Veintisiete

Llegaron al extremo de arriba de Tottenham Court Road en menos de quince minutos. Holland había cogido una lámpara estroboscópica azul, y Thorne la pegó al techo del coche, metió el cable por la ventanilla y la enchufó en el mechero. Ninguno de los dos dijo gran cosa durante el trayecto; no fue solo la obligada concentración, ni el que Thorne hiciera sonar el claxon, ni la alarma ante la velocidad a la que iban por las calles mojadas, lo que mantuvo la conversación al mínimo.

La verdad es que no había demasiado que decir.

Holland tenía muchas preguntas que hacerle a Thorne, pero sabía que tendrían que esperar. En silencio, apoyado contra el salpicadero, se hizo a sí mismo unas cuantas preguntas para las que no tenía respuesta. Algunas de las que preguntaría Sophie, si se enteraba.

Thorne tuvo que hacerse a un lado bruscamente cuando una ambulancia subió chillando a contramano. Esperó, acelerando el motor del BMW y estampando la mano contra el volante.

—Piénsalo —dijo Holland—. Brooks no va a hacer nada en mitad de una discoteca, ¿no? Es probable que lo haya seguido, igual que hizo con Cowans.

Thorne asintió, dio un volantazo y salió de un acelerón por delante de un autobús. El conductor le hizo señas con las luces y se apoyó en el claxon.

—Suponiendo que Hendricks siga...

Otra inclinación de cabeza. Sí: vivo. Holland no tenía que decirlo.

—Lo más seguro es que tengamos hasta que acabe la noche.

Thorne miró el reloj: ni siquiera eran las nueve.

—Hay tiempo —dijo Holland.

Lo que Holland decía tenía lógica, pero a Thorne no le servía de mucho consuelo. Conduciendo como un loco, y pensando como un loco, se esforzó por concentrarse, por ordenar sus ideas.

No llevaba una foto de Hendricks; nada que enseñarles a los porteros ni a los camareros. Tendría que usar solo los ojos. Pensó en las pocas veces que había estado en sitios como esos. Apenas había luz para leer la etiqueta de la botella de cerveza.

Se preguntó si podría usar la secuencia de vídeo que Brooks le había enviado...

¿Qué tengo yo que ver con nada de esto?

Estés relacionado conmigo. A lo mejor con eso basta.

Ahora Thorne sabía que era algo más, pero también estaba seguro de que él era la causa principal de que hubieran elegido a Hendricks como objetivo. De que lo escogieran antes que a otro motero, a un policía, a cualquiera.

Cruzaron Oxford Street con el semáforo en rojo; disminuyeron la velocidad para avanzar zigzagueando entre el tráfico que tenían delante.

—Estas dos discotecas están a un par de minutos a pie la una de la otra —dijo Thorne—. ¿Cuál quieres?

Holland meneó la cabeza.

—Vamos juntos a las dos.

—No.

—Venga, ¿no estamos siendo ya bastante imbéciles? Pienses lo que pienses de Brooks, de por qué hace esto...

—Bueno. Juntos entonces.

—Yo estoy acojonado —dijo Holland, medio sonriendo—. No sé tú.

Thorne sabía que Holland tenía razón y, además, lo último que necesitaba era poner en peligro a otra persona.

—Nos separamos pero intentamos no perdernos de vista.

Sabía que debía tenerle miedo a un hombre que había matado tres veces, que eso debía hacerlo ir con cuidado, pero no era la idea de enfrentarse a Marcus Brooks lo que hacía saltar a su estómago.

Thorne giró a la derecha en Cambridge Circus y paró el coche sobre unas rayas amarillas a la puerta del Spice of Life. Salieron.

—Entonces, ¿si veo a Hendricks?

Thorne apretó los puños, y sintió algo parecido al alivio por estar tan enfadado con Phil Hendricks como lo estaba con todos los demás.

—Salta encima de él —dijo—. Salta fuerte encima de ese hijo de puta.

Porter sólo tardó diez minutos en encontrar a tres policías dispuestos a hacer lo que les pidiese sin preguntar demasiado. Le habría gustado atribuirlo al respeto, o incluso a la estima, pero en un par de casos pensó que el mero lameculismo se acercaba más a la verdad.

No importaba mucho.

Por exigencia de Thorne había enviado a un agente a la casa de Hendricks en Deptford, por si este decidía retirarse temprano. Otro policía que vivía al sur del río se dirigía, asimismo, hacia New Cross, a un local de la zona que Hendricks utilizaba cuando pasaba de ir hasta el centro. De todos los lugares que Porter le había mencionado a Thorne, creía que aquél era el menos probable. Era bastante más sosegado, menos «teatro» que los otros, y además cuando Thorne le dijo que Hendricks no contestaba al teléfono, supo que era porque se encontraba en algún sitio ruidoso. Recordó el humor en que estaba antes, mientras escuchaba el thrash; supuso que quería ir a algún sitio donde pudiera bailar y cogerse un pedo. Quizá follarse a alguien hasta sentirse mejor.

Más que nada, deseó haber dicho «sí» el día antes, cuando le pidió que saliera con él.

Desde luego ahora sabía que el humor de Hendricks se debía a su conversación con Thorne. No hubo tiempo de entrar en ello cuando por fin este se lo confesó todo, pero cuando aquello acabara, terminara como terminase, quería saber por qué no se lo había contado antes; por qué le pidió a Hendricks que no se lo contara.

—¿Jefa...?

El sargento Kenny Parsons señaló una cola, no muy grande, que retrocedía desde un par de puertas de cristal por delante de los ventanales de la fachada de un Pizza Express. Casi todos los que esperaban estaban debajo de un paraguas, aunque a unos cuantos, igual que a Porter y Parsons, la lluvia no parecía molestarles demasiado.

The Adam era un local solo para socios, escondido detrás de la estación de Charing Cross. La mayor parte del tiempo era más bar que discoteca, pero cuando empezaba el baile los viernes o los sábados por la noche, se animaba bastante. Porter había estado aquí un par de veces con Hendricks, y recordaba que era donde él había conocido a su ex novio, Brendan.

Parsons se dirigió por delante hacia el principio de la cola y mostró un segundo la placa de identificación a una portera impecablemente ataviada. Esta se apoyó en la puerta y los dejó pasar.

Por lo visto la discoteca estaba a toda marcha.

Mientras bajaba deprisa la empinada escalera, Porter miró el teléfono. Por debajo del suelo la señal quizá no fuera muy bien, y, además, como, por motivos evidentes, era imposible contar con unidades de radiotransmisión, había quedado con Thorne en mantenerse en contacto mediante los móviles.

La música aumentó de volumen, y una idea le abofeteó la cara. Si, dondequiera que estuviese, Hendricks no oía el teléfono, ¿qué garantía había de que ella, Thorne o cualquier otro fueran a oír los suyos? Si había cobertura, tendrían que dejar los teléfonos solo en vibración.

Al pasar con Parsons por delante del guardarropa, sorprendió a la encargada mirándolos; luego, cuando él ya se dirigía adentro lo detuvo de un tirón y alzó la voz por encima de la música.

—¿Estás dispuesto, Kenny?

Parsons dijo que sí.

Porter le había dado una descripción bastante buena de Phil Hendricks, y una algo menos detallada de Marcus Brooks.

—No te preocupes, nunca ha usado cuchillo ni pistola —dijo, echando un vistazo por la entrada—. Y, mira, está hasta los topes ahí dentro. No cabe ni un martillo.

Se inclinó para acercársele a la oreja.

—En serio. Si te digo que le des a alguien, no te lo pienses dos puñeteras veces.

La discoteca se llamaba Crush y hacía honor a su nombre. Aunque el local en sí no era inmenso, y Thorne no creía que hubiera más de un centenar de personas dentro, era apiñado y sudoroso. De los altavoces manaba hard core soul y motown, y la pequeña pista de baile estaba hasta la bandera; la mayoría daba la impresión de estar bailando para el de enfrente.

Parecía un asunto complicado.

Thorne tomó el lado de la izquierda y, mientras iba de una punta a la otra de la sala principal, intentó no perder de vista a Holland. El problema no era tanto la ausencia de luz como el que esta no dejaba de moverse. Los rojos y verdes se lanzaban en picado, los círculos de luz blanca giraban y saltaban, y ninguno se quedaba en el mismo sitio el tiempo suficiente para poder echarle un buen vistazo a nadie.

Thorne sabía que no necesitaba un buen vistazo para reconocer a Hendricks, pero Brooks era otra cuestión.

Un estrecho pasillo salía de ambos lados, al otro extremo de la sala. A la izquierda de Thorne, unos hombres despatarrados en las sillas fumaban y charlaban; algunos se recuperaban, nada más. Echó una larga mirada, luego volvió por el otro camino y se sumó al constante flujo de gente que entraba en los aseos.

Asomó la cabeza por la puerta; varios hombres le echaron un ojo por el espejo y enseguida lo ignoraron. Gritó: «¡Phil!», y esperó. Alguien murmuró algo y otro se rio, mientras el secador de manos metálico traqueteaba contra la pared con el ritmo de los graves que llegaba de la pista de baile.

Fuera divisó a Holland, que meneó la cabeza, y los dos volvieron a bajar por el centro de la sala hasta la barra en forma de L que había junto a la entrada.

De repente se oyó una ovación en la pista de baile ante las primeras notas de Band of Gold, de Freda Payne. Una especie de remezcla.

El camarero llevaba una ceñida camiseta negra con el letrero «Crush» cruzándole el pecho.

—¿Sí, tíos?

Australiano.

—Busco a una persona —dijo Thorne.

Enseguida se dio cuenta de que era una tontería decir aquello y dio gracias porque el camarero no se molestara en soltar una réplica mordaz. Entonces se embarcó en una descripción de Hendricks.

Esta vez obtuvo una sonrisa.

—Cantidad de gente aquí dentro tiene ese aspecto.

Thorne había visto gente de muchas clases desde que había entrado por la puerta. Había «hermanos negros» y mods con jerseys Fred Perry. Guerreras, pantalones de cuero y tejanos caros con apenas algo de culo dentro... Pero no más piercings ni tatuajes de los que se veían en cualquier otra discoteca una noche de sábado.

—No tantos, joder —dijo.

El camarero tragó saliva.

—Perdone, amigo.

—¿Entonces, qué?

Un gesto con la cabeza hacia los camareros que estaban más lejos.

—Pregúntele a alguno de los otros chicos.

Thorne se desplazó por la barra y tuvo más suerte.

—¿Tiene un tatuaje del Arsenal en el cuello?

Thorne dijo que sí y contuvo el aliento.

—Vale, conozco al tío que dice. Aunque no lo he visto esta noche. ¿Quiere dejarle un recado por si viene después?

Pero Thorne ya iba camino de la salida.

El pinchadiscos de The Adam intentaba en vano ser Fatboy Slim, pero, aunque la música no era de su gusto, Porter veía que la clientela estaba pasándoselo bien. Observó que Parsons seguía el ritmo con la cabeza mientras se movía por entre la gente, fijándose en todos. También vio algunas de las miradas que Parsons recibía de vuelta. Era un negro alto y guapo, y aunque a Porter le parecía un poli de pies a cabeza, ninguno de los hombres que se lo comían con los ojos parecía darse cuenta. O tal vez sí, pensó. Quizá eso fuera parte del atractivo.

La discoteca se distribuía por dos plantas, y cada uno se encargó de una. Estaba menos abarrotada de lo que parecía al principio, y se las arreglaron para peinar el local en quince minutos. Vieron a unas cuantas personas que se ajustaban a la descripción más reciente de Marcus Brooks, pero a ningún Phil Hendricks.

Empezaron a preguntar a los camareros, y al cabo de unos cuantos minutos tan solo, Porter alzó la vista y vio que Parsons la llamaba por señas desde una esquina. Siguió haciendo gestos mientras ella se abría paso a empujones por la pista de baile. Junto a él, una camarera estaba sentada en un pequeño cubo de cuero. Porter no estaba segura de si era un taburete o un reposapiés. Las medias y un tutú rosa hacían resaltar las piernas ridículamente largas de la chica. Tenía el oscuro cabello de punta y unos enormes pechos.

Con una inclinación de cabeza, Parsons señaló a Porter.

—Cuéntale a ella lo que me has dicho.

Se estaba bastante tranquilo donde se encontraban, y la chica no tuvo que gritar. Sin embargo tenía la voz ronca, como si hubiera estado gritando mucho antes.

—¿El tipo por el que él preguntaba? Estaba aquí hace un rato. Viene mucho por aquí.

—¿Esta noche?

—No lo he visto marcharse, pero sí, estaba aquí hace una hora o así. Un tipo del norte, ¿verdad?

—¿Estaba con alguien? —preguntó Porter.

La chica se pasó una mano por el pelo y se levantó las puntas.

—Estaba hablando con un par de personas, creo. Unos cuantos se marcharon al mismo tiempo, así que a lo mejor iba con ellos —miró con más atención a Porter—. Yo te he visto con él, ¿verdad?

—¿Alguna idea de adonde puede haber ido?

—Lo siento, cielo, ni idea.

La chica se levantó con trabajo y cogió una bandeja plateada que había dejado junto al asiento. Llevaba tacones, pero incluso sin ellos le habría sacado treinta centímetros a Porter.

—Bueno, chao, tetas y colitas...

—Gracias —dijo Porter.

La imagen de la camarera era tan recargada como un árbol de navidad, aunque Porter supuso que casi ningún cliente de la discoteca apreciaría las tetas. La chica dio unos cuantos pasos y de pronto retrocedió.

—He oído que algunos hablaban de ese sitio nuevo que hay cruzando el puente —dijo—. Supongo que podría haber ido allí.

—¿Dónde?

—En Waterloo, justo pasando el Old Vic, me parece. No sé, diez minutos andando.

Cuando volvieron a salir al Strand, Porter miró el móvil para ver si había mensajes. Hendricks no había aparecido por su casa, y el segundo policía había fracasado en la discoteca de New Cross. Quería saber si quería que fuera a otro sitio. Sin dejar de andar, Porter lo llamó y le pidió que cruzara a Brixton. Hendricks le había dicho una vez que iba a una «noche gay» a The Fridge, y, por muy poco probable que fuera, le parecía una lástima mandar a nadie de su grupo a casa cuando él seguía estando en la calle.

Sábado por la noche, nos divertiremos, le había dicho Phil.

Cuando llegaron al coche, Parsons sugirió que quizá fuera más rápido ir andando.

—Está prohibido girar a la derecha para coger el puente. Tendré que ir rodeando el Aldwych.

Porter tiró de la manilla de la portezuela.

—Pues entonces rodéalo bien rápido.