Dieciocho

La zona que bordeaba el canal cerca de Greenford era algo distinta de la que Thorne y Holland habían visto. El camino de sirga estaba más limpio y era más ancho; ideado, según un rótulo, como parte de algo llamado el Hillingdon Trail. A un lado, la orilla subía en pendiente hasta una hilera de casas modernas y elegantes. Detrás de muchas de las ventanas que llegaban al suelo, Thorne vio a los vecinos en bata y mirando el movimiento que había en la ribera de abajo.

Era un montaje complicado: luces, ruido, una tienda de campaña rodeando el cadáver... Con la porquería y la llovizna como placeres adicionales para los que trabajaban.

Desde un punto de vista del personal, el momento elegido presentaba ciertos «dilemas logísticos». El Grupo de Evaluación de Homicidios había estado allí y se había marchado tras pasar la tarea al Grupo de Homicidios de guardia. Sin embargo, como parte de la investigación en curso, ahora se devolvía al Grupo de Investigación Criminal de Russell Brigstoke..., a varios de cuyos miembros se les había tenido que pasar la borrachera como una verdadera bala.

—El café va bien —había dicho Holland—. Pero un cadáver siempre funciona más rápido...

Aquel cadáver en concreto lo habían descubierto un par de horas antes, aunque solo llevaba fuera del agua unos quince minutos cuando Thorne llegó. Se había quedado bien encajado entre la orilla y una barcaza que estaba amarrada delante de las casas. No pudo hacerse nada hasta que se localizó al dueño y se movió la barca para sacar el cuerpo.

Ahora estaba tendido en el camino de sirga; un agua marrón salía de la lámina de plástico que tenía debajo.

Hendricks ya estaba ocupado, igual que un grupo de frustrados agentes de la policía científica, haciendo todo lo posible por proteger un lugar que estaba en situación precaria, en el mejor de los casos; la viscosa orilla estaba salpicada de colillas y mierdas de perro, y el camino de sirga era un embarrado caos de pisadas.

El comisario Keith Bannard clavó la vista a un lado del canal; luego se volvió y miró en dirección contraria.

—Su hombre no puede haberlo matado demasiado lejos —dijo, después de haberse presentado a sí mismo.

Thorne estaba en lo cierto al pensar que el acento del hombre de G&O enmascaraba algo más crudo. Era alto y fuerte como un armario de tres lunas. Tenía una mata de pelo canoso, rizado, y más pelo le asomaba por el cuello de la camisa blanca. Su cara era curtida y rolliza, con unos ojos llorosos que casi desaparecían cuando sonreía.

—No parece que se moleste en esconder los cadáveres, ¿verdad? —prosiguió Bannard—. Así que podemos suponer que se deshizo de Cowans más o menos donde lo mató.

—Parece razonable.

—Bueno, ¿qué coño hacía Bolsa de basura junto al canal? ¿Pesca nocturna?

Thorne no dijo nada.

Silbando para sí, Bannard empezó a alejarse tranquilamente por el camino de sirga. Thorne fue detrás. Caminaron unos cincuenta metros y se detuvieron bajo una pasarela. Donde no las iluminaban las luces anaranjadas sujetas a las paredes, a ambos lados, las orillas y el agua eran negras.

—Muy artístico —dijo Bannard.

Con un movimiento de cabeza señaló un extraño mural tridimensional que había en la pared opuesta: una garza, una fila de patos, estrellas de mar y conejos saltarines, todos hechos con trozos de vidrio de colores y fragmentos de loza.

Thorne supuso que estaba allí para los que pasaran en barcaza debajo del puente. Supuso que también proporcionaría a los chavales algo bonito que mirar mientras pintaban sus grafitis en cada centímetro de pared libre que había alrededor.

—Bueno, he tenido una buena charla con su jefe.

—Qué bien —dijo Thorne.

Bannard parecía contento.

—Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que nada de esto está relacionado con las bandas, así que es casi seguro que me aparte ya de su camino.

—Lo que usted crea.

—Eso es. Intente no revelar lo encantado que está.

—Yo pensaba que esto les hacía a ustedes un favor...

—Unos cuantos hijos de puta como Martin Cowans menos le hacen un favor a todo el mundo, ¿no cree? Pero no veo que reduzca mucho mi carga de trabajo, si se refiere a eso.

Sus voces resonaban bajo el puente. Al hablar, Bannard acompañaba sus palabras con gestos rebuscados, y a Thorne le costó apartar la mirada de las manos de aquel hombre. Eran enormes. Las suyas casi se habían perdido dentro de una de las de Bannard cuando se conocieron junto al cadáver.

—¿Entonces, esto es el fin de los Black Dogs? —preguntó Thorne.

Bannard meneó la cabeza.

—No debería creerlo.

—Tres de los miembros más antiguos, eliminados. Eso debe de trastornar las cosas, ¿verdad?

—Se reorganizarán, ascenderán a otros miembros de la tropa. Mañana por la tarde ya habrán arreglado una nueva directiva.

—Lo mismo que cuando Cowans reemplazó a Simon Tipper.

—Exacto.

Se detuvieron al oír que algo se movía al otro lado del agua; miraron hacia uno de los pozos de sombra de enfrente, pero no vieron nada.

—¿Quién querría quitar de en medio a Simon Tipper hace seis años?

Bannard estaba a punto de encender un cigarrillo. Miró a Thorne durante unos segundos, y parecía casi regocijado cuando contestó por fin.

—A Tipper lo mató Marcus Brooks cuando aquél lo sorprendió robando en su casa. Eso es lo que le ha contado a usted la mujer que lo encerró, ¿verdad? ¿Lilley?

—Eso es lo que me contó.

Bannard encendió el cigarrillo.

—Por lo que yo sé, por eso están ocurriendo todas estas historias. ¿Sí?

—Hipotéticamente entonces —dijo Thorne—. ¿Quién se habría alegrado de ello?

—Dios..., pues, hipotéticamente, podría haber sido cualquiera. Una de las otras bandas de moteros, lo más probable. Uno de los suyos que creyera que no recibía un trato justo. Alguien a quien le tomara prestada la moto sin pedírsela. Un tipo a cuya novia se hubiera tirado...

—¿Los Black Dogs? ¿Las otras bandas? ¿Muchas tienen a polis en nómina?

Bannard mostró una amplia sonrisa y, con un silbido, soltó humo por entre los dientes.

—¿Está usted haciendo una chapucilla para la JRP, inspector?

Thorne bajó la voz, en tono fingidamente conspiratorio.

—Todo ayuda, ¿no?

—Oiga, todas estas bandas tratan de hacerse con una ventaja —dijo Bannard—. A menos que sean imbéciles, saben que es una buena inversión a largo plazo.

Empezó a silbar de nuevo; esta vez más fuerte, disfrutando del eco. Dio dos rápidas caladas al cigarrillo y luego lo tiró al agua.

De vuelta en el lugar del crimen, ya estaban preparando el cuerpo para trasladarlo al anatómico forense, y Brigstocke ya hablaba de cómo, y con cuánta celeridad, iban a continuar a la mañana siguiente. Temprano, antes de que ninguno de los vecinos se marchara a trabajar, irían casa por casa. También se interrogaría a todos los miembros de los Black Dogs que hubieran visto a la víctima o hablado con ella para reconstruir un cuadro de los movimientos de Martin Cowans. Solicitarían las secuencias de las dos cámaras de seguridad que había en unas farolas cercanas...

Thorne escuchó y supo que todo aquello era una muy oportuna y perfectamente elaborada pérdida de tiempo.

Dado lo que sabía, consideró otras acciones que tal vez realizaran si él no se hubiera puesto a sí mismo, y a toda la investigación, en una situación muy comprometida. Como intentar localizar a la fulana. No sería muy difícil. A lo mejor había visto algo y, además, casi seguro que era la última persona que vio a Martin Cowans vivo.

Pero eso no sucedería, no podría suceder, mientras Thorne se guardara su información.

Siguió diciéndose que no importaba. Después de todo, ya sabían quién era el asesino. Los detalles a lo mejor tenían importancia después, pero justo ahora el saber exactamente cómo Brooks había llevado a cabo este último asesinato no era probable que ayudara a atraparlo.

—De todos modos, este año estamos centrándonos en la liga. La Champions nos da lo mismo.

Thorne se dio la vuelta.

—Estás hecho polvo. Reconócelo.

—Invertiremos todos nuestros esfuerzos en daros por el culo cuando vayamos a vuestra casa dentro de quince días —dijo Hendricks.

Se quedaron mirando mientras por delante de ellos se llevaban el cadáver.

—Me gustaría saber la hora de la muerte —dijo Thorne.

—A mí me gustaría estar desnudo con Justin Timberlake, pero ya sabes...

—¿Aproximadamente?

Hendricks miró a los camilleros, que intentaban mantener el cadáver horizontal mientras subían con dificultad por la orilla cubierta de hierba.

—Ha estado en el agua un buen rato. Mucha hinchazón. Veinticuatro horas, calculo; tal vez un poco más.

—¿De modo que anoche, tarde?

—Probablemente ayer por la tarde.

Thorne sabía que se preocupaba por sí mismo, por su propia carrera, antes que por el hombre que había autorizado el asesinato de una mujer joven y de su hijo. Pero de todos modos, sintió que la preocupación se disipaba de golpe: Cowans ya estaba muerto cuando recibió el mensaje. No habría podido hacer nada por salvarlo.

—¿Eso te sirve de algo? —preguntó Hendricks —Sí, gracias.

Pero el alivio fue pasajero. No había ninguna pauta en el envío de los mensajes: Brooks había esperado más de una semana antes de enviar la imagen de Tucker, pero mandó la foto de Hodson desde el hospital momentos después de matarlo; luego, la secuencia de Skinner llegó el día anterior a su asesinato. Tal vez Brooks también lo hiciera de forma distinta en la siguiente ocasión, y Thorne sabía que a lo mejor no tenía tanta suerte.

Andy Stone se acercó a ellos de una carrerilla, con aspecto de estar completamente satisfecho consigo mismo.

—Bueno, al menos sabemos que a Cowans no lo mató una mujer —dijo.

Por su expresión, Thorne comprendió que era una trampa. Miró a Hendricks, alzando las cejas.

—Sí, venga, sigue...

Amable, Stone lo soltó.

—Bueno, ¿cuándo fue la última vez que una mujer que ustedes conozcan ha tirado una bolsa de basura?

Era un buen chiste y obtuvo una reacción adecuada. Aprovechando la oportunidad, Thorne se rio más fuerte de lo que habría hecho normalmente.

Era un viaje de vuelta sencillo: hacia el oeste hasta Hanger Lane y directo a la ciudad por la A40. Cortaría por Knightsbridge y Belgravia hasta la casa de Louise en Pimlico. Como Holland tenía que volver a casa, en Elephant and Castle, y a aquella hora no añadiría más de diez minutos, Thorne se ofreció a dejarlo primero.

Las carreteras estaban casi desiertas, y la lluvia había cesado. Pendiente de las cámaras, aflojando el ritmo cuando tenía que hacerlo, Thorne condujo rápido hasta dejar atrás el campo de golf de Ealing y la fábrica Hoover. Entonces bajó la radio y habló como si continuara una conversación que hubieran dejado por la mitad.

—Brooks no tuvo suerte, nada más. Fue el candidato ideal cuando hubo que tenderle una trampa a alguien por el asesinato de Tipper. Una cabeza de turco.

—¿Para Skinner?

—Para Skinner, casi seguro, y para quienquiera que sea su colega, «Jennings» o «Squire». Aun así, ¿por qué querrían a Tipper muerto?

—A lo mejor les pagaba otra banda. ¿Por qué molestarse en pagar a uno que lo haga, cuando tienes a un par de polis domesticados que te lo organizan?

Thorne asintió.

—¿Y si era para los Black Dogs para los que trabajaban?

Holland se lo pensó.

—¿Alguien de la propia banda de Tipper quería quitárselo de encima?

—Puede que sí —dijo Thorne—. O a lo mejor eran estos dos polis los que querían deshacerse de él. A lo mejor Tipper estaba poniéndose codicioso. No les pagaba lo suficiente, amenazaba con desenmascararlos o algo así.

Aquella idea le recordó algo a Holland, que se volvió para mirar de frente a Thorne.

—El informe del crimen dice que la casa estaba absolutamente destrozada, y Brooks siempre dijo que los dos polis le habían dicho que cogiera «papeles». Si estaban en la nómina de Tipper, a lo mejor eran registros de sobornos, o fotos o algo. Cosas que tenían que recuperar.

Asintió como para decirse a sí mismo que había tenido ideas peores.

A Thorne le pareció que aquello tenía bastante lógica, y así se lo dijo. Siguió conduciendo rápido por delante de la cárcel de Wormwood Scrubs, que quedó, amenazadora, a la izquierda, y luego cruzó el paso elevado de White City. Viró un poco para evitar que las ruedas pasaran sobre algo mojado y aplanado en el carril de en medio. Un zorro o un gato...

—¿Y si Skinner todavía trabajaba para los Black Dogs? —dijo Holland.

Era algo que Thorne había empezado a preguntarse también. Si de verdad Skinner y su compañero habían matado a Tipper, tal vez iniciaran un nuevo y mejorado acuerdo con su sucesor..., Martin Cowans. De ser así, ¿conocían el plan de tomarse una espantosa venganza en Marcus Brooks? Por lo que habían hablado con Skinner, era difícil saber mucho; estaba demasiado ocupado con sus mentiras, negando conocer a Marcus Brooks siquiera.

De todas formas, cuando hablaron Thorne notó que Skinner estaba asustado. Que hacía mucho tiempo que no pensaba en el nombre de Brooks.

Cuando Thorne dejó a Holland, el sargento masculló algo sobre lo que había dicho en el Burger King a la hora de almorzar; sobre que no pretendía que sonara tan agresivo. A su vez, Thorne masculló algo sobre que no importaba.

Eran más de las tres cuando Thorne llegó al piso de Pimlico. Louise estaba dormida como un tronco, pero, a pesar de la hora que era y del día que había tenido, Thorne se sentía bien despierto, de una forma extraña. El ordenador portátil de Louise estaba abierto sobre una mesa en la esquina de la sala. Por un momento pensó en entrar para jugar un poco al póquer, pero al final se decidió por un té y un poco de Hank Williams con el volumen bajo. Hacía unas semanas que había llevado una selección de compactos. Los había puesto en fila, en orden alfabético, en una balda aparte, como una pequeña alternativa a los David Gray y Diana Krall de la colección de Louise.

Mientras Hank se quejaba de un mundo del que no saldría vivo, Thorne se sentó y se puso a hojear rápidamente una de las revistas de Louise. Repasó la conversación que habían tenido en la cama la noche antes. El nervioso cuchicheo. Pensó en Kitson saliendo del bar para dar las buenas noches a sus críos, y en Brigstocke intentando tener a tres arreglados para el colegio todas las mañanas antes del trabajo, y decidió que probablemente no estuviera hecho para ser padre.

Era la madre de Thorne la que gritaba cuando él era un chaval. La que le tiraba un cepillo del pelo con dolorosa precisión cuando ya era demasiado grande para perseguirlo. Por lo que recordaba, su padre siempre tenía paciencia, y aunque iba convirtiéndose en su viejo de mil maneras que no le gustaban, Thorne no creía haber heredado su comprensión.

Veía a jovencillos blancos con una pelusa en la barba, llevando sudaderas con capucha y brillante quincalla hip-hop, que hablaban como estrellas del rap e insultaban a los dependientes de las tiendas. Veía a chicas preadolescentes frunciendo el ceño, vestidas con camisetas que dejaban el ombligo al aire. Veía a críos tirando basura y montándose en los autobuses a empujones y hablando por teléfono dentro del cine... Y sentía ganas de coger el cepillo del pelo que hubiese más a mano.

Vaya: decididamente, no estaba hecho para eso...

Cuando el prepago empezó a sonar y a vibrar sobre la mesa, Thorne se levantó de un salto y cruzó a toda prisa para cogerlo antes de que el ruido despertase a Louise.

Era un mensaje de texto de Marcus Brooks.

Si sts dspierto, a lo mjr sts tn jdido kmo yo. O a lo mjr solo t doy trbjo, y entnces prdona. Es q no paro d pnsar

Thorne pulsó RESPONDER. Escribió: Estoy aquí.

Envió el mensaje y esperó.