Veinte
Era como estar absolutamente sobrio cuando a tu alrededor todo el mundo está como una cuba. El avance que supuso encontrar el piso de Brooks les había levantado la moral a todos, y, de vuelta en Becke House, Brigstocke y el resto del grupo se ocuparon de sus asuntos con un entusiasmo renovado, como si una inminente detención fuera ya inevitable. Pero a Thorne le parecía estar mirándolo todo desde fuera; era incapaz de participar en aquella agitación y, además, sabía que nadie sino él mismo tenía la culpa de su aislamiento.
No era la primera vez que la cagaba, aunque no recordaba haber perdido pie nunca de aquella manera, sin más opción que seguir pataleando para alejarse de la costa.
Brigstocke convocó una sesión informativa a las cuatro.
Mientras casi todo el grupo estaba ocupado en Hammersmith, otros habían seguido con el descubrimiento del cadáver de Cowans de la noche antes. Hasta ahora las preguntas a los vecinos de los pisos del lado del canal no habían dado fruto, y además las cámaras de seguridad no contenían nada salvo imágenes de un bebedor tardío dando tumbos por la orilla. La conclusión era que a Cowans lo habían tirado en otra parte del canal, cerca de donde encontraron su furgoneta poco después de encontrarlo a él. Que el agua se llevó su cuerpo, y que este se quedó atrapado detrás de la barcaza durante más de veinticuatro horas hasta que lo descubrieron. Un informe preliminar de la autopsia señalaba que a Cowans lo habían matado de varios golpes en la cabeza, igual que a Tucker y a Skinner.
La falta de progresos en este frente daba más importancia aún al descubrimiento de Hammersmith.
—Lógicamente, todavía tenemos que estudiar todas las pruebas que se han obtenido en la casa —dijo Brigstocke—. Pero para mañana por la mañana calculo que tendremos una buena cantidad de pistas que seguir. Hemos sacado muchas cosas de allí.
Thorne se apartó a un lado. Tal vez Brigstocke tuviera motivo para estar tan de primera como estaba. Tal vez alcanzaran a Marcus Brooks rápido, antes de que Thorne recibiera más mensajes... Y tal vez Thorne aún tuviera que responder algunas preguntas incómodas... Aunque probablemente ese sería el mejor resultado para todo el mundo, incluido él.
Otra cuestión era si atraparían alguna vez al segundo poli: el responsable indirecto de las muertes de Ángela Georgiou y de su hijo; el que era probable que hubiera matado tanto a Tipper como a Skinner.
Y esa cuestión preocupaba muchísimo a Thorne.
—Nos hemos llevado un cuaderno que confiamos en que sea importante —dijo Brigstocke—. En él hay garabateados un par de números de teléfono que trataremos de localizar.
A Thorne se le retorció el estómago. Se preguntó si no sería uno de ellos el que le había enviado a Brooks en un mensaje de texto; si no tendría que responder a las preguntas incómodas antes de lo previsto... Miró a la tropa reunida en la sala de juntas y esperó que la inquietud no se le notase en la cara.
Fueran cuales fuesen los problemas de Brigstocke, no los dejaba traslucir. En realidad, parecía tener un nuevo centro de interés; parecía tener ganas.
—Todos habéis recibido copias del retrato robot que nuestro servicial guardia de seguridad nos ha facilitado y que se ha mandado a la prensa durante la noche. Este es el aspecto que Brooks tiene ahora.
Thorne clavó la mirada en la fotografía. Marcus Brooks tenía el pelo muy corto y la cara más delgada que cuando entró en la cárcel. Era un hombre muy distinto, en todos los sentidos.
Brigstocke prosiguió:
—El guardia de seguridad también cree que Brooks tal vez conduzca un Ford Mondeo azul oscuro o negro. Uno antiguo. Muchas veces estaba aparcado delante de la casa y, decididamente, no es de nadie que viva en la calle. Solo es una descripción imprecisa, pero es algo que debemos saber.
Holland levantó la mano.
—Suponiendo que lo comprara al contado, podríamos empezar mirando los negocios de compra-venta de coches usados de la zona.
—Valdrá la pena intentarlo —dijo Brigstocke—. De paso, vamos a comprobar los ejemplares atrasados de Loot y Auto Trader. Necesitamos un número de matrícula.
Se volvió hacia Thorne.
—¿Algo que añadir, Tom?
Una barbaridad de cosas, pensó Thorne..., pero en lugar de eso se limitó a repetir el mensaje positivo del comisario. Dijo que iban acercándose y que no tendrían mejor oportunidad de obtener un resultado que la que tenían en ese momento. Les aseguró que el hombre que buscaban intentaría matar de nuevo y les recordó que no importaba a quién tuviera como objetivo. Tanto si era un poli como un motero o una ancianita, tenían que atrapar a Marcus Brooks antes de que hubiera otra víctima.
Brigstocke tomó la palabra de nuevo.
—Hemos trabajado muchas horas durante estos últimos días y casi todos estáis hechos una braga, lo sé. Así que todos los que no tengáis turno hasta tarde esta noche, no os acerquéis al pub, ¿vale? Id a casa, dormid ocho horas, y luego poneos a trabajar a primera hora y acabad con esto. Después todos volveremos a las riñas familiares y a los tiroteos por drogas bien sencillitos.
Una vez acabada la sesión informativa, los policías se dispersaron rápido y regresaron a sus teléfonos y ordenadores. Había mucha algarabía optimista. Alguien gritó:
—¡Venga, joder, vamos a conseguirlo!
Thorne vio que la investigación metía una marcha más rápida.
Completamente sobrio.
Más tarde Brigstocke llamó a Thorne y a Kitson a su despacho.
—Tenemos que sacar algo de lo de hoy —dijo—. No hubo mensaje antes de que matara a Cowans, así que por lo visto ha decidido dejar de ponernos las cosas fáciles.
Kitson le dio un leve codazo a Thorne.
—O a lo mejor sólo es que ha perdido interés, Tom.
Thorne se esforzó por esbozar una sonrisa..., o algo parecido.
—A lo mejor cree que ya ha saldado su deuda —dijo ella—. Todo ese asunto de los mensajes sólo era por Nicklin, ¿verdad? No quiere decir que Brooks tenga que seguir haciéndolo.
Brigstocke convino en que aquello tenía lógica.
—¿Has tenido suerte antes, con la novia de Sedat?
—Precisamente estaba redactándolo —dijo Kitson—. Un grande y gordo «ni flores», me temo.
—A lo mejor es que no hay ni flores que sacar.
—Tal vez solo quería llamar un poco la atención —sugirió Thorne.
—Voy a intentarlo otra vez con ella mañana —Kitson parecía tan decidida como Brigstocke antes, en la sesión informativa—. Tiene miedo, nada más. A lo mejor tiene miedo del que mató a Sedat, porque me parece que sabe quién es.
—Sácaselo entonces —dijo Brigstocke—. A ver si podemos acabar estas dos mierdas para finales de semana.
Despacio, Kitson y Thorne volvieron por el pasillo hacia el despacho.
—Parece más contento —dijo Thorne.
—Bueno, parece...
—A lo mejor lo que fuera ha desaparecido.
—¿Desde cuándo «desaparece» la JRP?
—¿Crees que es algo serio?
—Eso es lo que pasa con ellos: nunca se sabe —dijo Kitson—. Quizá haya perdido la cabeza y le haya pegado a alguien en una sala de interrogatorios..., o quizá haya afanado unos clips. Esos siguen teniendo la misma expresión en las caras.
Se pararon ante la puerta y Thorne se ofreció a ir a por café para los dos.
—¿Estás bien? —preguntó Kitson.
—Como ha dicho Brigstocke en la sesión informativa: hecho una braga.
—Venga, ve a pasar la noche en casa con Louise. A ver si mojas y te olvidas de eso hasta mañana.
Thorne tenía serias dudas de que fuera a hacer ninguna de las dos cosas.
—Oye, si la novia de Sedat sí que sabe algo, estoy seguro de que lo sacarás.
—Voy a intentarlo.
—Pero ve despacio. Habla con ella en algún sitio donde esté más relajada. Todo el mundo se asusta allá en la comisaría, aunque no tengan motivo para asustarse.
Kitson se limitó a asentir con la cabeza.
—Perdona —dijo Thorne—. No intento decirte cómo tienes que llevarlo.
—No pasa nada —dijo Kitson—. Seguiré todos los consejos que me des... Siempre que tú te acuerdes de seguir los míos.
Thorne fue a por los cafés, pensando en lo fácil que era meter las narices y ser objetivo cuando no era el caso de uno. Y no es que a estas alturas le pareciera que el caso Brooks fuese suyo. O más bien que fuera suyo a la hora de manejarlo, por lo menos.
Mientras cruzaba hacia el hervidor le echó una ojeada a la pizarra. Al trabajo indicado con números, nombres y líneas negras; con horas de la muerte y fotografías de heridas. Casi esperó ver su propio nombre, al lado del de los muertos y el del principal sospechoso. En medio del tablero, en la lista de las personas fundamentales para la investigación, en vez de garabateado en mayúsculas en la parte de arriba.
Cuando Thorne llamó a Louise para decirle que no volvería tarde y preguntarle a qué hora más o menos saldría, hablaron de ir a ver una película. Ella parecía de buen humor; desde luego, en comparación con en el que tenía aquella mañana a las seis. Charlaron cordialmente unos minutos sobre lo que verían hasta que decidieron no tomarse la molestia.
Cuando Thorne llegó a casa sugirió probar un nuevo restaurante thai que había abierto en Kentish Town Road, pero Louise tenía otras ideas. Había llevado cosas y parecía resuelta a cocinar. Mientras ella preparaba la cena, Thorne salió un momento a por una botella de vino.
A su regreso, Louise miró la botella. Preguntó cuánto le había costado y pareció satisfecha cuando Thorne se lo dijo.
—Cerveza barata y vino caro —dijo—. Esa es una de las cosas que me gustaron de ti antes de nada.
—¿Cómo que una de las cosas?
—Vale —dijo ella—, lo único, ahora que me paro a pensar.
Comieron la pasta en la mesita de la sala de Thorne. Terminaron el vino y escucharon un recopilatorio de June Carter que Thorne había comprado por poquísimo dinero en eBay.
—Aquella historia de la otra noche...
Louise alargó la mano para coger un plato limpio.
—¿Qué historia? —dijo Thorne; sabía perfectamente bien a qué se refería.
—No fue porque yo quisiera nada, ¿sabes? Porque quiera tener un niño ahora, en este preciso instante. Pero no creo que haya nada malo en hablar de ello.
—Está bien...
—No está bien, porque está claro que te metió canguelo. Así que solo quiero asegurarme de que nos entendemos.
—¿Significa eso que tenemos que entrar en lo de la cerveza barata?
—Hablo en serio.
Louise le aclaró que, a pesar de lo ocurrido en la cama aquella noche, de verdad no quería quedarse embarazada. Lo que no quería decir que algún día no quisiera tener un hijo, pero durante unos cuantos años más su caricia era lo primero.
—Miro a alguien como Yvonne Kitson —dijo—; la veo haciendo malabarismos para intentar compaginar el trabajo con tres críos, y no estoy segura de que yo pudiera hacerlo jamás.
Thorne pensó en la reacción de Louise cuando hablaron de Kitson y él la acusó de estar celosa. Se preguntó si no habría puesto el dedo en más de una llaga sin darse cuenta.
—Sería idiota si tuviera un crío ahora.
—Está bien —repitió Thorne.
—No paras de decir eso, pero no creo que esté bien. Me preocupa que creas que estoy desesperada por que me dejes preñada o algo parecido. Que soy una chalada que va a clavarte alfileres en todos los condones, o a afanar un cochecito de niño de la puerta de Tesco's. De verdad, estoy contenta con cómo están las cosas.
—Bueno. Yo también —dijo Thorne.
—Estupendo. Pues entonces está bien.
Fueron de la mesa al sofá, y cuando acabó el disco, pusieron el televisor e intentaron ensimismarse en alguna tontería. Sin embargo, tras quince minutos sin decir nada, Thorne no creyó que Louise tuviera más éxito que él.
Ella había pulsado el botón de silencio del mando a distancia y estaba a punto de hablar cuando sonó el teléfono.
Thorne reconoció la voz al instante.
—¿Cómo ha conseguido mi número particular? —dijo.
Se imaginó un armario con pretensiones lleno de equipos de grabación. Un técnico aburrido con auriculares, aguzando la oreja al oír la pregunta.
—Vamos —dijo Rawlings—. Si usted quisiera conseguir el mío, ¿cuánto tardaría?
—¿Qué quiere?
A su lado, moviendo solo los labios, Louise decía: «¿Quién es?».
—Justo estoy haciendo una cosa.
—Me vendría bien una charla. Solo cinco minutos.
—Bueno, pero no precisamente estos cinco.
Rawlings se calló un instante. Thorne lo oyó echar el humo del cigarrillo; supo que estaba soltando tacos en silencio.
—¿Y mañana?
—Bien. Llámeme entonces.
—¿Quedamos?
Louise seguía preguntando. Thorne meneó la cabeza; se lo diría enseguida.
—No sé lo que voy a hacer mañana. Hoy han pasado un montón de cosas, y...
—¿Qué cosas?
—Bueno, ya ha tenido su charla...
—Vamos... Nos vemos donde le sea más cómodo, ¿vale? Cinco putos minutos...
Más tarde, cuando Thorne estaba en la cocina preparando té, Louise gritó desde la sala:
—¿Y tú? ¿Nunca has pensado en críos?
Thorne estuvo a punto de quemarse.
—He pensado en eso, sí. Aunque no desde hace una temporada.
—¿Por qué no los tuvisteis tú y Jan?
Thorne se había separado de su ex mujer doce años antes, tras diez de matrimonio. Hacía mucho que no se hablaban, y, que él supiera, seguía viviendo con el profesor por quien lo había dejado.
—No decidimos no tenerlos. Sencillamente, no ocurrió.
Se produjo un breve silencio en la sala de estar.
—¿Intentasteis averiguar por qué no ocurría? Thorne se tomó su tiempo en remover el té.
—No, no hablamos de eso.
Se encogió al decirlo, al tiempo que se preguntaba, igual que cuando Jan se marchó, si tal vez no sería ése uno de los motivos por los que se había marchado. El no tener críos. El no hablar sobre no tener críos... Las dos cosas —Es una locura cómo algunas parejas reprimen las cosas —dijo Louise.
Thorne llevó las bebidas y se arrellanó junto a ella.
—Una estupidez —dijo.
Ella lo miró.
—Es importante que nosotros no hagamos eso. Que hablemos de las cosas.
—Y estamos hablando de las cosas.
—Vale —ella volvió a encender el televisor—. No es más que una conversación, eso es todo. No veo razón para que no tengamos que hablar del asunto. ¿No forma parte del conocer a la otra persona?
—Yo creo que nosotros nos conocemos bastante bien —dijo Thorne.
—Solo digo que debería ser como averiguar todas las demás historias, lo que te gusta y lo que no, ya sabes. ¿A qué colegio fuiste? ¿Adónde te gusta ir en vacaciones? ¿Crees que a lo mejor querrás tener críos algún día?
—Las dos primeras son más fáciles de responder.
—Mira: algún día —ella le apretó el brazo y lo dijo despacito y con calma, asegurándose de que entendía por donde iba—. En algún momento del futuro, y sólo tal vez; así que no te dejes llevar por el pánico, ¿vale? Ni siquiera quiero decir conmigo, forzosamente. Casi seguro que para entonces me habré cabreado contigo y me habré pirado con otro. Es una hipótesis, nada más.
—Vale.
—Es que solo estamos hablando de la idea de los críos, Tom. ¿Por qué debería dar miedo?
Thorne sabía que, en teoría, Louise tenía razón; pero sabía también que la cosa no era tan sencilla como ella pretendía.
Y es que, claro, en teoría a él no le daban miedo los vampiros ni los zombis, pero pasaba un susto de muerte con una buena película de terror.