Diecisiete
Aparte de un par de multas por robar en tiendas y una suspensión condicional de la condena por posesión de droga de categoría A, una rápida ojeada a la Base Informática Nacional de la Policía había revelado el hecho, bastante más sorprendente, de que la «parienta» de Martin Cowans era en realidad una fina niña pija llamada Philippa. Que se había criado en Guilford y se había educado en colegios privados.
—¿Cómo coño voy a saber dónde está?
De pie en el umbral de la casa pareada de Martin Cowans, Thorne no pudo evitar admirar el grado en que aquella joven que gritaba se había reinventado a sí misma. No había ni rastro de nada mínimamente refinado; ni la más remota señal de un acento «o sea, te lo juro, superideal».
—¿Y por qué iba a decírselo a ustedes? ¿Ni aunque lo supiera, leche?
Thorne se preguntó si sus padres habrían conocido al posible yerno. Le pareció ver dos mandíbulas que se desplomaban y la precipitada redacción de nuevos testamentos.
—¿Lo ha llamado al móvil? —preguntó Holland.
La novia de Bolsa de basura casi sonrió, pero se contuvo a tiempo. Se quitó el cigarrillo de la boca y, por delante del hombro de Holland, lo tiró al sendero.
—Llámenlo ustedes con los cojones —dijo; se ciñó la bata por encima de la camiseta negra—. Yo me vuelvo a la cama.
—Gracias por su ayuda, Pippa —dijo Thorne.
Ella abrió mucho los ojos, furiosa, y tardó sólo un segundo en cerrar de un portazo.
Holland dejó pasar un instante antes de carraspear.
—¿Tenemos el número del móvil?
Thorne se encogió de hombros.
—No lo he visto incluido en ningún listado. No nos dio una tarjeta de visita, ¿verdad?
—Quizá tu colega de G&O lo tenga.
De todos modos, Thorne le debía a Keith Bannard una llamada. Sacó el número mientras caminaban de vuelta hacia el coche patrulla que estaba aparcado frente a la casa. Cuando saltó el buzón de voz de Bannard, dejó un mensaje.
Después de pasar doce horas en el asiento delantero de un Ford Focus, el policía uniformado que vigilaba estuvo un pelín arisco cuando Thorne y Holland llegaron. Ahora parecía más jovial; se notaba que había disfrutado al ver que les daban con la puerta principal de Cowans en las narices.
—Bruja estúpida... —dijo—. Probablemente solo esté cabreada porque él no ha vuelto a casa en toda la noche.
Thorne sintió que una burbuja de pánico subía y le estallaba dentro del estómago.
—¿Cuándo lo ha visto usted por última vez?
—Ya había salido cuando vine anoche. Claro que tampoco vuelve a casa muchas veces. Se queda a sobar por ahí en casas de otros moteros, decía uno de los chicos. Holland miró a Thorne.
—Tenemos gente vigilando en todas las direcciones conocidas de miembros de los Black Dogs. No debe de ser muy difícil dar con él.
El policía del coche mostró una amplia sonrisa y echó el periódico en el asiento trasero.
—Calculo que tendrá un par de mujeres más en danza y todo.
—Qué potra tiene el cabrón —dijo Holland.
Al pensar en la secuencia de vídeo que había visto unas horas antes, Thorne se preguntó a cuántas de esas mujeres tendría que pagar Martin Cowans.
Kitson llevó el cassette a su despacho y cerró la puerta. Había escuchado la tanda de llamadas más reciente en la central operativa, inclinándose sobre el altavoz para oír por encima de la cháchara; luego pulsó los botones, le dio a REBOBINAR y volvió a escuchar una llamada en concreto.
Una que era emocionante y desconcertante a partes iguales.
Ya en su despacho, volvió a pasar la cinta al tiempo que seguía con detenimiento la transcripción de la llamada mientras escuchaba. No duraba más de veinte segundos. Luego salió de nuevo, se agenció los auriculares del iPod de Andy Stone, volvió a entrar y escuchó una vez más para asegurarse.
La voz le sonó enseguida, y no porque la oyera cuando la mujer había llamado la vez anterior. En aquella ocasión era evidente que llamaba desde un móvil en la calle, y el ruido del tráfico casi ahogaba la voz. Las palabras sonaban apagadas: vacilantes y entrecortadas por los nervios.
En cambio esta vez solo era el sonido de su voz. Esta vez la mujer había sido más valiente. Más clara.
—Sé quién mató a Deniz.
Y además Kitson reconoció la voz. La mujer todavía no era lo bastante valiente para mencionar un nombre, y Kitson tampoco estaba segura de que dijera la verdad. Pero sabía con certeza quién llamaba.
Desde la casa de Cowans subieron en coche hasta la avenida principal y luego fueron hacia el este por el Broadway. El tráfico atravesaba despacio los ochocientos metros densamente poblados de tiendas y mercados asiáticos (el Punjabi Bazaar, Rita's Sarnosa Centre, la Sikh Bridal Gallery), hasta que se metieron por una pequeña calle que discurría al lado del canal y aparcaron justo debajo del puente.
Thorne salió y volvió sobre sus pasos para apoyarse en un murete que quedaba a unos tres metros y medio por encima del agua. A su derecha vio alambre de cuchillas enrollado en la parte de arriba de una valla que separaba el camino de sirga de un enorme almacén de B&Q; este tenía las ventanas mates, y en el revestimiento exterior metálico de color rojo había manchas marrones de mugre y herrumbre.
Holland se sacó del bolsillo un paquete de diez Marlboro Lights. Empujó el envoltorio con una uña durante unos segundos y luego volvió a guardarlo.
—¿Qué hacemos aquí?
Era una pregunta perfectamente razonable, y Thorne solo pudo eludirla.
—¿Preferirías estar allí en la oficina, rellenando esos formularios?
Salpicadas por el borde del agua negra, cada seis metros o así, había rebosantes bolsas de basura colgando de unos postes. En los terraplenes de las orillas había latas y botellas de plástico por todas partes, pero Thorne se sorprendió al ver dos docenas de cisnes reunidos como para una cita. La mayoría eran blancos del todo, aunque varios tenían los picos y las plumas más oscuros, en apariencia cubiertos de polvo. Alrededor, la hierba estaba llena de pequeñas plumas blancas.
Era el tipo de sorpresa que le gustaba a Thorne. Que Londres brindaba de vez en cuando.
—Uno de ésos me atacó cuando era un crío —dijo Holland—. Cabrones agresivos...
Thorne caminó un poco siguiendo la tapia hacia el almacén. Por el lado del canal de los enormes contenedores metálicos de escombros y las pilas de palés de madera, un sendero bajaba hasta un pequeño descampado accesible. Seis metros más adelante los matorrales se convertían en el aparcamiento de un achaparrado pub gris; un letrero bajo la bandera de san Jorge anunciaba «Comida y Fútbol de Primera División en Directo».
Volvió a pasar el vídeo en su cabeza.
Allí, o en algún sitio muy parecido, era donde Brooks se había escondido a filmar el sórdido encuentro de Martin Cowans. ¿Los habría seguido? Quizá Brooks le tendió una trampa a Cowans con antelación y pagó él mismo a la fulana. Thorne trató de recordar la borrosa imagen del hombre con la mujer arrodillada delante; trató de imaginar las siluetas de los edificios apenas visibles que se recortaban en el negro cielo, detrás de ellos. Miró a su alrededor con la vana esperanza de ver algo que le resultara familiar.
—¿Buscamos algo? —preguntó Holland.
Thorne solo vio un gasómetro lejano y, debajo de ellos, saliendo de una casa que había en el terraplén, a una mujer asiática que blandía un palo para echar del jardín a unas palomas.
No estaba seguro de lo que haría si hubiera reconocido algo.
—¿Qué es eso? —preguntó Holland, señalando con el dedo.
Thorne miró hacia abajo y en el agua vio algo del tamaño de una pelota de fútbol y casi redondo. Se movía contra el negro tabique de ladrillos y reflejaba la luz.
—Es un coco —dijo—. Envuelto en plástico.
—¿Cómo dices?
—Algunos de los hindúes de por aquí los echan durante las fiestas religiosas como ofrenda. Es lo más parecido que tienen a un río sagrado.
—¿El Grand Union Canal?
—Bueno, en teoría los cocos han de flotar todo el camino hasta salir al mar. A lo mejor un día logran entrar en el Ganges.
—Eso es ridículo, joder. Con suerte, se quedarán en Southend.
—Sólo es un gesto, Dave.
Holland meneó la cabeza y siguió mirando.
—¿Existe la posibilidad de que pase?
—No hay nada malo en ser optimista —dijo Thorne.
En particular cuando, más o menos, eso era lo único que te quedaba...
Tras deambular unos minutos por la calle principal, resistieron la tentación de la comida del pub y en su lugar optaron por almorzar en un Burger King. Thorne sintió una punzada de culpabilidad muchísimo más fácil de manejar cuando llevaron a una mesa cerca de la ventana los whoppers, patatas fritas y aros de cebolla, y se los comieron con apetito.
—¿Sophie sigue controlándote por si hueles a tabaco? —preguntó Thorne.
Holland asintió con un gruñido a través de un bocado de comida, pero Thorne vio cierto recelo en sus ojos al oír mencionar el nombre de su novia. Nunca había sido la mayor admiradora de Thorne. Este no recordaba haberse enfadado nunca con ella, ni siquiera la había visto muchas veces, pero a ella le parecía la clase de poli en que no quería que Holland se convirtiese. Con independencia de lo que pensara de él, Thorne tenía claro que aquella mujer solo quería lo mejor para Holland... Y que, además, era bastante buena psicóloga.
—Apuesto a que la pequeñina le da que hacer.
—Chloe ya tiene tres años —dijo Holland.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Por su expresión, Holland no tenía ni la más remota idea. Fue a los servicios y a la vuelta se detuvo en el mostrador y llevó té para los dos.
—Dios, ya mismo estarás pensando en colegios.
—Ya he empezado, colega.
—¿Hay algún sitio decente cerca de tu casa?
—Sophie quiere irse de Londres.
Holland bajó la vista y removió su té.
—Vale —Thorne se preguntó cuánto tiempo llevaría rondando la idea—. ¿A ti no te entusiasma eso?
Holland se encogió de hombros; desde luego no lo entusiasmaba hablar sobre el asunto.
—Bueno, esperemos que hoy día esté menos cabreada conmigo —dijo Thorne; Holland estuvo a punto de replicar, pero Thorne lo detuvo—. Está bien, sé lo que piensa. No importa.
—¿Por qué «hoy día»?
—Bueno, ya no te meto en tantos líos.
La cara de Holland se ensombreció un poco, así que Thorne trató de relajar las cosas haciéndole señas con un dedo desde el otro lado de la mesa.
—No te atraigo hacia las sombras...
No dijeron nada más hasta que se levantaron para marcharse; cuando Holland se quedó esperando a que Thorne se pusiera la cazadora y dijo:
—¿Qué te hace pensar que me metías en ningún sitio?
Sin más noticias de ninguna clase, al final de la jornada Thorne estaba tenso y nervioso. No fue consciente de cuánto necesitaba una copa hasta que alguien lo propuso. De buena gana acompañó a Stone, Holland y Karim cuando cruzaban hacia The Oak, pero cuando Kitson lo alcanzó en el aparcamiento del bar, dejó que los otros se adelantaran.
—¿Dónde has estado todo el día? —preguntó ella.
—Intentando mantenerme invisible —dijo Thorne—. ¿Por qué estás tan espantosamente ufana?
—Mi mujer misteriosa ha vuelto a llamar.
—Te dije que lo haría.
—Y además ya no es ningún misterio...
—Pues sigue.
—Harika Kemal.
Thorne tuvo que pensar un segundo.
—¿Cómo, la novia de Sedat? ¿La que estaba en el lavabo?
Kitson asintió. Thorne torció la cara en una parodia de desorientación.
—Ni puñetera idea —dijo Kitson—. Voy a traerla mañana y lo averiguaremos.
—Sin embargo, parece que es algo que hay celebrar.
—Dios mío, sí.
Caminaron hacia la entrada.
—¿Y tú?
—Vamos a quedarnos con la buena noticia...
Dentro, The Oak estaba animado para ser una noche entre semana; las zonas más ruidosas y llenas de humo señalaban la presencia de los hombres y mujeres del Peel Centre y de Colindale, que constituían la mayor parte de la clientela habitual. El ambiente «tradicional» y la decoración anodina eran los mismos desde que Thorne alcanzaba a recordar, gracias a un dueño que había comprendido que los gustos de sus clientes no iban mucho más allá de cerveza y sencilla comida de pub. De vez en cuando intentaba cambiar algo, aunque por lo general con poco éxito. Una noche de concursos había acabado en bronca. Dos semanas antes había habido noche de karaoke en la barra del fondo, pero los berridos de dos policías con un pedal que pretendían cantar «I Fought the Law» obligaron a varios de los bebedores más empedernidos a retirarse temprano.
Thorne y Kitson cogieron las bebidas y se unieron a Holland y los demás. Felicitaron a Kitson por el desbloqueo de su caso y le desearon suerte con su entrevista, pero nadie alzó un vaso todavía. Eso tendría que esperar hasta que hiciera una detención.
—Bueno —dijo Kitson—, ¿cuánto ha pasado? ¿Cuatro, cinco días, desde el último mensaje de Brooks?
Thorne tomó un buen trago de cerveza.
—Cinco. La secuencia de Skinner.
—A lo mejor ya no hay más. Ha matado a un par de los moteros y a un poli a quien cree responsable de hacerle un montaje. A lo mejor ya lo ha dejado.
—A lo mejor...
—¿Cuánta venganza puede querer nadie?
—Depende de lo mucho que haya sufrido.
—Eso no va a devolverle a su novia, ¿verdad? Ni a su chaval.
—Imagínate que fueran tus chavales —dijo Thorne.
Cuando llegó Brigstocke, el grupo se movió un poco en torno a la mesa para hacerle sitio y empezó a desahogarse. Bromearon acerca de un reciente caso judicial en el que habían procesado a un hombre que, tras prometerle a una mujer con trastornos mentales que iba a matarla y aceptar que ella le pagara, luego no cumplió el contrato.
Karim dijo que eso era un desperdicio de dinero, que a alguien de la Fiscalía de la Corona habría que empurarlo. Ya que hablaban del tema, Stone se preguntó cuánto estaba costando hacer de niñera de una pandilla de «traficantes de droga como trinquetes». Holland dijo que si de verdad querían hablar de desperdicio, debían hacer algo con el tiempo y la energía que él había tenido que gastar los últimos dos días rellenando autorizaciones y puñeteros impresos de solicitud. Que no era de extrañar que no resolvieran más casos...
Stone alzó su vaso.
—Aquí tiene la respuesta, colegui. Han hecho unas investigaciones que demuestran que el alcohol, con moderación, desde luego, lo ayuda a uno a pensar más claro. Se lo juro. Así que deberían dejar que todos nos tomáramos una o dos copas durante el día, nada más.
Hubo risas y un par de débiles aplausos de los que estaban sentados a la mesa.
—Ya les digo: se pone un barril en la central operativa y unos cuantos dispensadores de licor junto a la máquina del café..., y verán cómo la proporción de casos resueltos sube hasta las puñeteras nubes.
Thorne notó que Kitson daba un respingo a su lado cuando Brigstocke golpeó con el vaso en la mesa.
—¡No hables como un capullo, Andy! ¡Me cago en diez...!
Todo el mundo se quedó mirando, mudo de asombro, mientras Brigstocke se levantaba e iba con paso airado hacia la barra. Stone se rio, incómodo; Karim alzó las cejas mirando a Holland, y los demás se encogieron de hombros o clavaron la vista en sus bebidas.
Thorne se puso de pie para ir detrás de Brigstocke, pero a mitad de camino cambió de parecer y en lugar de eso se dirigió a la salida. Fuera, en la puerta, usó el teléfono de prepago para llamar a Louise. Le dijo que iba a tomarse solo una más y que no llegaría demasiado tarde a casa.
La campana sonó media hora antes para hacer salir a la población civil, y Thorne había decidido que por una copa más no iba a pasar nada. Supuso que Louise estaría ya en la cama de todos modos; esperaba que no creyera que estaba evitándola, después de lo ocurrido la noche antes.
¿Estaba evitándola?
Kitson se marchó bastante antes de que sonase la campana de las últimas comandas. Quería darles las buenas noches a sus críos y preparar la entrevista del día siguiente con Harika Kemal. Brigstocke estaba cómodamente instalado en un rincón con Stone. Thorne confiaba en que todo fuera bien, aunque la conversación parecía bastante animada. En cuanto a él, había bebido tres pintas de Guinnes pero despacio, por medias. Sabía que no tendría problemas para ir en coche a casa.
Oyó sonar el móvil, alargó la mano para coger la cazadora y lo rebuscó, pero perdió la llamada. Estaba mirando los detalles cuando volvió a sonarle en la mano: Bannard.
—¿Me ha conseguido el número de móvil de Cowans? preguntó Thorne.
—No creo que ese teléfono funcione ya —dijo Bannard—. Se ha mojado un poco...
Thorne escuchó y, al acabar la llamada, cruzó hacia la barra. Holland ya estaba allí, alargando la mano para coger otra piula.
—Han encontrado a Martin Cowans —dijo—. Lo han sacado del canal, a unos kilómetros más arriba de donde estuvimos esta mañana.
—Joder —Holland se apartó de la barra—. ¿Estamos de servicio?
Thorne ya se volvía hacia la puerta.
—El pobre diablo ni siquiera llegó tan lejos como los cocos —dijo.
Hola, nena:
¿Estoy en un aprieto? Me siento bastante culpable...
Antes siempre sabía, en el mismo instante en que cruzaba la puerta, cuándo te había cabreado por algo. Tenías esa mirada, ¿sabes? La que me decía que estaba bien jodido, pero que quería que yo empezara a adivinar qué era exactamente lo que había hecho mal.
De verdad, sí que me siento extraño por lo de anoche, por lo que sentí mientras miraba a aquel retorcido tipejo de mierda. Lo que le hacían. Parece lo que diría alguien en una de esas telenovelas que siempre tenías puestas, pero después me sentí sucio por lo que estuve pensando. De verdad que me odié, joder..., todavía me parece que te fallé.
Que te falté al respeto, no sé, a tu memoria, o algo así.
No creo que lo creyeras de verdad. Creo que más bien pensarías que se me había estropeado algo si no me hubiera excitado mirando aquello. Que a lo mejor me había vuelto marica en la cárcel o algo.
De todas formas, mientras pasaba, yo pensaba siempre en ti, nada más.
Siempre eres tú...
Esta noche he caminado mucho otra vez, diez o doce kilómetros quizá, pensando bien en toda esta mierda e intentando decidir qué escribir. Imagino que lo raro es que os sienta a ti y a Robbie conmigo, que es estupendo, joder, pero hay cosas que no quiero que veas. Cosas que..., que no son adecuadas, ¿sabes?
Y me siento culpable porque sí que las ves, y está eso en tu voz cuando no te gusta, como cuando me tomaba unas cuantas de más. Te oigo intentando explicarle a Robbie cómo soy, o algunas de las cosas que hago.
Y luego hay otras veces, las peores, cuando lo que tengo de vosotros no basta, ni mucho menos. Cuando solo pienso en lo estupendo que sería todo si solo tuviéramos unos cuantos minutos más. Media puta hora.
Como saber que, si tú estuvieras allí para abrazarme, a lo mejor me dormiría.
Aceptaré lo que hay, no me interpretes mal. ¿Por qué no? Tenerte ahí como eres, sentirte ahí, es lo mejor que tengo, y sé que sin eso estaría absolutamente perdido.
Quedaría menos de mí que de ti...
Me he ido por las ramas igual que siempre, lo sé, pero, ¿me perdonas?
Marcus xxx