Veintiocho

Una de las cosas que hacía la cárcel era cambiar la forma en que uno esperaba. Por mucho tiempo que se estuviese a la sombra, y con independencia de lo que se hiciera mientras pasaba la condena, uno se limitaba a matar el tiempo. Eso quería decir que nunca se hacía nada porque sí. Una partida de billar era divertida o no, pero siempre era media hora de condena cumplida. Eso quería decir que uno esperaba las cosas de otra manera, o al menos, él. Impacientarse, cabrearse porque se cancelaba una clase o lo que fuese, era inútil, porque siempre cuando se esperaba por pasar el tiempo, el tiempo pasaba de todos modos.

Claro que dependía de lo que se tuviese fuera. Algunas personas eran bastante tranquilas dentro de lo que cabe, pero siempre había tipos que saltaban si los mirabas como no debías. Solían ser gente a la que le daba igual lo rápido que pasara el tiempo, porque no tenían nada de nada esperando...

Ahora él esperaba de distinta forma.

La espera lo volvía irritable, como a todos los demás, y además el cansancio no ayudaba. El día antes le había hablado mal a Tindall y sabía que eso estaba fuera de lugar, la verdad.

En chirona no se molestó en tener reloj; siempre había muchos timbres y olores que te indicaban la hora que era. Ahora que tenía uno, miraba el chisme cada pocos minutos. Sentía que los segundos pasaban tambaleándose y de rodillas.

Mientras él volvía el cuello y balanceaba la bolsa de plástico.

Había discotecas más grandes que Beware, Thorne lo sabía. Como G-A-Y and Heaven, con millares de personas y cuatro o cinco zonas de baile distintas en la misma discoteca. Pero esta era bastante grande para él. Y para Hendricks también: le había dicho que los locales grandes le daban canguelo.

—La música es mejor en las discotecas más pequeñas —le dijo—. Además, no hay tanta competencia cuando se trata de buenos partidos.

—Tampoco hay tanto donde elegir —Thorne dejó ver una amplia sonrisa—. Un botín más escaso.

—Solo necesito encontrar uno bueno —dijo Hendricks.

En la discoteca había trescientas, tal vez cuatrocientas personas; las luces estroboscópicas dificultaban ser más preciso. El volumen del sonido era tal que, por comparación, el local que él y Holland acababan de dejar parecía íntimo. No tenía ni idea de cómo se llamaba, y además le importaba un bledo, pero no era la clase de música que uno necesitaba cuando estaba tan tenso, y tan asustado, como estaba él.

—No va a ser fácil —dijo Holland.

Thorne meneó la cabeza. Alzó la vista hacia el entramado de las luces, hacia los enormes espejos y el encrespado mar de cabezas que se reflejaba en ellos, y durante unos desconcertantes segundos perdió la noción de dónde se encontraba y por qué estaba allí. Era como si el ruido y la presión de todo aquello empezaran a excluir los pensamientos más simples; a joder las funciones.

Se preguntó si conocería siquiera a Hendricks en caso de que lo viera.

Perdió de vista a Holland a los pocos segundos, cuando empezó a abrirse paso por la multitud. Haciendo caso omiso a los codos y a los zapatos que le rozaban los tobillos, mientras miraba las caras y observaba detenidamente los cogotes.

Dios, qué ruido. Y qué calor.

Se coló a duras penas entre dos hombres altos y se volvió para echar un buen vistazo al de la cabeza afeitada. Ambos le lanzaron una mirada furiosa.

El sonido subía latiendo por sus pies y retumbaba en su cabeza como un martillo envuelto en algodón.

Chocando y apretando y chupándole el aire.

Shtuumpshtuumpshtuump...

Que me rompan la cabeza con un martillo, por lo visto.

No bromees con esto...

Thorne se quitó la chaqueta. Estiró el cuello para buscar a Holland. Vio brillar la luz en el metal de una cara, y en el de una cazadora, y se quedó mirando fijamente hasta que el hombre se apartó bailando otra vez.

Shtuum shtuumpshtuump...

Ojos abiertos, ojos cerrados mientras bailaban. Montando un espectáculo o absortos. Cara tras cara y cuerpo tras cuerpo; la forma, por lo general, más que suficiente.

Joder, Phil...

Un hombre corpulento le dio en el costado al girar, sonrió y dijo un «perdona» moviendo sólo los labios.

joderjoderjoderjoder...

Sentía el sabor de su propio sudor y el de los demás. En la comisura de la boca; diluyendo la acidez de la adrenalina.

Sal y metal.

Empujar aire cálido y húmedo y espaldas sudorosas; zapatos que buscan espacio sobre el suelo encerado; feos y mates entre los Adidas y Nike. ¿Qué llevaría puesto Phil?

Zapatillas de deporte, sin duda; aquellas llamativas, blancas y plateadas.

No se bailaba con botas de motero.

Shtuump...

Una voz detrás; un hombre junto al que acababa de pasar con dificultad, diciéndole que mirara adónde cojones iba. Thorne se detuvo y aspiró una caliente bocanada de aire; bizqueando mientras un haz de luz cruzaba de acá para allá por su cara. Conteniendo las ganas de girar en redondo y darle una paliza al gilipollas.

Guardándose las ganas.

En lugar de eso, se dio la vuelta, pasó rápidamente por delante y retrocedió, abriéndose paso a empujones entre la multitud, hacia la plataforma elevada del otro extremo de la sala. Mucha gente le gritó ahora, mientras cruzaba dando empellones. Atacó con la cabeza, haciendo volar las bebidas, y subió dando tumbos hasta la cabina del pinchadiscos.

Alargó la mano para pegar la placa de identificación contra el cristal de un manotazo.

—Apágalo...

El pinchadiscos lo miró entrecerrando los ojos como si estuviera loco. Thorne se apresuró a rodear la cabina y subió la corta escalera. Dándose cuenta de que aquella no era una petición corriente, el pinchadiscos ya estaba quitándose los auriculares cuando Thorne se inclinó sobre la consola para agarrarle un puñado de camisa.

—¡QUE LO APAGUES!

Fue extraño aquel segundo, o aquellos segundos, antes de que se parara el baile. Las luces seguían lanzándose en picado y girando por el suelo mientras todas las cabezas se volvían hacia la plataforma. Unos cuantos gritos por encima de la barahúnda; brazos en alto cuando los discotequeros exigieron saber qué ocurría.

Thorne se inclinó sobre el micrófono.

—¿Phil?

Un torrente de insultos desde la pista de baile. Peticiones de que lo tiraran abajo.

El micrófono distorsionó cuando apretó la boca contra él.

—¿Phil Hendricks?

Thorne miró directamente a la luz, esperando, su placa de identificación tendida en honor a dos enormes seguratas que iban disparados hacia la plataforma. Cinco largos segundos que se habían convertido casi en diez cuando le sonó el teléfono.

—A lo mejor es él —gritó uno.

Con el teléfono aún zumbando en el puño, Thorne bajó hacia la pista de baile. Se sacudió las manos que lo agarraban y empujó con las suyas el pecho de alguien, al tiempo que se apresuraba a salir. Divisó a Holland, que se abría paso a la fuerza hacia él mientras la música arrancaba de nuevo, y le dio con el hombro a la puerta para salir a escape a coger la llamada de Louise.

—Voy camino de Waterloo —dijo ella.

—¿Qué pasa en Waterloo?

Thorne cruzó Wardour Street y se refugió en el portal de una tienda.

Mientras Louise le contaba el avistamiento de The Adam, él vio que Holland salía y escudriñaba la calle, buscándolo. Levantó un brazo y Holland cruzó con una carrerilla bajo el aguacero.

—Te alcanzaré lo más rápido que pueda —dijo Thorne.

—No vale la pena. De todas maneras tengo a Kenny conmigo. ¿Dónde estáis?

Cuando Thorne se lo dijo, Louise sugirió que él y Holland miraran todos los bares y pequeñas discotecas de Old Compton Street. Por lo que sabía, no eran locales que Hendricks acostumbrara frecuentar, pero creía que había estado en casi todos ellos alguna vez.

—No estará de más —dijo.

Thorne estampó la mano contra el escaparate y luego empezó a andar.

—Qué pérdida de tiempo, joder...

A la altura de su hombro, Holland se echó atrás el mojado pelo y preguntó qué pasaba. Thorne hizo una mueca y meneó la cabeza.

—¿Qué vas a hacer, si no? —preguntó Louise.

Evidentemente, Porter no iba a pagarlo, pero aun así miró el precio de entrada al pasar: quince libras. Los otros sitios eran más baratos, aunque no mucho. Tres o cuatro discotecas distintas, y a cuatro libras por bebida... No pudo evitar preguntarse cuánto dinero se gastaba Phil Hendricks en una típica noche de parranda un sábado.

Ella y Parsons fueron tan frescos hasta el principio de la cola y por delante de la taquilla, pero de todas formas se produjo un momento incómodo cuando un guardia de seguridad, con la obligatoria levita negra y el auricular, alargó una mano para detenerlos en la propia puerta de la discoteca.

Porter se limitó a clavar la vista en él. Parsons le dijo al hombre que se moviera.

El segurata parecía incómodo y se ruborizó al dirigirse a Porter.

—No estoy seguro de si debo registrarle el bolso o no —dio un paso atrás cuando Parsons le puso una mano en el brazo—. No sé, a lo mejor lleva un arma.

—Varias —dijo Porter.

Tal vez sólo fuera la novedad, pero Vada parecía más elegante que The Adam. La música era menos insistente, y había más espacio para moverse; la pista de baile en sí solo ocupaba una pequeña zona de la sala principal. El ambiente no era tan enloquecido, y Porter imaginó que el local se llenaría más tarde, cuando los discotequeros buscaran algún sitio donde hablar o relajarse.

Los hombres bailaban cerca, al ritmo de unas voces de sintetizador y una percusión suave, mientras ella y Parsons se abrían paso por la sala hacia la barra. Los diseñadores habían intentado conseguir algo entre turbio y de finales de la década de los sesenta con el terciopelo negro y rojo del mobiliario, la fibra óptica de las lámparas de mesa y los retratos ampliados de Michael Caine y Mick Jagger en las paredes.

Porter no sacó nada útil de los camareros, de modo que ella y Parsons se separaron para explorar el resto de la discoteca.

Por desgracia, la iluminación era igual de taciturna y evocadora que el sonido. Porter descubrió muchos rincones oscuros y pozos de sombra mientras miraba; mientras buscaba una camisa negra, o plateada quizá; un nacimiento del pelo muy corto, más suave en el cogote, donde empezaba un tatuaje. Atenta por si oía una risa conocida y lasciva al acercarse a las mesas y a los bancos acolchados, en las zonas donde las paredes de bloques de vidrio amortiguaban la música.

Intentando no perder el optimismo.

Había un bar en la parte superior de una pequeña escalera. Porter lo recorrió con paso enérgico de esquina a esquina; por algunas miradas, advirtió que su expresión frustrada tal vez se confundiera con desaprobación. Qué se le iba a hacer.

El camarero de aquí no fue de más ayuda que el de abajo; le sugirió a Porter que acaso su amigo todavía no hubiera llegado.

Sintió otra ráfaga de ira hacia Thorne. Él diría que no le había mentido, claro, que había estado protegiéndola, pero ella sabía que eso eran gilipolleces. La cólera disminuyó cuando un hombre que se ajustaba a la descripción de Marcus Brooks pasó por delante de ella y le sonrió; cuando se sorprendió preguntándose cuánta pasma habría en el local, aparte de ella misma y de Kenny Parsons.

En ese preciso instante el sargento apareció en la entrada del bar y meneó la cabeza. Una mirada donde se insinuaba que ya había hecho suficiente lameculismo por una noche de sábado y que quería irse a casa.

Salieron del bar y bajaron la escalera; al pasar, Porter fue inspeccionando una serie de salas pequeñas, decidida a cubrir cada centímetro del local antes de darse por vencida. Estaba al borde de hacer precisamente eso, y preguntándose qué diablos iba a ocurrir ahora con Thorne, qué le diría para consolarlo si es que ocurría algo, cuando por fin vio una cara que reconocía.

El hombre estaba sentado en la tercera de las salas de música chill-out, cerca de la puerta, con otros dos hombres y una mujer. Había un considerable surtido de botellas y vasos en la mesa de en medio.

Porter no tenía tiempo para presentaciones, de modo que dejó que su placa de identificación las hiciera por ella.

—Yo te he visto —dijo—. Con Phil Hendricks.

—Casi seguro —dijo el hombre. Apagó un cigarrillo, echó un fino chorro de humo al otro lado de la mesa y luego alzó la vista; por encima del hombro de Porter y más allá—. Anda por ahí, por algún lado.

Porter sintió que algo se le hundía en el estómago.

—¿Dónde?

Los ojos del hombre seguían buscando.

—Estaba con un tipo de cabeza rapada. Poniéndose muy íntimo.

Porter se dio la vuelta y miró hacia fuera por la entrada, atenta a cualquier indicio de Hendricks.

—Estaban aquí hace diez minutos...

Porter se dirigió como un rayo a la puerta, mientras el hombre y sus amigos seguían cambiando impresiones detrás de ella. Buscaba con desesperación el teléfono cuando divisó a Parsons al otro extremo del pasillo; marcó mientras él se le acercaba corriendo.

—Tom, está aquí, o lo estaba, y quizá Brooks. Deberías venir.

Dejó la dirección y colgó.

—¿Dónde diablos no hemos estado?

—¿Despachos? —sugirió Parsons—. ¿Aseos?

Corrió hacia el servicio de caballeros, y Porter se dirigió al de señoras, en la otra punta del pasillo enmoquetado. Dentro, una mujer que estaba junto al lavabo de mármol se quedó mirándola fijamente mientras Porter abría de golpe las puertas de los cubículos. Nada.

Antes de que la puerta se cerrara tras ella, Porter ya estaba al otro lado del pasillo. Giró a la izquierda y se encontró en las cocinas; clavó la vista más allá de las dos camareras sentadas en la encimera y volvió a recular deprisa.

No había más sitios adonde ir.

No vio ni rastro de Parsons; oía la música filtrándose por las paredes y la lluvia al otro lado de la puerta que tenía delante. Se apoyó en la barra metálica, empujó y salió al exterior.

Era un estrecho callejón trasero de cuarenta o cincuenta metros que iba hasta la bocacalle que ceñía las traseras de la discoteca, saliendo de la calle principal. A ambos lados, el agua caía de los empinados tejados. Caía en cortinas, iluminada a trechos por la luz de las ventanas o las lámparas de sodio fijadas a la pared en los portales.

En uno de esos portales, a mitad del callejón, Porter vio dos figuras.

Avanzó poco a poco, despacio, a lo largo de la pared; oyó pies en el suelo cuando alguien ajustó la postura de los dos. Oyó que algo golpeaba una puerta. Algo como un gruñido.

—¿Phil?

Dio tres o cuatro pasos más, luego se separó otros tantos de la pared y vio la cabeza que se volvía hacia ella, las facciones en sombra.

A Hendricks lo apretaban fuerte contra la puerta.

Tenía unas manos subidas en torno al cuello...

Porter ya corría, metiendo la mano en el bolso, y cuando el bolso llegó al charco, sus manos apretaban con fuerza la defensa plegable. Al tiempo que gritaba algo, le dio fuerte al hombre en la parte de atrás de las piernas; luego dio un tirón y, mientras el tipo caía, le dio la vuelta; luego se dejó caer encima de él.

¡Joder...! ¡Louise...!

Movió la rodilla hasta ponerla por debajo de los omóplatos del hombre, gruñendo de esfuerzo mientras agarraba la porra por cada extremo y con ella hacía presión en el cogote... Y mientras otras manos le arañaban a ella el cuello y la agarraban del pelo.

Entonces oyó a Phil Hendricks gritando y soltando tacos, con la voz entrecortada, por encima del tamborileo de la lluvia y del fragor de su propia sangre.