Siete
Thorne había visto buena parte de los lugares de interés más raros de la capital; la mayoría, como era de esperar, situados en el extremo macabro de la gama. Pero un domingo por la mañana, hacía un par de meses, había tropezado con lo que debía de estar entre los espectáculos más extravagantes que brindaba la ciudad.
Ahora, mientras pasaba deprisa por delante de la iglesia de St. John para reunirse con Sharon Lilley, fue el olor lo que recordó más que ninguna otra cosa. Si las moquetas nuevas lo devolvían a la infancia, quizá estaba condenado a relacionar siempre las iglesias con el tufo a cagajones frescos de caballo.
La última vez que había visto aquel sitio, con sus inmensos y recargados ventanales brillando en la fachada gótica, había más de un centenar de caballos reunidos en la explanada delantera: caballos percherones y ponies de Shetland; jamelgos y purasangres que tiraban de carros, coches y charrettes. Hombres, mujeres y niños con los atavíos ecuestres más estrambóticos que uno pudiera imaginar, desfilaban a caballo por delante de un clérigo absolutamente encantado. El sacerdote, que, para no ser menos, también estaba sentado a horcajadas, tan tranquilo, sobre una montura, primero averiguaba algún detalle sobre los animales de labios de sus dueños, y luego pasaba a bendecirlos a todos.
—¿Cómo se llama? ¿Squirrel? Que Dios esté contigo, Squirrel...
Thorne y Louise se quedaron mirando con alegre asombro. Tras preguntar a otro espectador, se enteraron de que aquel acontecimiento se llamaba «Domingo de los jinetes» y tenía lugar todos los años. Disfrutaron de los bocadillos de panceta y del café que se ofrecía, y después escucharon a una pequeña orquesta de jazz que ponía la banda sonora. Luego se alejaron paseando y convinieron en que, fuera cual fuese la oscuridad que ocultaba Londres, o que la asolaba, una ciudad donde, al dar la vuelta a una esquina, uno veía a un cura ensotanado a caballo seguía siendo un lugar bastante bueno para vivir.
El pub que había sugerido Sharon Lilley era más corriente y moliente. A un tiro de piedra de la iglesia de St. John, en el lado norte de Hyde Park, el Duke of Kendal era un local pequeño, lo bastante animado a las seis y media de un jueves para que más o menos una docena de clientes estuvieran sentados en las mesas de fuera, con abrigos y bufandas, encorvados sobre sus bebidas.
Dentro había ruido; la charla casi ahogaba (aunque no del todo) un antiguo single de Meat Loaf. Mientras Thorne caminaba hacia una mujer que le pareció que tal vez fuese Sharon Lilley, pasó por delante de una pizarra con un menú thai de aspecto decente y decidió que, si la conversación se prolongaba un rato, a lo mejor pedía algo después. La mujer lo vio acercarse, levantó una copa de vino casi vacía y saludó con la cabeza. Cuando Thorne se abrió paso a empujones hasta la barra, se horrorizó al ver que ya estaba adornada con espumillón y acebo de plástico.
—¿Entonces este no es un bar de la pasma? —dijo Thorne, al tiempo que le pasaba la copa a Lilley.
—¿Qué lo ha delatado?
—Ah, no sé. El hecho de que haya ambiente. La gente pasándoselo bien... Ese tipo de cosas.
Lilley sonrió y entrechocó su copa con la de Thorne.
—Comparado con otros, el local es casi perfecto —dijo—. Está solo a cinco minutos de la comisaría, justo lo bastante lejos para desanimar a los auténticos borrachuzos. A esos a los que no les sale de los huevos caminar más de veinte metros para tomar una copa.
El acento era puro Essex, pero Lilley quedaba muy lejos del estereotipo cómico: era perspicaz y divertida, y el cinismo no llegaba a resultar desagradable. Llevaba el oscuro pelo bien peinado hacia atrás, con lo que resaltaba su cara hinchada; pero si bien era un poco fornida, su expresión indicaba que lo cierto es que le importaba un bledo. Lo verdaderamente clave era que no tendría más de treinta y cinco años, y eso hizo que Thorne dedujera algo más importante. Haber dirigido un grupo de homicidios con menos de treinta años significaba que se le daba bien lo suyo o que se le daba bien seguir las reglas. O, mejor aun: las dos cosas.
—Por entonces yo todavía era inspectora —dijo ella—. Pero a mi comisario no le importó nada dar un paso atrás y dejarme llevar la investigación Tipper.
Thorne alzó las cejas. No era inaudito, aunque sí raro, que fuera un inspector el encargado de investigar un caso muy importante de asesinato.
—Le tenía el ojo echado a subir a inspectora jefe —Lilley sonrió al recordar—. Es importante ver cómo te manejas, ¿verdad? Probarte los zapatos para ver si te quedan bien.
—A mí nunca me han gustado esos zapatos —dijo Thorne.
Hablaron un rato sobre el trabajo actual de ella; sobre cómo la unidad antiterrorista parecía bastante chollo cuando ingresó, hacía unos cuantos años. Había habido cierta reducción al disminuir la actividad del IRA fuera de Irlanda del Norte, pero, por supuesto, todo cambió el once de septiembre; y la tendencia se incrementó más todavía después de los atentados con bomba que tuvieron lugar en Londres en julio de 2005.
Thorne le dijo cuánto lo aliviaba que no dijera «9/11» o «7/7»; cómo detestaba la taquigrafía numérica que se colaba en tantas conversaciones. Por fortuna, Lilley demostró ser un alma gemela. Dijo que todo el que dijera «24/7» se merecía una bofetada.
—Igual que los gilipollas que hablan de «ventanas» en sus agendas o piden bebidas preguntando si les «traen» una cerveza.
Esta vez fue ella a la barra. Y preguntó si le ponían otra copa de vino y una pinta de Guinness...
—Simon Tipper creó los Black Dogs a principios de los noventa —dijo después—. Fue presidente hasta que un tipo llamado Marcus Brooks lo cosió a puñaladas en su sala de estar. Julio de 2000.
Dio un sorbo a su copa, recordando.
—Aquello estaba hecho un desastre: sangre, periódicos y mierda por todas partes. Brooks estaba desvalijando bien la casa cuando Tipper volvió y lo pilló.
—¿Esa es la historia?
—Bueno, no era la historia de Brooks, pero creo que fue así como ocurrió.
—¿Cómo lo atraparon?
—Lo traicionó su maldito exceso de tranquilidad. Destroza la casa, acuchilla a Tipper por añadidura y luego se sienta a tomarse un trago. Conseguimos un buen juego de huellas dactilares de un vaso que estaba detrás del sofá, y además ya teníamos fichado a Brooks por toda clase de cosas.
Thorne se quedó completamente inmóvil, con el vaso a medio llevar a la boca. El relato de los hechos que hacía Lilley le sonaba, y de repente se vio pensando en algo que había dicho Hendricks:
«Le rompe la cabeza a Tucker; luego, mientras se queda allí cubierto de sangre..., saca tranquilamente el móvil y empieza a tomar fotos. Frío y eso, el fulano».
Thorne tomó un trago.
—Así que, entonces, todo fue muy fácil para usted.
—Bueno, como le digo, no es lo que Brooks dijo que había pasado. Según él, le habían «dicho» que robara allí, y cuando llegó, alguien había hecho el trabajo por él. Dijo que Tipper ya estaba muerto cuando él entró.
—¿Que le habían dicho que robara allí? ¿Quién?
Lilley mostró una amplia sonrisa, como si fuera algo que hacía mucho tiempo que la mantenía entretenida a intervalos regulares.
—Brooks siempre afirmó que dos polis le prepararon un montaje. Nos dijo que amenazaron con encerrarlos a él y a su novia si no les hacía un favor.
Thorne había oído historias parecidas un centenar de veces.
—Claro, pero no le dijo quiénes eran.
—Ah, sí que me lo dijo. No dejaba de decírnoslo. Nos dio sus nombres, detalles de las reuniones, todo.
Thorne esperó.
—Bueno, eran gilipolleces, claro. Lo investigamos y, en pocas palabras, el inspector Jennings y el agente Squire no existían. No en la Met, al menos. Sí que encontramos a un poli llamado Jennings, pero estaba repartiendo multas por estacionamiento indebido en el norte de Yorkshire o por allí...
Estaban sentados muy juntos en el costado de una mesa pequeña, en una esquina cerca de la máquina de tabaco. Thorne miró a una atractiva rubia que se esforzaba en buscar las monedas apropiadas sin dejar de parlotear por el móvil. Lo atravesó con la mirada, y él volvió a mirar su pinta de cerveza.
—¿Sirve para algo esta historia? —preguntó Lilley.
Thorne le contó lo de los asesinatos de Raymond Tucker y de Ricky Hodson. Como no vio motivo para no hacerlo, le dijo que le habían enviado fotos de los dos muertos. Contestó la pregunta de Lilley sin esperar a que se la hiciera.
—No, no tengo ni la más remota y puñetera idea de por qué —dijo.
La rubia seguía al teléfono. Ahora intentaba sacar un cigarrillo del paquete con los dientes.
—Hábleme de Brooks —dijo Thorne—. Ha dicho que sus huellas estaban fichadas.
—Marcus había sido un mal chico, no hay vuelta de hoja. Era el típico gamberro del sur de Londres: la clase de chaval que hoy día estaría harto de pasar por el Tribunal de Menores; sabe lo que digo, ¿no? Pasa un par de años en el ejército, paga para salir antes de tiempo y acaba haciendo cosillas sueltas para uno o dos de los «negocios» locales más desagradables. Repartos, algún trabajo de seguridad y eso. Nada demasiado malo hasta donde sabemos, pero era de utilidad, ¿sabes?
—¿Un hombre duro?
—Si tenía que serlo, sin duda. Entonces, más o menos en 1995 o 96, conoce a una chica, tiene un crío y cambia de carrera profesional. No quiero decir que se haga contable ni neuro-cirujano ni nada, pero se aleja de la parte organizada de las cosas..., de todo lo que vaya a meterlo en graves problemas. Y entonces él y esa chica empiezan a trabajar por su cuenta. Un chanchullo con robo en domicilios, que explotaban juntos. Es taba haciendo eso, manteniéndose en segundo plano, hasta que apareció en casa de Simon Tipper y se le fue la olla.
—¿Se encontró el cuchillo?
—No, pero teníamos las huellas del vaso, de modo que no tuvimos que buscarlo.
—Ha dicho que Brooks nunca se metía en nada demasiado malo. Se limitaba a trabajar en el margen de la ley, ¿no?
Lilley asintió con un canturreo.
—Matar a alguien a puñaladas no parece que sea algo demasiado típico de él.
Ella admitió la idea con una mirada y luego la descartó con otra.
—La gente como Brooks siempre acaba cagándola. Quizá se les va la mano cuando en teoría sólo tienen que amenazar a alguien. Un trabajo rutinario sale mal, y les entra el pánico; algo así. Yo no lo habría catalogado como alguien que se descontrolaba tan fácilmente, pero estas cosas ocurren todo el rato, ¿verdad?
Cerró los ojos mientras bebía, luego los abrió mucho y se inclinó hacia él.
—Venga, ¿va a decirme que todavía lo sorprende algo a estas alturas?
Thorne miró los dedos de Lilley rodeando el pie de la copa. Reparó en que tenía las uñas comidas casi del todo.
—¿A cuánto lo condenaron?
—Bueno, ahí fue donde el señor Brooks sí que me sorprendió. Cuando dejó de dar la tabarra con lo de esos falsos polis que le habían cargado el muerto, le ofrecieron la oportunidad de que proporcionara información de verdad. Seguro que sabía historias sobre toda clase de personajes y, si les hubiera dado algo a los de la Unidad de Crimen Organizado, a lo mejor habríamos hecho que el asesinato de Tipper se pareciera un poco más a defensa propia. Rebajar la acusación a homicidio involuntario y eso. Pero no estuvo por la labor.
Thorne comprendió la lógica de negarse a dar el chivatazo.
—A lo mejor te echan unos cuantos años más, pero si has mantenido la boca cerrada no tienes que estar mirando a tu espalda cada minuto que estés en chirona.
—Eso imagino —dijo Lilley—. Al final lo encerraron por once años. Cumplió seis.
—¿Pero ha salido?
—Lo soltaron hace cinco meses.
Durante un segundo Thorne sintió deseos de alargar la mano para rascarse el hormigueo de emoción que le correteaba por debajo del cuello de la camisa. Se alegró de haber interpretado correctamente a Lilley... Y también lo impresionaba que aquella mujer siguiera tan de cerca a alguien a quien había metido en la cárcel hacía tantos años. Así se lo dijo.
Ella se rio.
—Oiga, no digo que no haya uno o dos a los que vigilo de cerca. Y además me encanta que piense que soy tan..., diligente, o lo que sea. Pero no tendría ni puñetera idea de cuándo salía Marcus Brooks de la cárcel si no llegan a preguntarme por él este año.
—¿Quién?
—La Sección de Investigación Criminal de Bethnal Green se puso en contacto conmigo en junio, cuando un conductor que se dio a la fuga mató a la novia y al crío de Brooks.
—¡Dios!
—Sí, horrible...
—Espere —Thorne alzó un dedo e hizo cálculos—. Eso era justo por la época en que salió Brooks, digo yo.
—Quince días antes. Un par de chicos de la zona fueron a verlo a chirona, a comunicarle el mensaje de muerte. No debió de ser fácil.
—¿El conductor se dio a la fuga?
—El coche se saltó el semáforo y los arrolló en un paso de cebra. En la puñetera puerta de su casa, más o menos.
—¿Cogieron al conductor? —preguntó Thorne.
—Encontraron el coche, quemado.
—¿Ninguna posibilidad de que fuera premeditado?
—Habrían robado el coche para darse una vuelta —dijo Lilley; se lo quedó mirando fijamente, como si intentara averiguar qué estaba pensando—. Irían pedos...
Probablemente estuviera en lo cierto, pero Thorne recordaba a la parienta de Bolsa de basura, la expresión de su cara, un par de horas antes.
«Tenemos buena memoria».
—Aunque fuese un accidente, tal vez Brooks creyó que era otra cosa —Thorne hablaba en voz baja y rápido—. ¿Y si decidió que los Black Dogs habían matado a su novia y a su crío en venganza por lo de Tipper?
—¿Al cabo de seis años?
—El mejor momento, ¿no? Justo cuando Brooks está a punto de que lo suelten, cuando cree que va a recuperar su vida.
—Así que sale de la cárcel y empieza a nivelar las cosas.
—Tucker, luego Hodson...
Lilley frunció el ceño y vació su copa.
—No sé —dijo—. Es una idea...
Parecía que habían subido la música. Hacía mucho que Meat Loaf había cedido ante Coldplay, o un imitador igual de deprimente. Thorne escuchó y dejó que las cosas se asentaran. Sabía muy bien lo que el dolor y la ira llevaban a alguien a hacer pero, con todo, se preguntó si no estaría buscando algo con demasiado afán. «Ideas de pulpo en un garaje», lo había llamado Jesmond en cierta ocasión.
Después de hablar unos minutos más, Thorne dijo que debía marcharse. Alargó la mano para coger la cazadora, pero Lilley dijo que iba a quedarse un rato. Cuando Thorne se ofreció a llevarle otra copa en señal de agradecimiento, ella, con un gesto, le dijo que se marchara. La vio alargar la mano para coger el monedero y se preguntó si tendría a alguien en casa junto a quien volver; si habría forma de preguntarle si le apetecía comer algo sin que pareciera una insinuación.
Lilley salió con dificultad de detrás de la mesa.
—Sin embargo, ¿sabe qué? —dijo—, pues que fueran o no los Black Dogs quienes mataron a la novia de Marcus Brooks, eso no va a cambiar nada la cosa.
Se alisó la falda.
—Si entonces no buscaban venganza, desde luego ahora lo harán.
Eran más de las nueve y media, y Thorne estaba muerto de hambre, para cuando llegó a casa de Louise en Pimlico. Ella entró en la cocina y descongeló pan para hacer un bocadillo.
—Debiste comer algo en el bar con esa comisaria —dijo—. ¿Cómo se llama, por cierto?
—Sharon.
Louise metió la cabeza tras la puerta de la cocina.
—¿Celosa? —preguntó Thorne.
—¿Quieres este puñetero bocadillo o no?
Thorne comió mientras Louise lo ponía al corriente de cómo le había ido el día. Su distribuidor de droga secuestrado seguía negándose a reconocer que lo hubiera secuestrado alguien. Le dijo a Thorne que envidiaba su trabajo: por lo menos las víctimas de un asesinato no fingían que no estaban muertas. Thorne le dijo que debía dar gracias por librarse del papeleo.
Entonces habló de su entrevista.
Le contó todo lo de los Black Dogs y le preguntó qué pensaba sobre el momento justo del accidente que había matado a la familia de Marcus Brooks. Luego intentó, en vano, convencerla de que Sharon Lilley era una rubia de atractivas piernas que se había quedado prendada al instante de él.
El sonido de fuegos artificiales que estallaban en las calles cercanas interrumpió varias veces la conversación. Esa era otra de las manías favoritas de Thorne: el que ahora daba la impresión de que la noche de los fuegos artificiales duraba desde Halloween hasta mediados de noviembre. El ruido parecía molestarlo un poco más cada año, y mientras daba respingos en la sala de su novia, no le gustó pensar en Elvis, muerta de canguelo allá en su casa.
Y, además, era otro olor que detestaba.
Había dejado el coche en el Peel Centre, y durante el trayecto desde el metro hasta el piso de Louise el aire estaba cargado de aquel olor: el olor acre y sulfúrico de la pólvora. El mismo olor penetrante que hacía dos décadas se le había agarrado en el fondo de la garganta una mañana, cuando él y otro agente entraron en una gran cocina bien iluminada y vieron sus primeras víctimas de asesinato: la esposa y su madre. El arma seguía junto al hombre que las había matado a las dos antes de volverla contra sí mismo.
«Remember, remember, the fifth of November»...
A Thorne la noche de las hogueras siempre le olía a sangre y a escopetas. Y le sabía, además, a aquello que empezó a subirle por la garganta a un joven agente de policía.
Vieron las noticias locales a las diez. Daban una nueva información sobre la búsqueda del asesino de Deniz Sedat: un dirigente de la comunidad turca decía lo decepcionante que resultaba que no se hiciera ningún avance, a pesar del descubrimiento del arma homicida. No se hizo mención de los asesinatos de Raymond Tucker o Ricky Hodson.
—¿Cuántos años tenía el crío? —preguntó Louise más tarde.
—Diez —dijo Thorne—. Un niño de diez años.
Estaban juntos en el sofá. Louise, que bebía despacio una taza de té, subió los pies metidos en calcetines debajo de ella.
—Tú estarías destrozado —dijo.
Thorne apartó su atención del televisor.
—¿Cómo?
—Al recibir ese tipo de noticia. Entonces.
—O en cualquier momento...
—Aunque lo que dijiste antes, ¿sabes?, lo del momento en que él iba a recuperar su vida... —cambió de postura y deslizó un pie bajo la pierna de Thorne—. Hiciera lo que hiciese ese tío en el pasado, es ridículo que ocurra algo así. Llevas meses pensando sólo en salir, ¿no? En volver junto a tu novia y a tu chaval. A lo mejor lo único que te ayuda a pasar la condena es que tienes la ilusión puesta en eso.
—En cuyo caso, el que te lo quiten parece un motivo bastante bueno.
—Un motivo cojonudo.
Thorne no estaba seguro de que el entusiasmo de Louise por su teoría fuese del todo subjetivo, pero su apoyo era agradable.
—Los dos sabemos que algunos son sinvergüenzas —dijo ella—. De esos que solo esperan salir para volver a hacer lo que hacían antes. Pero algunos sólo quieren cumplir la condena y volver junto a sus familias. Hay muchos que solo quieren quedarse tranquilos y..., no meterse en líos.
—¿Muchos?
—Bueno, vale: algunos.
Las palabras de Louise significaban tanto más porque Thorne sabía que no era una defensora de pleitos perdidos. Prefería conceder el beneficio de la duda, pero si la traicionaban, la segunda vez era dura como una roca. Entonces empezó a pensar de verdad que tal vez Marcus Brooks fuese la clase de prisionero a que ella se refería: una persona en quien un mensaje de muerte, sobre todo transmitido en el lugar donde se lo dieron, causaría estragos inimaginables.
—Seis años de una condena de once... —dijo—. No se ha metido en muchos líos dentro.
—Eso dice mucho, porque, ¿qué era, una Categoría B? Eso es una cárcel de alta seguridad, con compañías de cuidado.
—Las juntas de libertad condicional estudian los prisioneros que salen, ¿verdad?
—Desde luego. Al ministro «Brownie» le gustan las unidades familiares sólidas...
—Dios, si tenemos razón en esto...
—¿Cómo que «tenemos»? —dijo Louise—. Yo solo te doy la razón con la esperanza de conseguir un revolcón después.
La sonrisa de Thorne no tardó en desaparecer cuando empezó a pensar en lo que sería el caso de venganza más frío que había encontrado jamás.
—Bueno, pues si yo tengo razón en esto, y los Black Dogs querían que Brooks sufriera por haber matado a su antiguo presidente, desde luego supieron escoger la ocasión. Esperaron exactamente hasta el momento oportuno, cuando de verdad le jodían la vida.
—O el momento equivocado —dijo Louise—. Y el tío equivocado. Porque ahora se lo devolverá en cantidades industriales, ¿verdad?
Se levantó y llevó los platos y tazones a la cocina; mientras los metía en el lavavajillas se dirigió a Thorne, gritando por encima del ruido.
—Aunque sea Brooks —dijo—, todavía no sabemos de qué va todo este asunto de las fotografías. Por qué te las manda a ti, quiero decir...
Pero antes de que acabase de hablar siquiera, de repente Thorne tuvo la sensación de que a lo mejor lo sabía; sintió que una espantosa posibilidad se abalanzaba hacia él. ¿Qué había dicho antes Louise?: «Eso es una cárcel de alta seguridad, con compañías de cuidado...».
Se puso de pie, cogió el teléfono y marcó el número que Sharon Lilley le había dado cuando salía del bar.
Cuando al fin Lilley descolgó, oyó la música de fondo y la charla de sus compañeros de copas. No le sorprendió demasiado que aún estuviera donde la había dejado.
—Soy Tom Thorne. Oiga, perdone por llamar tan tarde.
—Ha tenido suerte en encontrarme —dijo ella despacio—. Estaba a punto de marcharme a casa.
—Solo una pregunta rápida.
Algo empezó a saltar en el estómago de Thorne. Inspiró fuerte y preguntó de qué cárcel habían soltado a Marcus Brooks.
Recibió la respuesta que no quería oír.
Y entonces Thorne lo supo.
Nena:
Me parece que no me extenderé porque estoy molidísimo, y aunque sé que no dormiré mucho, tendré que levantarme y salir. Cuando despierto necesito caminar, no parar de moverme. Es que si me quedo ahí tumbado, se me meten en la cabeza cosas en las que no quiero pensar demasiado tiempo, y me da miedo que vayan a quedarse pegadas, y no lo soporto.
En realidad, el caminar es genial. Creerás que parece una tontería o que te tomo el pelo, por lo mucho que antes lo odiaba. Ni siquiera conseguías que fuera andando a la parada del autobús, ¿te acuerdas? Es raro, pero después me quedo menos cansado, no más. No sé explicarlo. Me espabila, ¿sabes? Como el ejercicio cuando estaba dentro. Sencillamente, ando kilómetros todas las noches, no importa adónde, y cuando vuelvo aquí las cosas están un poco más claras. No es que me olvide de lo que voy a hacer ni nada, pero me ayuda a centrarme.
Me recuerda por qué hago esto. Por qué en realidad no me importa nada que no sea hacerlo.
Anoche, después de que puse en su sitio a Hodson, caminé hacia las luces que veía por la ventana. Crucé campos y una autopista. Sé que no eran más que casas y coches y eso, así que no pienses que se me está yendo la chaveta del todo, pero mientras andaba en la oscuridad, metido hasta las rodillas en barro y mierda y sabe Dios qué, me sentí como si me acercara más a ti y a Robbie. Como si los dos estuvierais esperando en las luces, en algún sitio.
Al final tuve que dejar de correr.
Como te decía, se me va la chaveta. ¡Si hasta sonrío un poco porque te he oído mearte de risa mientras lo escribía!
Dale un beso de mi parte, ¿quieres?
Te mando besos y toda clase de cosas más también, CLARO QUE SÍ. Volveré a escribir pronto, mañana quizá, pero ahora tengo que intentar echarme a dormir por lo menos. Estoy muy cansado, joder.
Que descanses, ángel.
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