toque de una tecla de ordenador fuera el último.

—Menos mal que soy ordenado... —dijo Emery—. «Anal», según mi esposa.

Por el amor de Dios...

—Vamos allá... Bueno. «Comentarios de sentencias», «declaraciones de testigos», «informes forenses», «motivos para apelaciones»... Son mis notas nada más, ¿entiende?

Thorne le dijo que se parara y le pidió que retrocediera. Emery leyó y le dio un nombre. Luego otro.

Sus peores temores.

Farfulló un «gracias» y enseguida, cuando estaba a punto de colgar, volvió a acercarse el teléfono a la boca de un tirón. Necesitaba moverse rápido, pero había otra pregunta que tenía que hacer.

—¿Puede cualquiera acceder a esto? ¿Está en Internet?

—Bueno, en general, solo se trata de resoluciones especializadas —dijo Emery—. Sentencias que pasan a jurisprudencia, esa clase de cosas. Eso sí, calculo que la mayoría están en el puñetero Internet por algún lado, si uno tiene ganas de buscarlo.

Si uno tiene tiempo de buscarlo, pensó Thorne...

El pánico burbujeó dentro de él, y la ira le tensó todos los músculos, todos los pensamientos. Ira hacia Brooks; también hacia el hombre que Thorne sabía que lo incitaba a hacer aquello... Y, sobre todo, hacia sí mismo. En esta emergencia, en esta pesadilla, el procedimiento debía haber sido directo... Pero Thorne sabía de sobra que él mismo había eliminado todas las opciones fáciles.

Tecleó fuerte el número de móvil de Brigstocke.

Russell, he sido un puñetero idiota y me da igual lo que suceda cuando esto termine, pero tenemos una situación grave...

Cambió de opinión e intentó llamar a Louise una vez más.

—¿Dónde estabas? He estado llamándote.

—He salido un momento al supermercado.

—¿Está contigo Phil?

—No, se fue hace una hora más o menos. ¿Estás bien?

—He intentado llamarlo. Joder...

—Tom, ¿qué pasa?

Así que Thorne le contó lo que había descubierto: lo del mensaje que no era ni mucho menos una tomadura de pelo. Y a continuación, deprisa y corriendo, confuso y culpable, le contó todo lo demás. La prueba que se había guardado; la conversación de la que no había informado; cómo se había quedado solo, apoyándose únicamente en una intuición cada vez más agrietada y podrida.

Ni siquiera hubo un breve silencio.

—Eres un puñetero imbécil.

—¡Lo sé y ahora no tengo tiempo! —gritó Thorne—. Llámame de todo más tarde. Ahora tengo que ponerme en contacto con gente. Encontrar a Phil.

—Dices que has intentado llamarlo...

—Su teléfono no paraba de sonar, nada más. No lo lleva, o no lo oye.

—Yo sé dónde está —dijo Louise—. Hay tres o cuatro sitios en el centro, y podría ser cualquiera de ellos. Me pidió que fuera con él.

—¿Tres o cuatro?

—Algunas noches pasa por todos. Depende de a quién se encuentre.

—Santo Dios...

—Oye, yo he ido a esos sitios. Sé dónde están.

A Thorne le resultaba difícil concentrarse. Estaba mareado de pánico; mareado por las crecientes probabilidades de que nada fuera a salir como debía.

¿Y quién va a hacer tu autopsia, Phil?

—¿Tom...?

—Debería llamar a Brigstocke. Contárselo todo.

—Espera —la voz de Louise era tranquila; de repente se había vuelto de acero—. No tienes por qué llamar a nadie.

—Tenemos que mandar policías allí.

—¿Tienes ganas de joderte la carrera?

—Ahora eso no me parece muy importante.

—Lo haremos nosotros.

Thorne se apoyó en la mesa; por un instante pensó que a lo mejor vomitaba. Sentía pinchazos de sudor por los hombros, en la base de la espalda. Se sentía sanguinario, indefenso.

—¿Cómo?

—¿De quién te fías? —preguntó Louise.

—No sé. Holland... Kitson...

—Llévate a Holland.

Thorne sintió la necesidad de discutir, pero no dijo nada. Louise ya le había dado órdenes, cuando trabajaron juntos. Se le daba mejor que a él.

—Bueno.

Ella le dijo que se mantuviera tranquilo y escuchara; le dio la dirección de dos discotecas gays del West End.

—Tú y Holland, id a esas. Yo reuniré a un par de chicos míos y cogeremos las otras dos. Lo harán por mí si les digo que es importante. Sin hacer preguntas.

—Es sábado por la noche.

—Hay mucha gente en que confío, ¿vale?

Thorne colgó y voló por el pasillo. Encontró a Holland en su mesa, con la nariz metida un ejemplar de Auto Trader.

—¿Te acuerdas de lo que dije sobre meterte en líos?

Holland echó una ojeada a la cara de Thorne y se puso de pie, Thorne empezó a hablar, dando explicaciones y disculpándose, mientras que prácticamente arrastraba a Holland hacia la salida; lo puso al día como pudo mientras bajaban los escalones de dos en dos y, tras empujar con estruendo las puertas, salieron a la lluvia.