Cinco

De vuelta en Becke House, encontraron noticias de cariz diverso. Claro que la propia vida también era muy capaz de tomar el pelo...

Por parte de Kitson, la conocida rutina de dos pasos adelante y tres atrás. La sangre del cuchillo rescatado de la papelera se había identificado como perteneciente a Deniz Sedat, y también se había conseguido sacar un buen conjunto de huellas del mango. Sin embargo, por desgracia, éstas no se correspondían con ninguna de las fichadas.

Por parte de Karim, como era de esperar, una nueva y decepcionante información técnica. Brigstocke había autorizado oficialmente una búsqueda de repetidores, y T-Mobile se había puesto en contacto para admitir la solicitud... Y había vuelto a ponerse en contacto más tarde para decir que les concederían máxima prioridad en cuanto su sistema informático, plagado de virus, funcionara de nuevo.

Thorne se retiró a su despacho, pero al cabo de cinco minutos Andy Stone estaba parloteándole desde la puerta.

—Hay un comisario de G&O al teléfono.

—¿Y qué?

—Y que lleva llamando cada quince minutos desde la hora de almorzar, intentando localizar al jefe.

Thorne no había visto a Brigstocke desde que había vuelto del anatómico forense.

—¿Dónde está?

—Ni idea, en alguna reunión. De todos modos, creo que este tipo se ha hartado, porque ahora solo pide hablar con el inspector oportuno.

—Kitson se encarga del caso Sedat —dijo Thorne.

—Me parece que no es del caso Sedat de lo que quiere hablar...

Thorne sintió curiosidad, pero también estaba agotado y tenía más que suficiente para entretenerse en aquel momento. Meneó la cabeza.

—Ya volverá a llamar.

—Está esperando a que lo pase.

—Dile que no me has encontrado.

—No va a hacerle gracia...

Thorne se lo quedó mirando fijamente hasta que Stone retrocedió, murmurando, al pasillo. Empezó a pensar si no habría activado sin querer algún imán de mierda, y cuando al cabo de un minuto el teléfono de su mesa empezó a sonar, durante unos segundos se limitó a clavar la vista en él. Pensó en escabullirse y bajar a la cantina a tomar un té y un trozo de tarta, y además, en ajustarle las cuentas a aquel capullo tramposo de Stone al cabo de un rato...

—Su jefe lleva todo el día dándome esquinazo. No intentará usted jugar conmigo también, ¿verdad, Tom?

Se diría que preguntaba riendo, pero por el tono del comisario Keith Bannard quedó más que claro que no estaba de broma. Thorne supuso que, de todos modos, era retórica: más una amenaza que una pregunta de verdad.

—Creo que el comisario Brigstocke está metido en reuniones casi todo el día, señor —dijo—. ¿Tiene su número de móvil?

—Lo he llamado tres veces. Dos no ha cogido la llamada y ahora ha desconectado el teléfono.

Thorne calculó que Brigstocke se habría enterado de que los G&O estaban al tanto de su caso y que, al igual que Thorne, suponía que aún trataban de meterse por la fuerza en el caso Sedat.

—¿Quiere que le dé un recado? Imagino que ya habrá dejado un mensaje en el buzón de voz.

—Cuénteme lo de su vendedor de coches muerto —dijo Bannard.

—¿Tucker?

De repente Thorne tuvo mucho más en lo que ocupar su mente.

—Tucker. Raymond, Anthony.

Había aspereza en la voz; un toque incisivo en lo que, por lo demás, era un suave arrastrar de erres del suroeste de Inglaterra. Lárgate de mi propiedad o te arranco los pulmones...

—¿Pero que le cuente qué? —dijo Thorne Se oyó un suspiro y un resoplido.

—Vaya. Así que haciendo el gilipollas, ¿no?

—No intento crear problemas...

—¿No?

—Es sólo que no tengo mucho más de lo que se saca del boletín, ¿sabe? Así que, en realidad, no creo que sea de mucha ayuda.

Alguien llamó con suavidad a la puerta y Thorne alzó la vista para ver a una de las auxiliares administrativas civiles mirando por el cristal de la puerta. Formó una «T» con los dedos y los subió al vidrio. Thorne negó con la cabeza.

—Yo sé mucho de Ray Tucker y sus compinches —dijo Bannard—. Un huevo, a decir verdad. Con lo que no acabo de aclararme es con esta historia más reciente..., lo de hundirle la cabeza y eso.

Volvió a reír y soltó una breve descarga de toses, que hizo que Thorne se apartara el teléfono de la oreja por un momento.

—Esas historias de «muerto en la sala de estar», ¿comprende? En realidad sólo se trata de ponerse al tanto, de controlar la situación. Así que casi seguro que cualquier cosa que me diga me será útil. ¿Vale, inspector Thorne?

Como no podía ser menos, Thorne le contó lo que había salido a la luz aquel día. Le habló del estado del cadáver cuando se descubrió, de la probable arma del crimen y de los resultados preliminares de la autopsia; mientras hablaba se dio cuenta que no estaba contándole a aquel hombre nada que él ya no supiera.

Lo único que omitió mencionar, sin ningún motivo demasiado especial, fue que a él le habían enviado una foto del muerto hacía dos días.

—¿«Ray Tucker y sus compinches», ha dicho usted?

Al otro lado de la línea Thorne oyó que Bannard tomaba un trago de algo.

—Durante quince años Tucker, más conocido por nosotros y sus «íntimos» amigos como Rata, fue un miembro destacado de los Black Dogs. Una de las mayores bandas de moteros, ¿vale? Con los años se han tragado a una o dos pandillas más, y nadie está del todo seguro de cuántos miembros son ahora; treinta y cinco o cuarenta, sin problema. Están esparcidos por ahí, pero hoy día a casi todos los tenemos situados más o menos por la frontera entre el norte de Londres y Hertfordshire.

A Thorne le sonaba el nombre.

—Ángeles del infierno, ¿no?

—Nada que ver. En realidad, rivales de negocios, aunque todos funcionan de modo similar: una estricta jerarquía, juramento de secreto entre los miembros, llevar los colores del club y cosas por el estilo.

—Y supongo que casi siempre, cuando se reúnan, la cosa no irá en absoluto de motocicletas.

—No mucho, no.

—¿Qué es, costo?

—Costo, cocaína, éxtasis, lo que sea. Trabajan con bandas asociadas de Europa y traen la mercancía de Holanda y los países escandinavos. Creemos que acaban de empezar a meterse en el negocio de la heroína.

—¿Entonces ya no van de pegar palizas a los mods en el paseo marítimo de Brighton?

—Sigue habiendo mucha violencia —dijo Bannard—. Mucha. Se mueven, se extienden a zonas nuevas y demás, y las guerras territoriales a veces se ponen bien finas. La verdad es que rebasan los machetes y las cadenas de bicicleta. El año pasado encontramos lanzacohetes y rifles de asalto en una cochera de los Black Dogs.

Se detuvo un instante como para asegurarse de que se entendía la gravedad, o más bien la escala de lo que estaba contando.

—¿Eso explica los tatuajes? —dijo Thorne.

—¿Cómo dice?

Le contó las conversaciones que había mantenido con Hendricks y Holland. Bannard escuchó y luego describió un tatuaje en concreto, un par de puñales entrelazados, pero Thorne no recordaba haberlo visto.

—Suele ser pequeño, pero estará por allí, en algún lugar dijo Bannard—. Vuelva y eche un vistazo. Es un símbolo de «pieza cobrada». Casi todas las bandas los tienen, un parche especial en concreto, o un tatuaje, y hay que ganárselos...

Otro breve silencio en apariencia elocuente. Thorne picó.

—Entonces, ¿qué...? ¿Cree que el que ha roto la cabeza a Tucker acaba de ganarse uno?

—Es posible. A lo mejor Rata se ganó la antipatía de alguien.

—Yo lo he visto —dijo Thorne— y, desde luego, creo que cabe suponer con bastante seguridad que sí que ha cabreado a alguien.

Esta vez la risa del hombre de G&O pareció de verdad, pero, precisamente cuando parecían llevarse bien, Thorne lo estropeó preguntando si había un motivo concreto para que llamara.

Un carraspeo, y la voz se volvió más aguda.

—Por supuesto Tucker era alguien de nuestro interés, así que este asesinato no es lo que se dice algo que pasemos por alto. El comunicárselo a ustedes me pareció una buena idea, ¿no le parece? Es una gentileza, nada más.

Aquello era muy razonable.

—De modo que no intentan reclamar su parte ni nada parecido... —preguntó Thorne—. Igual que hacen con el asesinato de Deniz Sedat.

—Aquí nadie se mete en el terreno de otro.

—Eso entiendo, señor.

—Bien.

—Aunque seguro que entiende que la gente crea otra cosa: que ustedes dejaron que les hicieran el trabajo pesado, ¿sabe?, para luego acudir en el último momento como las «turbas policiales».

—El caso al que se refiere no es uno de los míos. Y, francamente, está siendo usted descarado de verdad, inspector.

Ahora le tocó a Thorne quedarse en un silencio elocuente.

—Señor...

—Bueno, ha sido amable, así que no nos enfademos; sólo una cosa más. Pensaba si me diría, ¿por qué le han quitado el asesinato de Tucker al grupo de Homicidios Este que lo cogió en un principio, y se lo han asignado a ustedes?

En aquella pregunta, en apariencia inocente, Thorne no oyó nada que le gustara. Percibió el placer de Bannard al pillarlo en una mentira por omisión; y, además, el inconfundible deleite con el que su superior manifestaba lo bien conectado que estaba en el sentido más amplio de la palabra. No recordaba cuándo se había sentido tan superado en habilidad por otro poli. Tan aventajado.

Sin más alternativa, Thorne le contó por fin lo del mensaje del asesino de Raymond Tucker: la foto que lo había desencadenado todo. Otra respuesta que estaba seguro de que Keith Bannard ya sabía al hacerle la pregunta.

—¿Cómo ha ido eso? —preguntó Kitson.

—¿Te refieres a la conversación con Graves y Organizados, o al broncazo que acabo de echarle a Andy Stone por pasarme la llamada de ese hijo de puta?

—Bueno, imagino que la segunda parte ha sido más divertida, pero me refería a la llamada de teléfono.

Estaban en la esquina de la central operativa, detrás de la mesa de Karim, donde había un montón de tazones y un hervidor de agua prehistórico encima de un pequeño frigorífico. Thorne alargó la mano para coger el azúcar. En el azucarero y pegados a la cucharilla había grumos secos y marrones. Entonces se dio la vuelta e hizo saber a todo el que lo oía que el próximo que removiera el té y luego cogiera azúcar sin secar la cuchara antes, subiría como un cohete derecho a la cabeza de su lisia negra.

—Ha sido buena, ¿no? —dijo Kitson—. La llamada.

Thorne sonrió para quitarle importancia. No le dijo cómo lo habían engañado. Ni cómo, a pesar de que la conversación con Bannard terminó de forma bastante informal, había colgado sintiéndose derrotado de verdad.

—No estuvo mal —dijo—. Un poco presumido, pero ya sabes cómo son.

A Kitson la tranquilizó que la llamada no tuviera que ver con el caso Sedat. Se preguntó en voz alta si, ahora que había aparecido el cuchillo, G&O daría marcha atrás en su investigación.

—Lo harán si tienen un puñetero resto de sentido común —Thorne sacó la leche del frigorífico y la olisqueó—. Sigo sin verlo como un ajuste de cuentas entre bandas.

—Lástima lo de esas huellas —dijo Kitson.

—No te preocupes. A lo mejor el que apuñaló a Sedat dejó su nombre y dirección en otra papelera.

Bebieron el té. Saludaron con una inclinación de cabeza a las caras de uno de los otros grupos que entraban en un turno nuevo.

—Bueno, por lo menos ahora sabes mucho más de tu cadáver de Enfield —dijo Kitson.

Thorne asintió al tiempo que se recordaba que debía llamar a Hendricks para comunicarle que tenía razón respecto a los tatuajes.

—Eso sí que parece que a lo mejor es un ajuste de cuentas entre bandas.

Thorne gruñó desde su tazón.

—Espero sinceramente que no.

—Sí, sé lo que quieres decir —Kitson miró por su bolso buscando una polvera—. La verdad es que resulta más fácil si te da igual, ¿no?

Se alejó tranquilamente hacia los lavabos, mientras Thorne se preguntaba si Brigstocke o el comisario jefe Trevord Jesmond seguirían hablando de una «víctima inocente» en el caso de que hubiera una conferencia de prensa. Decidió que le dedicaría al asunto una hora más, dos como máximo, y luego se iría a casa.

Volvió a su despacho despacio, pensando que tenía que averiguar un poco más sobre los Black Dogs y sus métodos de trabajo. Pasó por delante del tablón con la foto de Tucker y empezó a sonreír. Aunque la oscuridad iba ganando fuerza al otro lado de las ventanas, y el día que quedaba a sus espaldas parecía algo por donde se hubiera abierto paso a machetazos, de un modo extraño lo animó pensar en un miembro de una banda motera fuera de la ley, tatuadísimo y despiadado, con una mamá que aún le lavaba los calzoncillos.

En realidad, nunca había entendido por qué tenía que haber servicio de seguridad en un hospital. Claro que había drogas por allí, pero las guardaban con llave, ¿no? Sabía que había chalados que intentaban afanar bebés, así que comprendía que tuvieran cuidado en los pabellones de maternidad, y también tenía su lógica vigilar un lugar con enfermedades infecciosas, pero, aparte de eso, no entendía de qué se preocupaban tanto.

Dentro de todo, el sitio donde atendían a Ricky Hodson no era precisamente Fort Knox.

El Abbey era un hospital, grande y privado, de Bushey, y el edificio Beaumont estaba situado entre hileras de árboles en el borde de sus quince bien cuidados acres. Había una docena de habitaciones en la primera planta. Por un lado, había imponentes vistas a un aparcamiento y por el otro, campos ondulados, según el importe de la prima que se pagara al seguro médico.

Con una sonrisa, entró en la recepción y dijo algo divertido sobre el frío que hacía. A cambio le sonrieron y, con un zumbido del portero electrónico, lo dejaron entrar en el vestíbulo. Mientras esperaba el ascensor se miró en las relucientes puertas. Se echó atrás la capucha y se pasó una mano por el pelo. Inspiró hondo.

Bueno, allí ni siquiera olía a hospital.

Al entrar en la habitación de Hodson no lo sorprendió que no diera al aparcamiento. Y no es que viera mucho: los campos estaban grises bajo el cielo color gris marengo, y apenas distinguió luces muy lejos, en la distancia. Pensó que debía de ser Watford o Rickmansworth.

Se oyó un ruido procedente de la cama.

Hodson estaba viendo la MTV. En un televisor sujeto en alto en la esquina de la habitación, una estrella del rap iba enseñándoles su casa a las cámaras. Tenía una mesa de billar con tapete dorado y una pantalla de plasma de más de tres metros de ancho.

Rodeó la cama, cogió el mando a distancia que estaba en la mesita y apagó el televisor.

No fue precisamente reconocimiento lo que vio en la mirada de Hodson, eso no, pero desde luego había curiosidad. Medicado hasta las cejas como estaba, le fue difícil entender exactamente lo que dijo. «¿Qué?» o «¿Quién?», quizá. Desde luego, una pregunta.

Levantó la bolsa de plástico que llevaba; la posó con suavidad en el filo de la cama y empezó a rebuscar dentro.

—Allá vas —dijo.

Al enterarse de lo ocurrido tuvo miedo de que el accidente fuera a hacer la tarea por él. Entonces escribió una de sus cartas contándole a ella lo furioso y frustrado que estaba. Pero cuando comenzó a verse claro que la situación mejoraba, que el estado de Hodson no ponía en peligro su vida, empezó a pensar que a lo mejor aquello le hacía un inmenso favor. Ahora, al ver cómo había quedado Ricky Hodson, supo que había acertado.

Había cables por todas partes y máquinas a ambos lados de la cama, con bolsas colgando. Hodson tenía vendajes en los dos brazos, donde se había despellejado la piel, y un collarín en el cuello. Por lo visto se había perforado un pulmón, además de hacerse pedazos la cadera y la pelvis, y al parecer una pierna estaba tan destrozada que había tenido suerte de conservarla.

—Santo Dios, Ricky, qué desastre.

Ahora los ojos de Hodson se movían rápidos de acá para allá. Un rayo de pánico atravesaba la niebla de la sedación y le permitía balbucear unas cuantas palabras mal articuladas y roncas.

—Te has equivocado de habitación, colega...

Sacó un racimo de uvas de aspecto lamentable y lo alzó para examinarlo. Luego volvió a la bolsa y sacó un libro de bolsillo. Puso las dos cosas sobre la mesa y después alargó el brazo para frotar la intacta cara de Hodson con el dorso de la mano. La barba incipiente rascaba.

—Por lo menos llevabas puesto el casco —dijo.

Se sacó el trapo del bolsillo y lo metió rápidamente en la boca de Hodson, al tiempo que le empujaba fuerte la cabeza hasta hundirla en la almohada. Se estremeció cuando se le engancharon los dedos en los dientes, antes de coger la bolsa y pasarla por encima de la cabeza de Hodson. Luego recogió el plástico, se envolvió las asas en los dedos y apretó, tensando las manos bajo la mandíbula para precintar bien la bolsa.

El cabecero de metal traqueteó, aunque no mucho tiempo.

Se quedó mirando mientras el plástico fino y chungo se hundía, mientras se pegaba, arrugándose, a la nariz. Esperó hasta que el movimiento se hizo más lento y luego se volvió hacia la ventana; con las manos aún bien agarradas por encima del collarín, miró las lejanas luces.

Probablemente fuera Watford...

Se volvió de nuevo y se inclinó, mientras la bolsa golpeaba con suavidad una última vez la cara de Ricky Hodson.

—El hielo negro es un cabrón, ¿eh?

Thorne había estado dejándole mensajes a Louise desde poco después de mediodía, pero ella no le devolvió la llamada hasta que él iba ya camino de casa.

Él le dijo que había tenido un día «interesante». Dijo que se lo contaría con pelos y señales más tarde si quería, y que con mucho gusto iría a su casa. Louise le confirmó que no trabajaba hasta tardísimo, pero que de verdad tenía que acostarse temprano, si le daba igual. Dijo que lo llamaría si cambiaba de opinión; si se veía incapaz del todo de soportar la noche sin él. Thorne le dijo que estaría esperando la llamada.

El Bengal Lancer estaba a punto de cerrar, pero, como cliente privilegiado, el encargado no puso pegas para que Thorne se sentara en la barra con un par de camareros y se tomara un plato de bhajis de cebolla y cordero tikka, mientras las limpiadoras seguían trabajando a su alrededor. Le sentó muy bien. Al entrar todavía estaba cabreado con Louise, pero gracias a dos pintas de Kingfisher y unos cuantos chistes subidos de tono se encontraba de mucho mejor humor cuando llegó a su casa, a punto de que dieran las diez y media.

Le dio de comer a Elvis, puso a lavar unas cosas y pilló el final de «Wednesday Night Football» en Sky Channel. Estaba a punto de entrar en Poker-pro cuando se dio cuenta de que tenía correo electrónico. Estaba claro que Hendricks no había tenido un día de lo más ajetreado, y se lo había pasado casi entero pensando nombres para el nuevo drama del «forense gay». En su correo sugería «Maricopsia» e «Ideal de la muerte en la morgue» antes de decidir que tal vez lo comercializaran mejor en formato de programa de entrevistas, en un decorado puesto al estilo de un depósito de cadáveres y con el título provisional de «En la mesa de autopsias con Phil el pervertidillo».

Thorne decidió que, al menos durante un rato, aquello era más divertido que el juego. Se sentó a pensar y se puso a garabatear notas en un papel que reservaba para valorar a los jugadores de póquer rivales. Luego le mandó un correo a Hendricks proponiendo «¡Tiesos!» y «El equipo autopsia». Aunque no se le ocurrió nada que le gustara más que: «¿Eso es rigor mortis, o es que te alegras de verme?»

Mientras esperaba a ver si Hendricks respondía con algo, se acordó del teléfono. A la hora de comer le habían enviado de Newlands Park su antiguo móvil que ahora estaba sobre la mesa de la entrada, precintado dentro de un sobre acolchado.

Fue a la cocina a por unas tijeras y abrió el paquete sin perder de vista una película potencialmente guarra del Channel Five y sin dejar de devanarse los sesos buscando más títulos de comedia. Mientras trabajaba decidió que aquello sí que eran multitareas masculinas al más alto nivel... Y, además, que estaba claro que el estrecho y cuadriculado fulano de Newlands Park intentaba devolvérsela: había envuelto el teléfono en varias capas de impenetrable embalaje de plástico.

Tardó casi diez minutos en sacar el Nokia. Luego diez más en recuperar la batería y el SIM, cada uno de ellos momificado por separado. Para cuando por fin lo montó todo, ya había terminado la película y él había agotado todos los tacos que conocía.

Encendió el teléfono y observó cómo aparecían los indicadores de cobertura y de batería. Miró la pantalla durante diez segundos..., quince; luego lo dejó a un lado y volvió al ordenador.

En el preciso instante en que se sentaba, sonó el tono, y el teléfono empezó a vibrar en la mesa. Las llamadas se desviaban a su nuevo móvil, pero los mensajes de texto y los multimedia no.

Tenía un mensaje esperando.