Catorce

Siempre le asombraba cómo la muerte atraía público. Aunque desde luego para Thorne suponía menos novedad que para la mayoría, aquella fascinación seguía pareciéndole rara. Y además, en realidad, no es que nadie viera nada. Los hombres de los trajes brillantes como los de la tele no salían de pronto dando una carrerilla y cruzaban con el cadáver. No echaban hacia atrás la sábana e invitaban a todos a que dieran una buena ojeada, o, si no, a que hicieran unas cuantas fotos rápidas para amigos y vecinos.

Y sin embargo, allí estaban.

Mientras los de las calles adyacentes de Stoke Newington preparaban uniformes escolares, planchaban camisas para la mañana siguiente o se limitaban a beber té y deprimirse mientras el domingo perdía gas, unos cuantos afortunados estaban en el exterior, montándose su propia distracción. Thorne se abrió paso a empujones entre ellos, y el grupo de mirones se deshizo solo durante un instante; uno o dos intercambiaron retazos de conjeturas en un susurro a medida que volvían a reunirse; mientras tanto, un cabreado policía de uniforme alzó la cinta para que Thorne pasara por debajo.

—¿No deberían estar en sus casas viendo «Antiques Roadshow»? —preguntó el poli.

Thorne siguió hacia la casa y, a sus espaldas, oyó que un niño preguntaba si era el hombre que había venido a cortar el muerto...

Dentro había una concurrencia igual de nutrida, y también en la parte trasera de la casa. En el interior era como si hubiera por lo menos dos grupos de la Policía Cientí fica cubriendo el lugar; los investigadores pasaban rozándose por el estrecho pasillo que iba entre la cocina y la sala de estar, donde se había encontrado el cuerpo de Paul Skinner. En los primeros minutos Thorne habló con tres fotógrafos y operadores de vídeo distintos y, al acercarse al cuerpo, casi esperó ver a Phil Hendricks enfrentándose con forenses rivales para conseguir una posición destacada.

Hendricks levantó la mirada del dictáfono.

—Cabeza partida, supongo con un martillo, más o menos igual que la primera víctima. Muerto al menos veinticuatro horas. Y tienes que llamar a tu novia.

—¿Sigue la cosa chunga?

Hendricks se inclinó a un lado y señaló a lo que quedaba de la cabeza de Skinner.

—¿A ti qué te parece?

—Me parto de risa —dijo Thorne, impertérrito.

Satisfecho consigo mismo, Hendricks dejó ver una amplia sonrisa.

—Vale, probablemente esté más contenta que nuestro amigo del martillo; claro que, por otra parte, se ha puesto fina de helado. No soy un experto, desde luego, pero, ¿no es eso una señal reveladora muy importante?

—La llamaré más tarde, si tengo oportunidad...

Thorne avanzó hacia la parte trasera de la casa y cruzó por unas puertas deslizantes que daban al patio: una pequeña zona enlosada con una mesa redonda, una sombrilla y sillas; un tendedero giratorio; una mugrienta barbacoa con ruedas.

Apenas había sitio para moverse.

El patio estaba hasta los topes con el exceso de población procedente de la escena del crimen y más todavía: los de la ambulancia y el personal del anatómico forense, esperando hasta que se les necesitara; un «examinador de la escena del crimen» o dos recobrando el aliento, o usándolo para fumar un rápido pitillo; una mujer repartiendo té y café, que sacaba de unos termos de tamaño hostelero...

Aunque la mayoría eran del Cuerpo.

Unos cuantos de uniforme, pero casi todos con lo que llevaban puesto cuando llegó la llamada: el traje de los domingos uno o dos; tejanos y chaquetas de rapero; corbata negra el desgraciado al que habían sacado a rastras de una cena benéfica... Esperaban allí, de pie, hablando, murmurando unos con otros en incómodos grupos de dos y tres. Como invitados en una barbacoa poco convencional.

El grupo de Thorne estaba entero allí, desde luego, y vio a varios policías de otros grupos pertenecientes a la misma unidad. También reconoció al sargento Richard Rawlings con un grupo que supuso sería de Albany Street. Nunn estaba con un par de policías a quienes parecía conocer bien. Y no faltaban la plana mayor: Trevord Jesmond era uno de los dos comisarios jefes; estaba haciendo la ronda y hacía todo lo posible por sonreír cuando su mirada se cruzaba con la del mando de distrito.

Thorne no había visto nunca más pasma en un lugar del crimen.

En particular si se incluía al muerto.

Por fin, Thorne se las arregló para agarrar a Russell Brigstoke y conducirlo hacia una esquina del patio. La luz procedente de un par de faroles sujetos a la pared trasera hacía que la cara del comisario pareciera incluso más pálida de lo que estaba antes.

—Skinner te dijo que no quería protección, ¿verdad? —dijo Brigstocke—. Según Holland, insistió en ello.

—No estaba demasiado entusiasmado con la idea, no —dijo Thorne.

Con tantos expertos por allí, no lo sorprendió que ya hubiera empezado el proceso de cubrirse el culo.

—Bueno. Y, bien mirado, incluso pusimos bastante rápido a los policías de protección.

—A mí no tienes que convencerme, Russell —La esposa está poniendo el grito en el cielo y diciendo que deberíamos haber hecho más, pero me parece que hemos hecho todo lo posible.

Un policía de uniforme les llevó té en tazas desechables.

El cuerpo de Skinner lo habían descubierto los mismos hombres colocados en el exterior de la casa, tanto en la parte delantera como en la trasera, para protegerlo. Alarmada al no localizar a su marido por teléfono, Anne Skinner llamó a un colega de Albany Street. Él habló con alguien de Homicidios y, al cabo de unas cuantas llamadas, los policías de protección estaban echando abajo a patadas la puerta principal.

—Brooks debió de meterse en algún momento entre vuestra visita y cuando se puso el grupo de vigilancia, a media tarde.

—Tal vez estaba vigilando la casa —dijo Thorne.

Brigstocke señaló con la cabeza hacia la zona acordonada que rodeaba la puerta trasera.

—Era bastante fácil entrar —dijo—. Rompió una ventana y se metió dentro.

Dio la impresión de que quisiera escupir algo amargo.

—Uno piensa que un puñetero poli tendría más juicio.

—¿Huellas?

—Muchas, por lo visto.

Se bebieron el té, y Brigstocke puso a Thorne al corriente de otros cuantos detalles desagradables. Al mirar a su alrededor mientras hablaban, más de una vez Thorne sorprendió a Rawlings mirando hacia él; y también, a Nunn señalándoselo a un colega antes de volverse a murmurar algo.

Cuando Jesmond llamó a Brigstocke con una ligerísima inclinación de cabeza, este se dirigió hacia la casa despacio, como el que va a la consulta del oncólogo.

Poco después Thorne dio con Hendricks cuando el forense salió a tomar café.

—Tu hombre está en racha —dijo Hendricks—. Esto hace tres cadáveres en una semana. Está pagándome las vacaciones.

Thorne miró hacia la puerta trasera y habló, para sí mismo tanto como para su amigo:

—No han encontrado el arma homicida.

—¿Cómo?

—Esta vez se la ha llevado.

—Entonces está teniendo cuidado.

—Ha dejado huellas en cada lugar del crimen, ha dejado el arma todas las veces... Joder, es un poco tarde para empezar a tener cuidado, ¿no?

—A juzgar por la fuerza que ha empleado en la cabeza de ese desgraciado, no piensa de forma racional, que digamos.

—Es frío. Eso fue lo que dijiste.

Hendricks se encogió de hombros.

—Tal vez debería atenerme a lo que pasa dentro de los muertos.

Thorne soltó una larga y lenta respiración. Miró cómo el aliento subía perezosamente hasta fundirse con la niebla azul-grisácea de humo de cigarrillo que se había formado por encima del patio. Luego observó que había varias tazas vacías tiradas en los estrechos arriates que lo bordeaban; otro motivo de queja para la viuda.

—Probablemente tienes razón —dijo, por fin.

—¿En qué piensas?

—No quieras saberlo.

—Como quieras.

—No estoy seguro ni de si quiero saberlo yo...

Por encima del hombro de Hendricks, Thorne vio que Rawlings pasaba por delante de algunas personas y avanzaba con expresión adusta en dirección a ellos. Volvió a mirar a Hendricks.

—Esto promete ser divertido.

Hendricks vio lo que se avecinaba y se apartó, fascinado de pronto por un cortacésped eléctrico que estaba apoyado en la valla.

—Rawlings...

Al alargar la mano Thorne se preparó para encontrar cierta hostilidad, pero vio que el amigo de Skinner estaba conteniendo las lágrimas tanto como las ganas de darle un puñetazo a alguien.

—No sé decidir —dijo Rawlings—. No sé si preferiría que me dieran diez minutos solo en una sala de interrogatorios con el hijo de puta que ha hecho esto, o quince con el hijo de puta que organizó la puta protección.

—Esa es difícil.

—Está bien, sé que no era decisión de usted —se volvió y clavó la mirada, enfurecido, en la esquina donde Trevord Jesmond y el mando de un distrito estaban enfrascados en la conversación—. Los cabronazos de las estrellas nos dicen a la gente como nosotros lo que tenemos que hacer, ¿verdad?

Thorne no dijo nada.

—Lo conocía desde hace diez años, joder. O más. Solo trabajamos juntos un par de meses, pero hicimos muy buenas migas de verdad, ¿sabe? No sé si fue el fútbol o qué, pero congeniábamos.

—¿Dónde fue eso?

—¿Qué?

—Donde usted y Paul trabajaron juntos.

—Brigada móvil, a finales de los noventa. Precisamente yo cambiaba de destino, y él iba haciéndose un hueco. Joder, parece que haga una vida ya...

Thorne asintió con expresión comprensiva; esperó mientras Rawlings volvía a mirar hacia la casa otra vez, mientras murmuraba «hijos de puta» y le daba una patada a la membrana aislante del suelo. No pudo evitar pensar que Rawlings decía demasiados tacos, y se preguntó si a lo mejor era uno de esos polis igual de desmesurados cuando se trataba de los sentimientos: de mostrarlos en momentos como aquél. La cólera justificada a la muerte de un camarada caído; un estupendo compañero, un buen poli; «dejadme que le eche mano al cabrón...». Todas aquellas chorradas.

Recordó cuando había visto a Rawlings entrar tan tranquilo en casa de Skinner, treinta y seis horas antes, y el cordial recibimiento de la esposa. Entonces, durante un momento o dos, por la malvada y desconfiada cabeza de Thorne pasó que Rawlings y su amigo no sólo tenían en común al Millwall FC.

—¿Qué ocurrió ayer por la mañana? —preguntó Thorne—. ¿Después de que los viéramos a ustedes?

—¿Cómo dice?

—¿Se quedó usted mucho tiempo?

Rawlings tardó un segundo, luego sonrió con tristeza.

—Paul no daba pie con bola: estaba hecho un verdadero manojo de nervios, coño. Intentando convencer a Annie para que cogiera a los niños y se largara la casa de su madre. Ella empezó a armar un follón, y Paul gritaba como un descosido, así que pensé que más valía esfumarse. No debí de quedarme más de media hora o cuarenta y cinco minutos después de que ustedes se marcharan. Me dijo que me daría un toque luego, después del partido. Hablábamos del partido por teléfono si no lo veíamos juntos, ¿sabe? Pero no me llamó...

Thorne asintió. Él y su padre hacían lo mismo hasta que el Alzheimer se agravó demasiado. Antes de que las formalidades se fueran al traste, y el viejo empezara a decir casi tantos tacos como Richard Rawlings.

—¿Así que usted sí fue? —preguntó Thorne; Rawlings parpadeó, sin comprender—. ¿Al partido?

Rawlings meneó la cabeza.

—Al final lo escuché por la radio. El maldito Doncaster empató en el puto último minuto...

El público de la parte delantera se había dispersado para cuando sacaron el cuerpo, justo antes de las diez y media. El mando de distrito y los comisarios eran la viva imagen de la solemne indignación, en tanto que Nunn y sus compinches de la JRP ponían la mala cara adecuada aunque sabían bastante más que la mayoría sobre Paul Skinner. Rawlings se quedó con la cabeza gacha y los puños apretados. Un par de los chicos con gorras de béisbol de la Policía Metropolitana se las quitaron al pasar la camilla por delante.

Cuando la furgoneta del anatómico forense se puso en camino, Thorne aprovechó su última oportunidad de hablar con Hendricks, que al instante le preguntó si había hablado ya con Louise. Thorne reconoció que no y se abstuvo de añadir que, probablemente, era mejor para los dos que no hablaran hasta el día siguiente.

—No se debe ir a dormir peleado —dijo Hendricks.

—También podría ella llamarme a mí...

Brigstocke se acercó a ellos a paso vivo por el sendero, y cuando su mirada se encontró con la de Thorne tenía una expresión que indicaba «privado». Thorne pasó el mensaje a Hendricks, que con mucho gusto los dejó solos. Dijo que llamaría a media mañana con los resultados de la autopsia e intentaría proporcionarle al grupo una hora de la muerte más precisa.

—Estaba muerto cuando acabó el partido —dijo Thorne—. Si sirve de algo.

Brigstocke vio cómo Hendricks se apartaba y luego se acercó más a Thorne.

—Han autorizado la escucha en directo.

No era una frase que Thorne hubiera oído con frecuencia, pero sabía lo que significaba: que era una medida grave.

—¿Quién es el sujeto?

Brigstocke clavó la vista en él como si fuera una pregunta idiota, y al cabo de un segundo de hacerla, Thorne se dio cuenta de que sí que lo era.

—Yo. ¿Cierto?

Desde la Ley de Reglamentación de Fuerzas Investigadoras, el proceso de recopilar información había cambiado de forma tan drástica como todo lo demás. La LRFI establecía rigurosas directrices sobre cosas tales como captación ilegal y control de transmisión, con duros castigos para quienes las incumplieran. Thorne sabía muy bien que, cuando se juzgaba necesario (por ejemplo, cuando había «inminente peligro para la vida»), aquellas cosas pasaban. Pero el público en general, y en realidad la mayoría de los policías, seguían sin ser conscientes de la unidad de apoyo técnico encubierta que estaba de guardia en cada sección de la Policía Metropolitana; que instalaba micrófonos ocultos y luego escuchaba. Esa unidad que reunía información absolutamente inadmisible como prueba, pero que se entregaba a quienes trabajaban en el caso para que la empleasen como creyeran conveniente.

Una unidad, como un puñado de otras más, que existía pero no existía.

Thorne no era un sospechoso, y además había algo clave: daría su consentimiento a semejante «vigilancia molesta». Pero con eso también se comprometía la intimidad de otros, cuyo consentimiento no se solicitaría, y Brigstocke se esforzó al máximo por señalar que, por esa razón, la operación sería sumamente confidencial. Le dijo a Thorne que solo el mencionarla a alguien fuera de la estructura de mando superior tendría como resultado la cárcel.

—¿Estás de acuerdo?

—Sí, supongo.

La idea de la cárcel bastaba para preocupar a cualquiera, pero Thorne sentía la misma preocupación al pensar en que su vida, los detalles de su vida, su normalidad, se convertirían en un aspecto rutinario de la jornada laboral de otra persona. Se estremeció al imaginarse a unos polis sudorosos con auriculares, meándose de risa cuando Louise lo llamaba chiflado.

No era mucho mejor que el que alguien te registrara la basura.

—¿De qué hablamos? —preguntó.

—Los teléfonos de casa y del trabajo, y además el móvil —dijo Brigstocke—. ¿Tienes aún ese prepago?

—Sí, pero acabo de comprármelo, ¿no? No hay forma de que Nicklin le haya dado el número a Brooks.

Brigstocke asintió.

—Bueno, está bien. Al menos tendrás algo de intimidad. Mirarán el correo electrónico también, por supuesto. E interceptarán el correo.

—¿Pero es que no puedo ni abrir mi propio correo, joder?

—Me parece que no.

Thorne abrió más los ojos en un gesto de sarcasmo.

—Prometo que comunicaré todo lo que venga del asesino. Todo lo que no sea una última petición o un menú de pizzería.

—No funciona así, Tom.

Thorne suspiró y meneó la cabeza.

—Vale.

—Tenemos que arreglar esto —dijo Brigstocke; miró hacia el pelotón de policías y más allá, a la casa del que iba camino del anatómico forense—. Las cosas se han puesto muy serias ya, joder...

Más tarde, Thorne reflexionaría sobre la perfecta sincronía de aquel momento, y se preguntaría si acaso Marcus Brooks no habría estado mirándolos. Mirando desde la ventana de una casa próxima.

El tono sonó en el bolsillo de su cazadora justo cuando Brigstocke estaba fuera del alcance del oído. Creyó que el mensaje tal vez fuese de Louise. Al comprobar que no y ver aparecer el número sin identificar, se desplazó deprisa por la pantalla; se preguntó de quién sería la foto que iba a mirar esta vez.

No había ninguna fotografía. Sólo un sencillo mensaje de texto: Estaba muerto cuando llegué.

Brooks. Diciéndole a Thorne lo mismo que le había dicho a Sharon Lilley hacía todos aquellos años.

Sin esperar nada, Thorne marcó el número de donde procedía el mensaje. Se puso tenso cuando sonó y estuvo a punto de soltar un grito cuando descolgaron.

—¿Marcus...?

Sólo se oyó una levísima respiración y el sonido de tráfico lejano durante unos segundos antes de que se interrumpiera la comunicación. Mientras Thorne volvía a meterse el teléfono en el bolsillo, se volvió a mirar la casa y de pronto comprendió una cosa.

Estaba muerto cuando llegué.

Brooks no hablaba del asesinato por el que lo detuvieron en el año 2000. Se refería a aquél. El mensaje hablaba de Skinner.

Más tarde, después de que se realizaran detenciones y se enterraran cadáveres, y después de que la cerveza barata avivara la pena, Thorne sería incapaz de recordar exactamente por qué hizo lo que hizo a continuación.

No fue por nada en concreto...

Estupidez, instinto, cierta tendencia a la autodestrucción..., o porque aquellos cabrones no iban a dejarlo abrir sus propias cartas. Fuera cual fuese el motivo, Thorne observó a Nunn, Rawlings, Brigstocke y los demás, yendo despacio hacia sus coches, y ya no estuvo seguro de confiar en nadie. El poli que, junto con Paul Skinner, engañó a Marcus Brooks para que le achacaran un asesinato que tal vez cometiera él mismo, había salido impune de mucho durante mucho tiempo. Estaba claro que era muy hábil cuando se trataba de borrar las huellas.

Al menos Thorne tenía que considerar la posibilidad de que aquel hombre estuviera más cerca de lo que pensaba.

Ahora había largas miradas al borde de la calzada; inclinaciones de cabeza intercambiadas entre la tropa. Se hacían promesas y se daban un montón de belicosas palmadas en la espalda. Aquella gente compartía la espantosa pérdida por igual, y los unía la decisión de pillar a quienquiera que hubiese asesinado a uno de los suyos. La muerte de un poli parecía contar mucho, en términos relativos. Al menos en apariencia, daba la impresión de que significaba más que la de un motero, o la de una joven madre y su hijo. ¿De verdad era peor el sufrimiento de la familia de Paul Skinner que el de la familia de Ray Tucker o la de Ricky Hodson? ¿O que la de Marcus Brooks?

Si la muerte de un poli era tan importante, atrapar a un poli que también era un asesino debería tener la misma relevancia, ¿no?

Thorne los miró, enardecidos y animadísimos. Y supo que, allí donde estaba en aquel momento, no era uno de ellos.

Fue entonces cuando tomó la decisión.

Sabía que no tenía mucho tiempo: Brooks bien podría estar tirando la tarjeta SIM en aquel preciso instante. Probablemente ya lo había hecho. Para bien, pensó Thorne. De todos modos era una idea descabellada, joder...

Y, además, no podía usar su móvil de siempre; iban a controlarlo. Y el nuevo, el que era seguro, estaba allá en su piso...

Hendricks estaba subiendo a su viejo y plateado Renault familiar, cuando Thorne casi lo sacó a la acera de un tirón.

—Tienes que prestarme el móvil.

—¿Cómo?

Thorne chasqueó los dedos y contuvo las ganas de meter la mano en los bolsillos de Hendricks para buscarlo.

—Dámelo, Phil...

Se apartó rápido calle arriba, buscando por el menú del teléfono mientras andaba. La mano le tembló un poco mientras tecleaba el texto, luego los once números del número de teléfono sin controlar de su prepago. Entonces se apoyó en un murete e introdujo el número desde el que Brooks lo había llamado.

Pulsó «ENVIAR» y esperó. Miró el dibujo de un sobre cruzando la pantalla y aparecieron las palabras: Mensaje enviado.

Casi sin aliento, Thorne pulsó bruscamente el teclado numérico y una vez más marcó el número.

La línea estaba cortada.