Cuatro
Dawson quizá fuera un mierdecilla santurrón, pero en cuanto a velocidad no se le podía criticar, ni a él ni a sus colegas. Antes de que se enfriara la primera taza de té de la mañana, Thorne estaba sentado ante un ordenador en la central operativa mirando un jpg de alta resolución de la fotografía que le habían mandado por teléfono.
Sí que era moqueta lo de debajo de la cabeza del muerto.
—Nunca quitará esa porquería del pelo de la moqueta —había dicho Stone, al tiempo que agitaba su copia impresa de la foto—. No creo que haya un Stain Devil para la sangre, ¿verdad?
Kitson le quitó la foto, la miró unos segundos y luego la puso a un lado.
—Stain Devil número cuatro. Pero si la moqueta es de este pobre desgraciado, la verdad es que no creo que vaya a importarle un bledo...
Thorne movía el cursor por la imagen con una mano, dibujando una línea en torno a la roja mancha irregular, mientras con la otra se sujetaba un teléfono a la oreja. Había mandado la foto por correo electrónico directamente al hospital St. George, donde tres días a la semana Phil Hendricks complementaba, dando clase, la miseria que le pagaba la Policía Metropolitana de Londres.
Hendricks lo había llamado inmediatamente.
—Sigue siendo una fotografía —dijo.
Thorne esperó unos segundos.
—¿Y bien?
—No estoy del todo seguro de qué es lo que quieres.
—Un parecer a lo mejor. O una opinión experta... Creo que estoy perdiendo el tiempo...
—Tal vez sea una imagen de alta resolución, pero la foto en sí sigue teniendo bastante poca calidad. Faltan megapíxeles, colega.
—Pareces el chaval aquel de la tienda de teléfonos.
Con todo, Hendricks llevaba razón. La imagen seguía siendo vaga, y ni siquiera la magia de las lumbreras de Newlands Park aportaba mucha información útil: el cuerpo estaba tendido en una moqueta; el pelo era quizá más canoso de lo que parecía al principio; lo que en la diminuta pantalla del teléfono daba la impresión de ser una mancha de sombra en el cuello, probablemente fuera el borde de un tatuaje que asomaba por debajo del cuello de la camisa del muerto.
Thorne dejó el cursor apoyado en el único ojo visible.
—De modo que, ¿nada que me sirva de ayuda? —preguntó—. ¿La sangre no te da ninguna pista? ¿Herida de bala, instrumento contundente, qué?
—Yo no hago milagros, joder —dijo Hendricks—. La sangre arterial es de color más vivo, y desde luego hay bastante, pero es imposible saberlo por esta foto. Como te he dicho...
—Megapíxeles, vale.
—Tengo que ver el cuerpo. Te diré cuántas cucharadas de azúcar se tomó en el té si me dejas que le eche un vistazo en persona... O en lo que quede de ella.
Después de eso la charla fue más o menos frívola: la reciente falta de forma del Arsenal, un vago acuerdo para quedar a tomar algo más tarde... Solo hubo otra referencia a la foto y a la cuestión que planteaba. Hendricks parecía tan serio como la noche antes, en la puerta de Thorne, cuando le dijo que, megapíxeles aparte, una cosa quedaba bastante clara de la fotografía.
—Si te sirve de algo, ahora entiendo por qué querías saberlo —dijo.
Después de colgar, Thorne se dedicó a holgazanear y dejó que el reloj corriera un rato. Sin ningún propósito, observó cómo Karim trabajaba en la pizarra blanca que dominaba una pared de la central operativa: escribía deprisa, borraba y ponía al día el mapa de cada asesinato aún por resolver introduciendo los cambios precisos. Oyó a Andy Stone, que intentaba en vano exprimir más risas del rollo de la «sangre en la moqueta», y a Yvonne Kitson dando la lata al laboratorio y pidiendo noticias sobre el cuchillo que tal vez hubiera matado a Deniz Sedat.
No oía todo lo que se decía. La falta de sueño de la noche anterior iba ganándole terreno desde las seis y media de la mañana: cuando fue con paso cansino hacia el cuarto de baño, quitándose a cámara lenta una sudada camiseta, mientras Louise seguía dormida como un tronco. Cuatro horas después Thorne se sentía como si hubiera realizado la penosa tarea de toda una dura jornada. Incluso cuando alzó la vista y gruñó su respuesta a Brigstocke, se preguntó si no habría dado alguna cabezada en la mesa durante unos segundos.
—¿Cuándo has comprobado el boletín por última vez? —preguntó el comisario.
—Más o menos hace media hora...
Brigstocke agitó un papel delante de él.
—Esto ha llegado justo pasadas las nueve.
Thorne alargó la mano para cogerlo, pero Brigstocke apartó de golpe la hoja y, disfrutando, leyó:
—Raymond Tucker. Halifax Road, 32, Enfield. Lo encuentra su madre sobre las siete de esta mañana. La víctima parece haber muerto por gran traumatismo en la cabeza... Señales de allanamiento de morada en la parte trasera de la vivienda... Bla, bla, bla y bla —se detuvo un momento para impresionar—. ¿Te parece bien?
—Bueno, parece posible.
De nuevo Thorne alargó la mano hacia el papel, y esta vez Brigstocke dejó que lo cogiera. Siguió hablando mientras Thorne leía el breve informe de cabo a rabo.
—Un grupo de Barking lo ha pillado, así que he llamado al comisario jefe de allí, me ha dado el nombre del comisario y le he mandado la imagen por fax hace quince minutos.
Thorne alzó la mirada y esperó, pero no demasiado tiempo.
—Vamos, Russell, me cago en la puta...
—Y el presentador ha dicho..., «¡a jugar!».
Thorne se puso de pie y empezó a dirigirse hacia su despacho; Brigstocke fue detrás.
—Le diré a Hendricks que se reúna con nosotros en la escena del crimen.
—Yo me saltaría eso —dijo Brigstocke— e iría al depósito de cadáveres de Hornsey. Cuando el comisario volvió a llamarme por lo de la foto dijo que sacarían el cuerpo en la media hora siguiente, más o menos.
Thorne asintió y salió empujando la puerta; el cansancio estaba desaparecido y dado por muerto. Mientras él dejaba un mensaje en el contestador de Hendricks desde su mesa, Brigstocke hizo un alto en la ruta hacia su despacho, situado más adelante en el pasillo, y se detuvo en la puerta.
—Cuando hablé con el comisario, también me dijo que el cuerpo llevaba allí un tiempo —se detuvo uno o dos segundos, hasta asegurarse de que Thorne comprendía las consecuencias—. Más de una semana, calculaba.
Las imágenes que acudieron a la cabeza de Thorne no fueron nada encantadoras.
—Apuesto a que la moqueta está jodida —dijo.
Para cuando Karim estuvo ante la pizarra otra vez, creando una columna nueva con rayas de rotulador negro y pegando con cinta adhesiva la fotografía del muerto bajo el nombre de Tom Thorne, éste y Holland ya estaban en el coche.
Raymond Anthony Tucker había muerto casi dos días antes de cumplir cincuenta y dos años. Llevaba un pequeño negocio de compra-venta de coches de segunda mano en Clingford; no es que ofreciera sus servicios a la franja superior del mercado, pero estaba un grado o dos por encima de los comerciantes que montaban coches «nuevos» con trozos de otros en las traseras de las partes menos fiables de Tottenham y King's Cross. El cadáver lo había descubierto su madre, que vivía a un par de calles de distancia. Aunque el hijo era un pequeño empresario bastante próspero, y lo bastante mayor para tener nietos, seguía pasando a recogerle la ropa sucia más o menos una vez por semana.
Thorne y Holland recibieron la información por teléfono mientras se dirigían hacia Enfield. Thorne decidió que, pese a lo que había dicho Brigstocke, sería buena idea que alguien del grupo fuera a aquel lugar lo antes posible. Dejó a Holland en el número 32 de Halifax Road, le dijo que entrara allí y se hiciera notar, y añadió que intentaría volver a recogerlo después de la autopsia. Luego continuó hacia Hornsey con la esperanza de que mereciera la pena.
La sección de la Jefatura del Crimen Especializado que se encargaba de los casos de asesinato se dividía en tres zonas; de los cadáveres que aparecían en el distrito londinense de Enfield se ocupaba uno de los grupos de Homicidios Este. Russell Brigstoke se encargaría de contactar con el comisario del grupo, fuera cual fuese, que había cogido el caso Tucker. A su vez, cada uno de ellos hablaría con su respectivo comisario jefe, que luego cederían la decisión definitiva al mando de distrito. Éste sopesaría los méritos relativos de cada grupo (o lanzaría al aire una moneda, dependiendo de cuántas reuniones tuviera aquel día) y asignaría un oficial superior encargado de investigar el caso.
Todos trabajando, y juntos, por un Londres más seguro...
El depósito de cadáveres estaba situado dos plantas por debajo del tribunal del juez forense de Hornsey. Como si el lugar no fuera ya bastante espeluznante, el estruendo gutural de los trenes de la línea de Piccadilly que iban o venían de la estación de Bounds Green perturbaba de forma sistemática los pormenores del trabajo. Al llegar, Thorne no tardó en comprender que el grupo de Homicidios Este no iba a oponer mucha resistencia con tal de quedarse con el caso. Tras escuchar a su homólogo quejarse del papeleo que tenía y verlo fumarse un cigarrillo hasta el mismo filtro de media docena de caladas desesperadas, decidió que aquellos chicos no estaban lo que se dice locos por perseguir al asesino de Raymond Tucker.
—Sírvase usted mismo —había dicho el inspector Steve Brimson—. Ya ni me acuerdo de la pinta que tiene mi mujer...
El lado de Thorne que disfrutaba con una buena bronca se sintió bastante decepcionado.
Aunque enrevesado, dentro de la Brigada de Homicidios al menos había un procedimiento para el reparto de policías. En cambio para decidir quién tenía el honor de hacer picadillo el cadáver no existía nada parecido. Con la misma rapidez con que Thorne había interpretado el estado de cosas, Phil Hendricks identificó al patólogo que había nombrado el juez forense como alguien mucho menos interesado en llegar a un acuerdo. Lo notó en su apretón de manos y, también, en cómo abrió más los ojos al toparse por primera vez con el clavo que le atravesaba la ceja y con la tachuela de la lengua. Así que Hendricks se vio obligado a quedarse mirando mientras abrían y repasaban el cuerpo de Raymond Tucker (lo poco que quedaba de él) de forma tan desapasionada como si fuese equipaje en una aduana.
Thorne había visto infinidad de autopsias, muchas de ellas realizadas por Hendricks en persona, pero era la primera vez que asistía a una junto a él, con Steve Brimson al otro lado. Mientras le lanzaba una mirada, se preguntó lo metido que estaría su amigo en el proceso. De vez en cuando le sorprendía un ceño fruncido y una involuntaria contracción de los dedos. Sentía curiosidad por saber hasta dónde desmantelaba mentalmente el trabajo de su colega mientras miraba; cómo evaluaba su delicadeza al pesar un hígado o su técnica con una sierra para huesos.
—No ha estado mal del todo —dijo Hendricks—. Aunque es evidente que no está a mi altura en lo que se refiere a atractivo físico. Ya sabes: simple tirón sexual.
Se encontraban en un figón situado a unos minutos a pie del anatómico forense. Era la clase de local que servía desayunos a base de fritos, durante todo el día y todos los días, pero, a pesar de que tenía bastante hambre, Thorne no podía con un desayuno inglés completo tan pronto después de una autopsia. Optó por huevos revueltos en tostada mientras que Hendricks se papeaba un bocadillo de salchicha.
—¿Qué me dices de la causa de la muerte? —preguntó Thorne.
—De acuerdo hasta la última puñetera coma. Traumatismo contuso cerebral, hemorragia interna masiva, arteria occipital casi triturada... Murió bastante rápido: el primer par de golpes bastó. Bueno, llámame Sherlock Holmes, pero creo que ese mazo manchado de sangre que encontraron en el piso de Tucker a lo mejor tuvo algo que ver.
—Lo tendré en cuenta —dijo Thorne.
Una camarera se acercó a retirar los platos. Era evidente que había estado pegando la oreja mientras trabajaba en la mesa de al lado, y Hendricks se había dado cuenta.
—Es un nuevo programa de televisión que estamos escribiendo —dijo—. Un forense gay e inconformista. Ya sabe, lo corriente: trozos borrosos en blanco y negro, y media docena de asesinos en serie por episodio.
La camarera hizo una mueca como si le hubiera llegado el olorcillo de algo y no acabara de decidir si le gustaba o no.
—Pues no pongan al tío que estaba antes en EastEnders. No lo aguanto.
La vieron irse, mientras uno de ellos disfrutaba bastante más que el otro del modo en que se le movía el trasero bajo una ceñida falda negra.
—Aunque este es raro —dijo Hendricks.
—Siempre son raros.
Hendricks asintió con un gruñido. Se metió en la boca lo que le quedaba de bocadillo y luego tomó un buen sorbetón de té. A Thorne siempre lo sorprendía que alguien cuyas manos se movían con tanto aplomo y destreza, comiera como un estibador medio muerto de hambre.
—Venga, sigue —dijo—. ¿Por qué este es tan raro?
—El asesino no se aclara.
Thorne pasó un dedo por el borde de su taza. Esperó.
—Cinco, seis golpes con ese martillo... Y buenos, ¿sabes? No es que la gente sea tímida cuando se trata de matar a alguien a palos...
—Por regla general, no.
—Si me obligaran a ir al estrado de los testigos, probablemente yo lo llamaría «enloquecido».
—Pero...
—Por otra parte está todo este asunto de la fotografía. Le rompe la cabeza a Tucker y luego, mientras se queda allí cubierto de sangre (porque estaba bien cubierto), saca tranquilamente el móvil y empieza a hacer fotos. Frío y eso, el fulano.
—A lo mejor se tomó su tiempo —dijo Thorne—. Fue a limpiarse un poco, se calmó...
—A lo mejor. Pero donde seguro que se tomó su tiempo fue en enviarte la foto. Calculo que Tucker llevaba nueve o diez días muerto cuando entró su pobre y anciana mamá y se llevó el susto de su vida. Así que, fuera quien fuese el que lo mató, esperó más de una semana hasta enviarte ese mensaje. Yo diría que eso es ser bastante relajado, joder.
Thorne ya lo había pensado; llegó a la misma conclusión cuando Brigstocke le dijo que el cadáver de Tucker llevaba un tiempo sin descubrir.
—Así que, ¿qué diablos es? —Hendricks se bebió de un trago lo que le quedaba de té—. ¿Metódico o desordenado?
Thorne se había topado con unos cuantos que eran las dos cosas. Sabía que eran los peores. Los más difíciles de atrapar.
—Paga la comida —dijo—, ya que me has animado tanto.
—Te diré otra cosa gratis.
—¿Tienes que hacerlo?
—Creo que nuestra víctima es más turbio de lo que parece.
—Sí que estás en forma hoy —dijo Thorne.
—Te lo aseguro.
—Deberías dejar de cortar tanto y observar más. No se te escapa nada, joder.
Pero cuando Hendricks le contó a qué se refería, Thorne se mostró bastante de acuerdo con el juicio de su amigo.
Pagaron y salieron a lo que quedaba de una tarde gris. Durante uno o dos minutos, mientras se dirigía al coche, Thorne se vio de nuevo en el área del depósito de cadáveres. Mirando mientras el forense se movía en torno a la mesa de autopsias. Su voz, con el acento monótono de los condados que rodean Londres, se elevaba sobre el ruido del metro; sus comentarios resonaban en las paredes alicatadas.
Thorne volvió a clavar la vista en el cadáver; su mirada bajó desde las sumidas mejillas y las manchas de sangre seca pegadas en las pestañas y en el vello. Vio los complicados dibujos en azul, verde y rojo: dibujos de tinta que cruzaban el pecho y desaparecían cuando despegaron los colgajos de piel de encima de las costillas y los pusieron a un lado. Hendricks dijo que había visto diseños parecidos en un cadáver, pero ni mucho menos tan impresionantes como aquéllos: el perfil de una gran cabeza de perro gruñendo en un hombro; la pantera que se extendía por un brazo; la recargada cruz y la calavera de amplia sonrisa.
Hendricks no iba tan errado.
Raymond Tucker tenía unos cuantos tatuajes más que el vendedor medio de coches de segunda mano.
Cuando se sacaba un cadáver del escenario de un crimen, el ambiente cambiaba. Ocho horas después del descubrimiento de Raymond Tucker y, en un primer piso que ya empezaba a oler muchísimo mejor, los de la policía científica habían hecho casi todo lo que había que hacer el primer día. Ya solo había unos cuantos rezagados trabajando en el lugar, limpiando: los cámaras de vídeo y los fotógrafos; una agente que recogía pruebas; un par de tipos de huellas dactilares. Hoy en día muchos agentes de la policía científica insistían en que los llamaran «examinadores del lugar del crimen»; les parecía un poco más sofisticado.
A juicio de Thorne, en semejantes circunstancias «sofisticado» era un término relativo.
Fuera cual fuera el nombre que eligieran darse, tan sólo en un día, como una brigada de langostas bien adiestradas vestidas con traje blanco, el grupo había llevado a cabo la mayor parte de las cuestiones forenses de primera línea de batalla. Aunque unos cuantos seguían moviéndose con aquel crujido característico, demasiado evocador, por lo menos a Thorne y a Holland les ahorraron los monos y los patucos de plástico.
—Podía haber sido peor —dijo Holland.
Estaban de espaldas a la ventana; unas grandes pantallas negras mantenían a raya la poca luz que quedaba, y un par de potentes arcos lumínicos iluminaban la habitación. El mobiliario era moderno: cromados y cristal ahumado; librerías empotradas y focos halógenos; un sofá de tres plazas cubierto de cuero color marrón oscuro y sangre color marrón claro.
Thorne buscó un poco de chicle en el bolsillo de la cazadora.
—Pues, aquí dentro, mucho peor no podía haber sido...
Se habían llevado el cuerpo de su localización definitiva, entre el sofá y la chimenea, y era evidente que el muerto no había caído al primer golpe. Aparte de las rayas de sangre que salpicaban los cojines del sofá, había rastros en dirección contraria proyectados sobre el frontal de vidrio de un acuario de peces tropicales y también más abajo, en una delicada rociada que se esparcía sobre una gran caja de madera llena de piedras lisas, negras y grises.
Un agente de la policía científica/examinador del lugar del crimen que pasaba por allí siguió la mirada de Thorne. Con la cabeza, señaló un rectángulo de tablas que quedaba al descubierto, en el sitio donde habían recortado y quitado la moqueta que estaba debajo del cuerpo.
—La calefacción central estaba a tope, así que es probable que empezara a soltar líquido como un cabrón al cabo de menos de una semana —dijo el policía—. Había casi tanto de él en la moqueta como en cualquier otro sitio. Había calado pero bien.
Señaló con el dedo, entusiasmadísimo.
—Miren, ¿lo ven?
Thorne y Holland miraron y lo vieron. La mancha color caramelo de las polvorientas tablas era como humedad detrás de una cisterna.
—¿Estás seguro de que quieres el caso? —preguntó Holland.
—Ya lo tengo —dijo Thorne—. Brigstocke llamó cuando yo venía de Hornsey.
Le explicó a Holland la autopsia, centrándose en lo principal, y finalizó con la opinión de Hendricks sobre lo que suponía un número normal de tatuajes en un vendedor medio de coches de segunda mano.
Holland no se quedó convencido.
—Hendricks tiene unos cuantos tatuajes más que el forense medio —fue contando con los dedos y, a medida que lo hacía, se señaló la parte del cuerpo correspondiente—. Lo del Arsenal en el cuello. La banda celta o como se llame de la muñeca. Ese símbolo raro del hombro... Casi seguro que hay un par más en sitios que sólo sus mejores amigos habrán visto.
—No lo sé —dijo Thorne.
Miró fijamente a un agente de la policía científica que trabajaba cerca; un listillo a quien ya había visto otras veces y que les había lanzado una ojeada con algo parecido a una sonrisa de satisfacción.
Entraron en la cocina de Tucker. Platos sin fregar amontonados junto al fregadero y el brillo fosforescente del luminol en las encimeras. Al salir por el vestíbulo, sin darle importancia, pasaron por encima de un especialista en huellas dactilares que trabajaba en un trozo de zócalo descascarillado.
—A lo mejor quiere decir algo —dijo Holland—. Lo de que esperara para mandarte esa foto.
—A lo mejor se le fue de la cabeza, sin más —Thorne bajó los escalones de dos en dos—. Ya sabes lo que pasa: matas a alguien a palos, le tomas una foto, se te olvida...
—Tal vez sea importante, ¿sabes? Tal vez tenga que ver con el día que eligió.
—¿Qué era, su cumpleaños? —Thorne se volvió hacia Holland con las palmas hacia arriba—. ¿El primer lunes de mes? No olvidemos lo cerca que estaba el uno de noviembre. El cinco es la «noche de las fogatas», y a lo mejor ese tipo les tiene manía a las hogueras.
—Solo pensaba en voz alta.
Thorne se detuvo en la puerta e inspiró hondo.
—Perdona, colega —en la voz de Holland había habido más enfado que disgusto, pero de todas formas Thorne se sentía un gilipollas por ser desagradable—. A lo mejor no es más que otro puñetero mentalista, ¿sabes, Dave?
Ya en el exterior, Thorne se detuvo a hablar con el operador de vídeo, que estaba guardando su equipo, mientras Holland alargaba la mano para coger cigarrillos. Una pareja joven, con una sillita de paseo, apareció por entre dos vehículos de la unidad y se acercó con paso resuelto hasta la cinta que acotaba el lugar del crimen.
El hombre se inclinó por encima y le gritó a Thorne:
—¿Qué están rodando?
Holland abrió la boca, pero Thorne se le adelantó.
—Es un nuevo programa de televisión sobre un forense gay e inconformista —puso una mano en el hombro de Holland, como para presentarle a la estrella del programa—. Ya saben, lo corriente: trozos borrosos en blanco y negro, media docena de asesinos en serie por episodio...
El retraso de los relojes parecía haber adelantado la hora punta, y la North Circular ya empezaba a embotellarse cuando Thorne dirigió el coche hacia Finchley.
—Las cosas parecen ir bien con la inspectora Porter —dijo Holland—. Han pasado unos meses, ¿no?
Thorne escudriñó la cara de Holland, pero sólo vio sincera curiosidad.
—Cinco, semana más o menos. Para mí es mucho tiempo.
—Eso es bueno...
Thorne estuvo a punto de discutir.
—¿Qué tal está Chloe?
Holland dejó ver una amplia sonrisa. Su hija había cumplido tres años hacía un par de meses.
—No hay forma de hacerla callar —dijo—. Sale con toda clase de historias raras; cosas que coge en la guardería, y eso. Ahora va un par de días a la semana. Te lo he contado, ¿no?
Era lo primero que Thorne sabía del tema, pero asintió de todas formas.
—Sophie está intentando trabajar a media jornada, ¿sabes? Creo que será bueno para todos.
—Claro...
Holland, que asentía mientras hablaba, siguió asintiendo cuando se volvió para mirar por la ventanilla, como si intentara convencerse a sí mismo.
—Seguro —dijo Thorne.
Era natural que no viera tanto a Holland fuera del Cuerpo desde que había llegado Chloe. Pero, aunque pasaban tiempo juntos en el trabajo, a Thorne le daba la impresión de que él y Holland no conectaban como antes. Desde que lo ascendieran a sargento el año anterior, veía que su colega (¿ahora era un colega, en vez de un amigo?) llevaba muchas más cosas entre manos, pero se preguntó si no tendría algo que ver también con las exigencias más sutiles de una familia. Con ese sinuoso impulso que lo llevaba a uno a convertirse en la clase de policía que en tiempos Holland afirmaba despreciar: el poli tipo «trabaja y cierra el puto pico» que había sido su padre. Ese poli que, a veces, y después de haber colmado con una gota de más el vaso de la gente a quienes disgustaba, Thorne deseaba poder ser.
Dejaban atrás las luces de Henley's Corner cuando algo empezó a protestar bajo el capó del BMW, y mientras Thorne se preguntaba cuánto iría a afectarle en la cartera aquella queja, comenzaron las bromas. Por poco claras que estuvieran las cosas, por mucho que se distanciasen, siempre quedaría la guasa de Holland sobre el coche: que fuera amarillo y casi tan viejo como él, y que Thorne podría comprarse uno nuevo por lo que le costaba en reparaciones todos los años.
Y, además, todo ello era bastante cierto.
La pasma resolvía delitos o no. Daba la vida para proteger a otros y mataba a tiros a hombres inocentes por el hecho de ser morenos y estar en el sitio equivocado en el momento equivocado... Pero listos o idiotas, honrados o corruptos, todos los polis tomaban el pelo. Lo tomaban, y se lo tomaban entre sí.
Y no se necesitaba un título en psicología para entender por qué.
A unos se les daba mejor que a otros. La gente como Andy Stone tenía un cajón lleno de fotocopias de placas de identificación de colegas con una finalidad: poner comprometidos anuncios particulares en su nombre en las páginas de atrás de The Job y Metropolitan Life si llegaba la ocasión. Falsas historias en la sección de corazones solitarios y peticiones de novias por correo. Hacía unos años, cuando Samir Karim se separó de su mujer, la semana siguiente apareció un anuncio con sus datos de contacto ofreciendo: «Cama de matrimonio en venta. Poco uso».
Karim se rio con los demás, claro está.
—Vorsprung, durch..., jodido del todo —dijo Holland, cogiendo el ritmo.
Thorne llevó el coche despacio por el lío de tráfico del paso elevado de Brent Cross; luego giró hacia el norte, hacia Hendon, esperando a que Holland lo alcanzara con sus mejores balas.
—Di lo que quieras —acarició el volante con gesto teatral—. Sigue siendo mi nene.
—Mira lo que dices —dijo Holland—. Es una desvencijada chatarra alemana, no Herbie el «escarabajo»...
Sin dignarse conceder una respuesta al comentario, Thorne suspiró y clavó la vista en lo que tenía delante. Manzanas de almacenes de una sola planta e hipermercados de muebles pasaban lentamente a lo largo de la A406: Carpet Express, Kingdom of Leather, Staples... Le llamó la atención el logo de Carphone Express situado sobre un conjunto de persianas metálicas grises, y de repente se le ocurrió que el motivo del retraso del asesino al enviarle la fotografía tal vez se debiera a algo mucho más sencillo, aunque más grotesco.
—Fritz, a lo mejor... —dijo Holland.
¿Sería posible que, tras cometer el crimen, el asesino montara guardia frente al piso de Tucker? Al ver que nadie descubría el cuerpo, ¿decidió sin más echarle una mano a la policía?
¿Metódico o desordenado?
Tal vez quería que alguien se tomara la molestia de descubrirlo...
A su lado, Holland estaba diciendo algo sobre un chiste viejo que vaya si funcionaba mejor que el coche, pero Thorne ya estaba en otro sitio. Pensando que los muertos nunca eran decorosos. Que la muerte en sí misma rara vez era digna, bien se tambaleara uno hasta caer en una heterogénea sala de hospital o se pudriera en una moqueta. Pero que, con los más desgraciados, lo que quedaba no podía llamarse «restos» siquiera.
Pensando que cuando la gente hablaba de dejar algo suyo tras de sí, por lo general se refería a algo más que una mancha en la tabla de un suelo.